domingo, 22 de octubre de 2017

EL DILEMA DE LAS MONEDAS ES CARA O CRUZ


Is 45, 1. 4-6; Salmo 95, 1. 3. 4-5. 7-8. 9-10a.e.; 1Tes 1, 1-5b; Mt 22, 15-21

La eternidad comienza aquí y ahora. Es aquí y ahora donde se construye.
Helder Câmara

El verdadero Hijo de Dios, no tiene moneda para pagar el impuesto (pero la puede crear en las entrañas de un pez, para pagar el impuesto de Jesús y el de Pedro),

El Hijo del Dueño-de-todo no tiene ni siquiera un denario; para poder ilustrar su respuesta tiene que pedir uno prestado, para poder mostrar qué tiene impreso. En esta situación se evidencia cuál es la riqueza de Jesús que se manifiesta, precisamente, en su “no poseer ni siquiera la moneda que representaba la paga de un jornal de trabajo”, no posee ni siquiera “la moneda del tributo”. El Rey de Reyes, no tiene ni una moneda, siendo el Dueño Absoluto, precisamente por eso su Efigie no está grabada en el sucio metal de la moneda, para no ser “manoseado”, sólo puede estar impresa en el corazón del hombre, en el Sagrado Fuero de su Conciencia.


Este Domingo volvemos sobre la Realeza de nuestro Dios, YHWH es el Único Señor y fuera de Él no hay otro; Él obra por amor, ama a su pueblo, el Pueblo-escogido, obra –por caminos insospechados- en favor de ese pueblo, valiéndose hasta de los que no son conscientes de servir a su Altísima Majestad, Nuestro Dios y Señor. Hasta los que no lo conocen pueden ser vía para servir a sus designios. Es Rey, pero ¡Alerta! No es un rey humano, es un Rey-Divino, y, así podemos llegar a dar el gran salto, para entender que no es humano pero se ha humanado para humanizar su imagen, imprimiendo su Soberanía en el que fue creado a Imagen y Semejanza: Todo es de Dios, entreguémonos totalmente a Quien es Nuestro Dueño y Señor.

Es que tener la “Moneda del Impuesto” es sinónimo de dependencia, de esclavitud, estar en condiciones de pagar tributo a un rey extranjero que nos avasalla, que nos enajena la libertad, tener esa “riqueza” es andar, entre el bolsillo, con las fichas del juego ajeno, del juego del enemigo: el juego de las monedas, siempre nos encadenará a la ambición de tener otras y ser esclavo de las efigies en ellas gravadas, sean escudos de armas, águilas imperiales o serpientes venenosas.


En cambio, Jesús vive en una libertad ejemplar que le permite vivir para ser constructor del Reino de su Padre, una libertad que le permite consagrarse; y sus propios contradictores lo reconocen, así sea para entramparlo: La riqueza de Jesús no estriba en el manejo de monedas sino en su libertad soberana. Esta libertad de Jesús lo expresan –en la perícopa del Evangelio que proclamamos hoy- los labios del adversario, es una libertad que:

Ø  Le permite ser siempre sincero
Ø  Enseñar de verdad el camino de Dios
Ø  No importarle el qué dirán
Ø  No vivir ni depender de respetos humanos
Ø  No estar esclavizado por las apariencias.

«Siempre se discute acerca de “horizontalismo” y “verticalismo”, “evangelización” y “humanización”. Yo estoy convencido de que el Señor no establece separación, y menos aún oposición, entre ambas cosas. La historia de Dios y la historia de los hombres están entremezcladas y avanzan conjuntamente.»[1] Sólo moviéndonos en el espacio ilimitado de la libertad que nos enseña Jesús podemos ser obreros del Reino. Cuando seamos capaces de discernir a qué juego nos “consagramos”, en la dicotomía: Reinado de Dios o idolatría del César. La soberanía en la libertad del hombre lo vincula con el compromiso, ya lo dijimos arriba; pero, de los cinco rasgos de la libertad de Jesús hay uno que está de primero, hay uno que lo caracteriza, -que acarrea a los otros- en la libertad del hombre que se compromete con Dios: “Enseñar de verdad el camino de Dios”. Tan es el primero que define el sentido del hombre religioso: define su misión.


Todos los “fieles” estamos llamados a la fidelidad con el Reino; anunciar la Verdad del Reino y el Camino de Dios que lleva a Él es nuestro compromiso, el sentido de la vida, de la espiritualidad, de la fe. La fidelidad con ese compromiso es la misión de construir –no en la soledad, no en el aislamiento de “superman” -la figura mítica de las historietas- nosotros estamos invitados a un “banquete” -como se precisó el Domingo anterior- donde nos sentamos hombro a hombro y codo a codo a construir el Reino en equipo –con todo lo dificultoso que puede ser trabajar en equipo; valorar las diferencias, lidiar con las oposiciones, con los mal entendidos, con la diversidad de “puntos de vista” y salir airosos y felices porque, por sobre todo eso, está la unidad (como Jesús y el Padre son Uno), porque sobre todas esas dificultades resplandece el Cuerpo Místico, Él saldrá triunfante (y esta es una Verdad de tipo escatológico) estamos hablando del fin de la historia, del kairós. «A quienes pierden el tiempo en discutir acerca de “horizontalismo” y “verticalismo”, yo siempre les digo lo siguiente: “Ni la sola línea horizontal ni la sola línea vertical pueden formar una cruz”. Para tener una verdadera cruz, debemos mantener simultáneamente tanto la línea horizontal como la línea vertical. Y la línea horizontal son los brazos de Cristo, abiertos a todos los grandes problemas humanos.»[2]

Es, precisamente de eso de lo que nos habla la Segunda Lectura tomada de la Primera Carta a los Tesalonicenses: fe, amor y esperanza. Estas virtudes teologales están sustentadas en pilares que, si leemos con atención son los que San Pablo evidencia: la fe en las obras que la manifiestan, el amor en los trabajos fatigosos que se emprenden; y, la ὑπομονῆς resistencia de la esperanza que tiene como fundamento a Jesucristo Nuestro Señor.

«Hoy día estoy serenamente convencido de que la Iglesia no debe comprometerse y solidarizarse más que con el pueblo… los gobiernos, tanto de derecha como de izquierda,… no ven con buenos ojos que la Iglesia se encuentre con ese pueblo. Están dispuestos a cubrirla de honores y de privilegios a condición de que se quede en el templo, exclusivamente dedicada a dar alabanza a Dios mediante hermosas liturgias. A condición de que no se inmiscuya en los problemas de hoy: los problemas económicos, sociales y políticos… ¡son asuntos de la tierra, no del reino de los Cielos!... nosotros no podemos aceptar esa postura, ese papel de Iglesia–museo… Se trata de cumplir nuestro deber de hermanos para con los hermanos sometidos a la prueba, al sufrimiento y a la opresión.»[3]


Pero la verdadera alabanza trasciende el templo, la alabanza nos conduce a una Iglesia que está “en salida”, estamos comprometidos con una misión (que cuaja sobre los tres pilares teologales que nombró San Pablo): «Tenemos la responsabilidad de ser hermanos de nuestros hermanos, sin necesidad de preguntarnos si son católicos, cristianos o “creyentes”. Nos basta con saber que toda criatura humana es hermana nuestra, hija del mismo Padre.»[4]







[1] Câmara, Dom Helder. EL EVANGELIO CON DOM HELDER. Ed. Sal Terrae Santander-España 1985 p163
[2] Ibidem
[3] Ibid p. 164
[4] Ibidem

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