lunes, 19 de junio de 2017

EUCARISTÍA: RECONOCER EL CUERPO DEL SEÑOR
Deut 8, 2-3. 14b-16a; Sal 147, 12-13. 14-15. 19-20; 1Cor10, 16-17; Jn 6, 51-58


Tratemos de poder descubrir el cuerpo del Señor en los signos pobres y sencillos con los que se presenta. En la pobreza y en los signos sacramentales del pan y del vino y también en el cuerpo y en el espíritu de los más pobres, en la pobreza y en las limitaciones de nuestras comunidades, en la oscuridad de tantas situaciones difíciles en que vivimos, en la desolación de tantos hermanos nuestros marginados.

Card. Carlo María Martini

Como te escondiste Tú en una migaja de Pan
haz que nosotros nos escondamos
como humildes migajas de Tu Misterio
en la grande artesa del mundo
y así fermentar toda la harina.

Averardo Dini 

Nuestra existencia puede tener varios puntos de partida y podemos darle diversos enfoques. Podemos cifrarla toda sobre nuestras pertenencias y posesiones, nuestro abolengo, nuestra parentela, nuestra profesión o nuestras realizaciones y logros. Y ellos son, seguramente, excelentes ejes en torno a los cuales podemos dejar que todo el sistema rote. La propuesta que nos hace nuestra fe –es bien diferente- es hacer que todo el sistema de nuestra vida se remita e Dios. Y, esa referencia a Dios no es de cualquier manera, es una referencia de gratitud. Si, lo que nosotros experimentamos como razón de vida es dar gracias.

Podemos con cierta facilidad mostrarnos agradecidos con las cosas agradables que nos han llegado a suceder. Pero, ¿termina ahí la gratitud? Nuestra hipótesis de existencia consiste en ver toda nuestra realidad, lo grato, lo feliz, lo hermoso como “gran regalo”, pero también –aun cuando algunas de las experiencias vitales son difíciles de sobrellevar, y con algunas de ellas nos sentimos sobrecogidos de dolor, de espanto, de pena y, hay experiencias vitales que nos resultan inexplicables, o todavía peor, inexplicablemente indeseables- la propuesta de la fe, consiste en mostrarnos agradecidos frente a todas. Todas ellas son regalo, a veces, misteriosamente dolorosos regalos, pero son vida. ¡La gracia de la vida no es la dicha, la gracia de vivir es estar vivo, y aceptar cada segundo y cada latido como oportunidad, como crecimiento, como -lo que son- aceptarlos como vida!

Muchas veces, nuestra mentalidad de niños caprichosos querría la vida como un glorioso paseo por un jardín de rosas; pero siempre descubrimos que en el continuo del regalo de la dicha, hay resaltos de pena, de dolor, de muerte. Nos revolvemos con indocilidad con nuestra protesta contra esos momentos y esas facetas de nuestra duración. Uno de nuestros gritos más rebeldes va –precisamente- contra la limitación de nuestra duración.

Y, sin embargo, este relieve de valles, mesetas, altas montañas y llanuras son el paisaje natural de la vida. Vamos en nuestro decurso unas veces subiendo y otras bajando y todo ello merece gratitud. ¡Saber recibir y agradecer lo recibido constituye la medula del misterio de la vida! Esa globalidad holística que abarca lo positivo y lo negativo, es la sincera formulación vital del “hágase tu Voluntad”, es el secreto de la verdadera felicidad.


En nuestro dialogo con la Trascendencia, la humanidad ha ido postulando diversidad de actos de “acción de gracias”, variedad de expresiones de la gratitud. Nuestra liturgia fue depurando una secuencia ritual, que el mismo Dios nos fue revelando como su preferida acción de gracias, lo que a Él le complace. Ya desde el principio, se mostró agradado con la sangre de corderos, pero también desde el principio, nos fue insinuando un Sacrificio incruento, a la manera del Sacerdote Melquisedec: donde las ofrendas fueran Pan y Vino. Así, el Señor de la historia, el Dios que camina con nosotros y va delante en la Columna de Nube durante el día y, en la Columna de Fuego, si caminamos durante la Noche, fue revelando –detalle a detalle- la liturgia que le cautiva.

Así, esta acción cultual se configuró y se instauró, como anamnesis del Hijo de Dios, como revivificación de su Santo Sacrificio; y recibió su nombre directamente del griego, la llamamos Eucaristía. No será fácil aprender a agradecer –máxime cuando la cultura de la muerte es la cultura de la ingratitud- pero ser agradecidos con nuestro Dios, Dueño y Señor de todo, que con Mano Generosa y Ánimo Misericordioso da y reparte magnánimamente y que tiene nuestros pobres nombres escritos en la Palma de su Mano, a Él el Honor y la Gloria, la Alabanza y el más dulce Incienso, para Él vayan nuestras súplicas y ruegos, nuestros cantos y nuestros himnos; permítenos –Oh Señor, cantarte y glorificarte, y darte también gracias por permitirnos ser un pueblo que ora y agradece en tu Presencia; y un pueblo que ofrece como holocausto, no el cuerpo y la sangre de cualquier víctima, sino que según Tu Preferencia nos llegamos al Altar con la Ofrenda de las Ofrendas: El Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Jesucristo, nuestro Redentor, tu Amado Hijo.

El evangelio que leemos en esta fecha, en el ciclo A, está tomado de San Juan. Cuando Dom Helder Câmara meditaba en torno a esta perícopa nos señalaba que: «En cierto modo, tal vez hayamos insistido demasiada en la sola presencia eucarística de Cristo, el cual tiene otras formas de estar presente. Por ejemplo, en cierta ocasión dijo: “Cuando dos o tres estén reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos.”

Recuerdo que una buena religiosa hizo un día una larga caminata con el único fin de llevarme a su hospital. “Padre”, me dijo, “he recorrido todo este camino porque hace ya una semana que nos encontramos sin capellán y no he tenido la posibilidad y la dicha de recibir a Cristo. ¡Y necesito recibir a Cristo! ¡Deme la comunión, padre! Y, si es posible, proporciónenos un sacerdote…”

Le di la comunión, naturalmente. Pero luego le dije: “Hermana, usted está día tras día con Cristo vivo. Usted está con los enfermos, ¡y ellos son Cristo! Usted está cuidando y tocando con sus manos a Cristo! ¡Es otra forma de Eucaristía, otra presencia viva de Cristo, que completa su presencia eucarística!”»[1]

Podemos celebrar a Dios en Jesucristo cuando somos conscientes que no sólo está en la liturgia sino que su Misericordiosa compañía nos sale al paso porque Él celebra nuestra vida cuando con ella lo servimos en cada uno de sus “pequeños”.

Dom Helder decía sobre esta Presencia que «Tenemos la Eucaristía del Santísimo Sacramento: la presencia viva de Cristo bajo las apariencias de pan y vino. Y tenemos también la otra Eucaristía, la Eucaristía del pobre: ¿”apariencia”  de miseria? ¡De eso nada! ¡La cruda realidad del pobre!

Ya sé que los teólogos hacen sus distinciones y dicen que no es exactamente lo mismo…, que hay diferencia… Pero también sé que el Señor habrá de juzgarnos por la manera en que hayamos sabido reconocerle y servirle en los pobres; y nos dirá, “¡Allí estaba yo! ¡Yo era aquel pobre, y también el otro…! ¡Era yo!”»[2]


No queremos de ninguna manera insinuar que lo uno re-emplace a lo otro: Lo Uno siempre será lo Uno. La Sagrada Eucaristía es irreemplazable, no se puede sustituir con la más pura y noble filantropía. No, lo que queremos resaltar es la continuidad que hay de la Eucaristía con esos otros Encuentros con Jesús que son la Eucaristía vivida, la Misión en acción. La eucaristía tiene un valor, además, preparatorio, nos marca la tónica para vivir en clave de Jesucristo, para hacer nuestra vida integra un vivir a la manera de Jesús; así cabe decir que la Eucaristía nos conduce a vivir crísticamente, a superar la división, a hacernos unidad en el Cuerpo Místico de Cristo, porque al nutrirnos de Jesús en su Comunión nos vamos “saturando” de Él y fundiéndonos en Él hasta llegar a compenetrarnos en Él.

Papa Francisco lo pone así: «La Eucaristía nos recuerda además que no somos individuos, sino un cuerpo. Como el pueblo en el desierto recogía el maná caído del cielo y lo compartía en familia (cf. Ex 16), así Jesús, Pan del cielo, nos convoca para recibirlo juntos y compartirlo entre nosotros. La Eucaristía no es un sacramento «para mí», es el sacramento de muchos que forman un solo cuerpo. Nos lo ha recordado san Pablo: «Porque el pan es uno, nosotros, siendo muchos, formamos un solo cuerpo, pues todos comemos del mismo pan» (1 Co 10,17). La Eucaristía es el sacramento de la unidad. Quien la recibe se convierte necesariamente en artífice de unidad, porque nace en él, en su “ADN espiritual”, la construcción de la unidad.»[3] No podemos vivir divididos, unos que celebran y otros que viven su cotidianidad; sino, vivir unificados en el continuo del minuto a minuto durante las 24 horas de cada día, que ve-juzga-actúa-celebra.










[1] Câmara, Dom Helder. EL EVANGELIO CON DOM HELDER. Editorial Sal Terrae Santander-España1985 p. 117
[2] Ibid p. 116-117
[3] Papa Francisco. HOMILÍA DE CORPUS CHRISTI. Basílica de San Juan de Letrán 18/06/ 2017

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