EUCARISTÍA: RECONOCER EL CUERPO DEL SEÑOR
Deut 8, 2-3. 14b-16a;
Sal 147, 12-13. 14-15. 19-20; 1Cor10, 16-17; Jn 6, 51-58
Tratemos de poder
descubrir el cuerpo del Señor en los signos pobres y sencillos con los que se
presenta. En la pobreza y en los signos sacramentales del pan y del vino y
también en el cuerpo y en el espíritu de los más pobres, en la pobreza y en las
limitaciones de nuestras comunidades, en la oscuridad de tantas situaciones
difíciles en que vivimos, en la desolación de tantos hermanos nuestros
marginados.
Card. Carlo María
Martini
Como te escondiste Tú
en una migaja de Pan
haz que nosotros nos
escondamos
como humildes migajas
de Tu Misterio
en la grande artesa
del mundo
y así fermentar toda
la harina.
Averardo Dini
Nuestra
existencia puede tener varios puntos de partida y podemos darle diversos
enfoques. Podemos cifrarla toda sobre nuestras pertenencias y posesiones,
nuestro abolengo, nuestra parentela, nuestra profesión o nuestras realizaciones
y logros. Y ellos son, seguramente, excelentes ejes en torno a los cuales
podemos dejar que todo el sistema rote. La propuesta que nos hace nuestra fe –es
bien diferente- es hacer que todo el sistema de nuestra vida se remita e Dios.
Y, esa referencia a Dios no es de cualquier manera, es una referencia de
gratitud. Si, lo que nosotros experimentamos como razón de vida es dar gracias.
Podemos
con cierta facilidad mostrarnos agradecidos con las cosas agradables que nos
han llegado a suceder. Pero, ¿termina ahí la gratitud? Nuestra hipótesis de existencia
consiste en ver toda nuestra realidad, lo grato, lo feliz, lo hermoso como
“gran regalo”, pero también –aun cuando algunas de las experiencias vitales son
difíciles de sobrellevar, y con algunas de ellas nos sentimos sobrecogidos de
dolor, de espanto, de pena y, hay experiencias vitales que nos resultan
inexplicables, o todavía peor, inexplicablemente indeseables- la propuesta de
la fe, consiste en mostrarnos agradecidos frente a todas. Todas ellas son
regalo, a veces, misteriosamente dolorosos regalos, pero son vida. ¡La gracia
de la vida no es la dicha, la gracia de vivir es estar vivo, y aceptar cada
segundo y cada latido como oportunidad, como crecimiento, como -lo que son-
aceptarlos como vida!
Muchas
veces, nuestra mentalidad de niños caprichosos querría la vida como un glorioso
paseo por un jardín de rosas; pero siempre descubrimos que en el continuo del
regalo de la dicha, hay resaltos de pena, de dolor, de muerte. Nos revolvemos
con indocilidad con nuestra protesta contra esos momentos y esas facetas de
nuestra duración. Uno de nuestros gritos más rebeldes va –precisamente- contra la
limitación de nuestra duración.
Y,
sin embargo, este relieve de valles, mesetas, altas montañas y llanuras son el
paisaje natural de la vida. Vamos en nuestro decurso unas veces subiendo y
otras bajando y todo ello merece gratitud. ¡Saber recibir y agradecer lo
recibido constituye la medula del misterio de la vida! Esa globalidad holística
que abarca lo positivo y lo negativo, es la sincera formulación vital del “hágase
tu Voluntad”, es el secreto de la verdadera felicidad.
En
nuestro dialogo con la Trascendencia, la humanidad ha ido postulando diversidad
de actos de “acción de gracias”, variedad de expresiones de la gratitud.
Nuestra liturgia fue depurando una secuencia ritual, que el mismo Dios nos fue
revelando como su preferida acción de gracias, lo que a Él le complace. Ya
desde el principio, se mostró agradado con la sangre de corderos, pero también
desde el principio, nos fue insinuando un Sacrificio incruento, a la manera del
Sacerdote Melquisedec: donde las ofrendas fueran Pan y Vino. Así, el Señor de
la historia, el Dios que camina con nosotros y va delante en la Columna de Nube
durante el día y, en la Columna de Fuego, si caminamos durante la Noche, fue
revelando –detalle a detalle- la liturgia que le cautiva.
Así,
esta acción cultual se configuró y se instauró, como anamnesis del Hijo de
Dios, como revivificación de su Santo Sacrificio; y recibió su nombre
directamente del griego, la llamamos Eucaristía. No será fácil aprender a
agradecer –máxime cuando la cultura de la muerte es la cultura de la ingratitud-
pero ser agradecidos con nuestro Dios, Dueño y Señor de todo, que con Mano
Generosa y Ánimo Misericordioso da y reparte magnánimamente y que tiene
nuestros pobres nombres escritos en la Palma de su Mano, a Él el Honor y la
Gloria, la Alabanza y el más dulce Incienso, para Él vayan nuestras súplicas y
ruegos, nuestros cantos y nuestros himnos; permítenos –Oh Señor, cantarte y
glorificarte, y darte también gracias por permitirnos ser un pueblo que ora y
agradece en tu Presencia; y un pueblo que ofrece como holocausto, no el cuerpo
y la sangre de cualquier víctima, sino que según Tu Preferencia nos llegamos al
Altar con la Ofrenda de las Ofrendas: El Cuerpo, la Sangre, el Alma y la
Divinidad de Jesucristo, nuestro Redentor, tu Amado Hijo.
El
evangelio que leemos en esta fecha, en el ciclo A, está tomado de San Juan.
Cuando Dom Helder Câmara meditaba en torno a esta perícopa nos señalaba que: «En
cierto modo, tal vez hayamos insistido demasiada en la sola presencia
eucarística de Cristo, el cual tiene otras formas de estar presente. Por
ejemplo, en cierta ocasión dijo: “Cuando dos o tres estén reunidos en mi
nombre, allí estoy yo en medio de ellos.”
Recuerdo
que una buena religiosa hizo un día una larga caminata con el único fin de
llevarme a su hospital. “Padre”, me dijo, “he recorrido todo este camino porque
hace ya una semana que nos encontramos sin capellán y no he tenido la
posibilidad y la dicha de recibir a Cristo. ¡Y necesito recibir a Cristo! ¡Deme
la comunión, padre! Y, si es posible, proporciónenos un sacerdote…”
Le
di la comunión, naturalmente. Pero luego le dije: “Hermana, usted está día tras
día con Cristo vivo. Usted está con los enfermos, ¡y ellos son Cristo! Usted
está cuidando y tocando con sus manos a Cristo! ¡Es otra forma de Eucaristía,
otra presencia viva de Cristo, que completa su presencia eucarística!”»[1]
Podemos
celebrar a Dios en Jesucristo cuando somos conscientes que no sólo está en la
liturgia sino que su Misericordiosa compañía nos sale al paso porque Él celebra
nuestra vida cuando con ella lo servimos en cada uno de sus “pequeños”.
Dom
Helder decía sobre esta Presencia que «Tenemos la Eucaristía del Santísimo Sacramento:
la presencia viva de Cristo bajo las apariencias de pan y vino. Y tenemos
también la otra Eucaristía, la Eucaristía del pobre: ¿”apariencia” de miseria? ¡De eso nada! ¡La cruda realidad
del pobre!
Ya
sé que los teólogos hacen sus distinciones y dicen que no es exactamente lo
mismo…, que hay diferencia… Pero también sé que el Señor habrá de juzgarnos por
la manera en que hayamos sabido reconocerle y servirle en los pobres; y nos
dirá, “¡Allí estaba yo! ¡Yo era aquel pobre, y también el otro…! ¡Era yo!”»[2]
No
queremos de ninguna manera insinuar que lo uno re-emplace a lo otro: Lo Uno
siempre será lo Uno. La Sagrada Eucaristía es irreemplazable, no se puede
sustituir con la más pura y noble filantropía. No, lo que queremos resaltar es
la continuidad que hay de la Eucaristía con esos otros Encuentros con Jesús que
son la Eucaristía vivida, la Misión en acción. La eucaristía tiene un valor,
además, preparatorio, nos marca la tónica para vivir en clave de Jesucristo,
para hacer nuestra vida integra un vivir a la manera de Jesús; así cabe decir
que la Eucaristía nos conduce a vivir crísticamente, a superar la división, a
hacernos unidad en el Cuerpo Místico de Cristo, porque al nutrirnos de Jesús en
su Comunión nos vamos “saturando” de Él y fundiéndonos en Él hasta llegar a
compenetrarnos en Él.
Papa
Francisco lo pone así: «La Eucaristía nos recuerda además que no somos
individuos, sino un cuerpo. Como el pueblo en el desierto recogía el maná caído
del cielo y lo compartía en familia (cf. Ex 16), así Jesús, Pan del cielo, nos
convoca para recibirlo juntos y compartirlo entre nosotros. La Eucaristía no es
un sacramento «para mí», es el sacramento de muchos que forman un solo cuerpo.
Nos lo ha recordado san Pablo: «Porque el pan es uno, nosotros, siendo muchos,
formamos un solo cuerpo, pues todos comemos del mismo pan» (1 Co 10,17). La
Eucaristía es el sacramento de la unidad. Quien la recibe se convierte
necesariamente en artífice de unidad, porque nace en él, en su “ADN espiritual”,
la construcción de la unidad.»[3] No podemos vivir
divididos, unos que celebran y otros que viven su cotidianidad; sino, vivir
unificados en el continuo del minuto a minuto durante las 24 horas de cada día,
que ve-juzga-actúa-celebra.
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