Hch
1:1-11; Sal 46, 2-3.6-9. 8-9 (R.: 6); Ef 1:17-23; Mt 28:16-20
Podemos pues poner la
Ascensión como un “momento” teológico de exaltación que sigue a la
Resurrección, “momento” de comprobación de que Jesús no había muerto y se había
quedado así; luego resucitó pero tampoco se quedó así, simplemente resucitado,
sino que “pasó” a la Gloria de Dios y fue exaltado y, como lo dice el Credo,
“está sentado a la derecha de Dios Padre”.
¿Es
el momento de la separación? ¿Jesús se va? Ya los acompañó unos días, ahora,
¿ha sonado la hora de marginarse de la realidad y de la historia? Pero de estos
interrogantes surge inmediatamente otro más fuerte todavía: Entonces, ¿qué hay
de aquello del Emmanuel, del Dios-con-nosotros? ¿Fue que hasta ahí nos duró su
acompañamiento? El mismísimo Evangelio de este Domingo, en el que celebramos “La
Ascensión del Señor”, nos da la respuesta. Al terminar, concluye diciendo: ¡“sepan
que yo estaré con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo”!
Sólo
si tenemos claro que Jesús permanece entre nosotros y recordamos que “Su
fidelidad dura por siempre”, tiene sentido que en la Oración colecta de esta celebración pidamos estas dos cosas:
·
Exultar
con santa alegría, y
·
Regocijarnos
con piadosa acción de gracias.
La
propia oración colecta nos explica el motivo de esa alegría y de ese regocijo,
que tiene dos razones: Porque Cristo es nuestra victoria, y porque no se ha ido
sino que se ha sentado en el trono de Majestad desde donde nos comparte, nos
hace al decir de San Pablo, coherederos de su gloria; esta segunda afirmación
explica la primera, aclarando porque Él es “nuestra victoria”.
Si
nos apoyamos en el Salmo, -se trata del Salmo 46- entendemos que la Ascensión es de enorme alegría que en este texto se
expresa con “voces de júbilo y trompetas, y entonar el mejor de nuestros
cantos”, porque no es un alejamiento, no es un ausentarse, es el Ascenso para
sentarse en su Trono. Si, en efecto, no estamos hablando de separación, ni de
abandono, mucho menos de alejamiento; estamos hablando de “Entronización”,
entiéndase bien, ha “subido” a su Trono Santo, para reinar ¡sobre todas las
naciones! ¡Exultemos radiantes, cantemos y saltemos de júbilo, El Señor
asciende entre aclamaciones al son de trompetas!
Este
Salmo se clasifica entre los Salmos del reino: ¡YHWH reina! «Durante el
destierro en Babilonia (entre los años 587 y 538) los judíos habían asistido a
las fiestas en honor de Marduk, el dios nacional de Babilonia, y se habían
quedado impresionados de su magnificencia. Pero hay una diferencia esencial
entre esta entronización de Marduk y la de YHWH: la realeza se le confería cada
año al dios babilonio después de un combate ritual con el dragón Tiamat,
combate del que salía vencedor; pero a YHWH no puede nadie conferirle la
realeza que posee desde el origen (Sal 93, 2).»[1]
Esta
experiencia es clave en nuestra fe, es una experiencia que nos permite vivir la
esperanza. Anclados en el aquí y el ahora ¡nunca indiferentes, ni indolentes;
no estamos condenados a mirar hacia abajo, al contrario, esta Entronización que
celebramos nos conmina a mirar hacia arriba, a levantar nuestros ojos con la
fuerza de la fe y con la esperanza garantizada.
«Y
aquí viene una pregunta: ¿este mirar hacia arriba no nos podría tal vez
distraer de nuestro compromiso cotidiano, no hay quizás un poquito de reproche
en las palabras de los ángeles a los Apóstoles: “Hombres de Galilea, ¿qué hacen
ahí mirando el cielo?”»[2]
«La
escritura misma nos da la respuesta a este interrogante: “Este Jesús que les ha
sido arrebatado al cielo, vendrá así como lo han visto irse al cielo”.
Reflexionemos un momento juntos sobre el significado de estas palabras. Se
trata de ese Jesús que ha vivido entre nosotros, que recorrió los caminos de
Palestina que todavía hoy podemos recorrer en peregrinación; ese Jesús que,
hombre como nosotros, sufrió por las incomprensiones y gozó por la escucha de
su palabra; ese hombre Jesús que fue muerto por sus enemigos que atentaron
contra su vida y lo llevaron a la muerte; ese Jesús a quien Dios resucitó.
Jesús, aun siendo Hijo de Dios, vivió una experiencia de vida semejante a la
nuestra, desde el nacimiento hasta la muerte. Por esto nos dice la palabra de
Dios: “Les ha sido arrebatado al cielo”.
Es
uno de nosotros, uno que se hizo como nosotros, uno que conoce nuestra
experiencia. Con su presencia en el cielo, pues, también nuestra experiencia,
nuestra vida, nuestro deseo ha sido llevado junto a Dios….
…Jesús
esta allá también como hombre, en esa luz, en esa realidad perfecta que es el
Reino definitivo, la Jerusalén celestial, la ciudad de Dios, el lugar de la paz
y de la justicia perfecta, el lugar en donde todo es claro, libre.»[3]
Así
pues, nuestra respuesta y nuestro trabajo por forjar un mundo mejor, más
humano, que permita al ser humano su cabal realización, no nos exime de mirar
hacia el futuro del trans-mortal; más bien, mirar al horizonte y descubrir que
tras el velo del misterio está el cumplimiento de la promesa y saber que el que
promete -en este caso- es Fiel a su Palabra, nos alienta a vivir con mayor
coherencia y nos señala, a la vez, el derrotero que debemos tomar para que ese
mundo de justicia se pueda fraguar.
«Jesús
está junto a Dios, en el Reino perfecto, definitivo, y al mismo tiempo está con
nosotros, todos los días, está con su Iglesia; Jesús glorioso y poderoso está
en nosotros y con nosotros, está en nuestras manos para que podamos construir
una sociedad más justa, está en nuestra mente para que podamos reflexionar
sobre lo que es bueno y lo que es verdadero, está en nuestro corazón para que
podamos elegir lo que lleva a la vida y al amor.»[4]
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