Hch
6, 1-7; Sal 32, 1-2. 4-5. 18-19 (R.: 22); 1Pe 2, 4-9; Jn 14, 1-12
Él es el Norte, el Centro
y el Eje
La
centralidad de Jesús, su importancia como eje existencial, el hecho de ser
respuesta a todas nuestras preguntas es esencia y fundamento de nuestra fe. Y
sin embargo, “importancia” y “centralidad” tienen que ser explicados y
entendidos para que signifiquen algo, para que sea –más que una frase de cajón
o una fórmula verbal que pretende decirlo todo y no dice nada- un eje práctico,
aplicable, orientador, para que ser cristiano sea un llenar de sentido lo que
de otra manera es un sin-sentido. En los momentos cruciales de nuestra vida
cobra protagonismo la urgencia de entender cómo
es Jesús eje, meta, modelo y respuesta de los grandes interrogantes que
la vida nos plantea.
Jesús
es importante porque Él es Camino, Verdad y Vida. Jesús es una forma de vida,
Jesús es inspiración para superar el gran vacío del “individualismo”. Jesús nos
articula con los más cercanos, con nuestros prójimos, superando la abstracción
del humanismo que idealiza al “Hombre” pero trata con desprecio y hasta con
crueldad al ser de carne y hueso, al que está allí con nosotros, vive y sufre a
nuestro lado, ese que no siempre colma nuestras expectativas, especialmente
porque no es como nos lo imaginamos. Jesús nos muestra su cercanía, su
aprobación, por el hombre con su lepra, con sus vicios y “pecados”, no nos
habla de un hombre perfumado, emperifollado, nos habla de pescadores, de
“funcionarios” estatales que recaudan impuestos, de prostitutas, de seres
capaces de “traición”, en fin, escoge como última compañía, la de bandidos y
muere a su lado. Y, sin embargo, todo lo ha hecho y todo lo ha apostado,
precisamente por ellos. «Khalil Gibran escribe en el profeta: “A menudo escucho
que os referís al hombre que comete un delito como si él no fuera uno de
vosotros, como si fuera un extraño y un intruso en vuestro mundo. Más yo os
digo que de igual forma que el más santo y el más justo no pueden elevarse por
encima de lo más sublime que existe en cada uno de vosotros, tampoco el débil y
el malvado puede caer más bajo de lo más bajo que existe en cada uno de
vosotros”.»[1]
Viene al caso tenerlo muy presente porque sobre esa potencialidad, tanto para
el bien como para el mal, duerme nuestra solidaridad humana, que es la raíz de
la fraternidad; aún el más “monstruoso pecador” lleva en sus venas algo de
nuestra sangre, esa genética que nos enlaza como hermanos, misma genética –que
a pesar de todo- nos permite, llegado el caso, decir Abba, dirigiéndonos a
nuestro Creador y Amantísimo Padre.
Jesús
nos propone, sin embargo, un proyecto no cerrado sobre esos cercanos, su
propuesta no es ni exclusivista ni excluyente; no se conforma dentro de los
límites de la cercanía; se abre, propone llegar más allá, ir donde otros, donde
los diferentes, porque tienen otro idioma, quizás otra manera de vestir y de
pensar, hábitos y costumbres diferentes. Pero su propuesta es “Llevar la Buena
Noticia (εὐαγγέλιον) a todas las criaturas”; no se limita a un pueblo, ni a una
raza, su amplitud es la de los brazos abiertos, la de la acogida al que es
“diferente”, por todos los rincones del mundo (κόσμον). Es una propuesta
católica (léase universal).
El
da su vida, su propia vida para que nosotros tengamos vida, se entrega, sin
guardarse nada. Su generosidad no da lugar a “cajas fuertes”, no escatima, no
reserva nada, no se guarda, no esconde, ni acapara, supera con creces todo
egoísmo, toda avaricia. Se da, se entrega. Y, precisamente da su vida para que
nosotros tengamos vida, no cualquier clase de vida, sino vida a manos llenas,
vida pletórica, plena y plenificada. La que Él nos propone es una vida
abundante, sin menoscabos. “Yo he venido para que tengan vida, y para que la
tengan en abundancia” (Jn 10, 10b). Entrega la propia para comunicar vida a los
demás; para que los demás puedan gozar de la felicidad de estar vivos. Hasta el
extremo de dar, no una vida provisional, sino dar la vida con continuidad
ilimitada, la vida eterna. Por eso decimos sobre Él que ha vencido sobre la
muerte y que la muerte ya no tiene dominio sobre Él cfr. (Rm 6, 9). Comiendo su
carne y bebiendo su sangre, adquirimos vida nueva y participamos en la Resurrección
(cfr. Jn 6, 54).
Él
es “la Verdad”, pero una vez más, nada de abstractos. No es ni un tratado de
filosofía, ni un diccionario, ni una enciclopedia. Ni siquiera escribió por su
puño y letra alguna obra. Él se auto-propone –porque el Padre nos lo ha propuesto-
como desciframiento de todos los enigmas, como contestación a los
interrogantes, como norte en nuestro mapa. Sus acciones nos permiten formulas
decisiones para nuestro quehacer vital-existencial. Su verdad es tal que nosotros al obrar
podemos lícitamente preguntarnos cómo lo habría hecho Él o qué habría hecho en
tal o cual situación, y sin dudarlo, proceder encon el mismo estilo, con estilo
Cristico.
Sin
embargo, pensar y decidir según la manera de Jesucristo tiene un condicionante:
Habernos compenetrado con Él, lo que logramos sencillamente por medio de un
doble ejercicio a) la lectura y meditación muy frecuente de la Sagrada
Escritura, meditación que no es un ejercicio de solo yo existo, de leer e
interpretar según mi gusto, mi capricho, mi modo de ver y entender; ¡no!, se
trata de procurar una lectura comunitaria, con el apoyo de un grupo Bíblico, de
un sacerdote, de ti párroco, de un catequista debidamente preparado; y, b)
rogar al Espíritu Santo para que me conduzca, me ilumine, me regale para esa
lectura el Don de la Sabiduría.
Si
adoptamos otra forma de leer puede llegar a ser, inclusive, peligrosa,
desorientadora, más malo el remedio que la propia enfermedad. Lecturas
solitarias –en vez de conducirnos por la vía salvífica- pueden sentenciarnos,
definitivamente, al extravío. Y no olvidemos nunca que los documentos más
confiables para conocer a Jesús son los Evangelios y el Nuevo Testamento
integro, que nos habla de Él, aun en forma indirecta, mencionando lo que sus
discípulos vieron y compartieron, y que Él les enseñó.
El Cuerpo Místico de
Cristo (Señor, que sea capaz de salir de mi cascarón)
Jesús
conquistó la vida eterna, no para sí mismo, porque Él ya la poseía desde toda
la eternidad; la consiguió para nosotros, para compartirla. Así es todo lo de
Dios, Quien nada necesita puesto que es el Dueño de todo y de nada carece, pero
todo lo que tiene lo dona, Dios es generosidad, es abundancia, es plenitud.
Así
nos incorpora en Sí, nos rescata y nos une a Él, nuestras vidas pasan a ser
vida en Él, nuestro ser se hace célula de su Cuerpo Místico. Él es –para seguir
una comparación arquitectónica- la piedra angular, pero nosotros tenemos la
oportunidad de entrar a formar parte de ese Edificio-Viviente, pasando a ser
Piedras vivas.
«Señor, Dios, que vienes a mí,
concédeme la gracia de sentirme y de
vivir
como piedra viva de tu santo templo.
Concédeme la voluntad
de tomar parte en la vida de tu
Iglesia
para caminar junto a ti y a mis
hermanos
sin inútiles nostalgias
y con los ojos bien abiertos hacía el
futuro.
Concédeme, Señor, la fuerza
para salir cada día de mi cascarón
para estar presente y participar
activamente
donde se crea la vida,
donde se concretiza el amor,
donde se construye el camino de la
libertad,
donde se ensancha el espacio de la
justicia,
donde se hacen brillar hasta las migajas
de la verdad,
donde se engrandecen
las habitaciones de la esperanza, de
tal manera que contribuya
al nacimiento de un mundo unido
como Tú estás unido al Padre y al Espíritu
Santo,
como Tú estás unido a cada uno de
nosotros,
sin importar que estemos dispersos por
el mundo.
Amén.[2]
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