Éx 32, 7-11. 13-14;
Sal 50, 3-4. 12-13. 17. 19; Tim 1, 12-17; Lc 15, 1-32
Los fariseos
pretendían encerrar al hombre y su vida en la ley. El fariseo hoy no resiste la
tentación de manipular la vida con todos los cálculos de previsión pero esto ya
no es vida humana,…
Arturo Paoli
Nos
encontramos ante estas maravillosas páginas bíblicas. En ellas podemos
contemplar la Revelación del Rostro Misericordioso del Padre. Refiriéndose a la
parábola –que conocemos tradicionalmente como “parábola del Hijo Prodigo”- dice
Dom Helder Câmara: «Esta es una historia inmortal. Una historia intemporal,
válida para siempre. Una historia que habla de la comprensión del Señor para
con la debilidad humana.»[1]
En
la Primera Lectura –una página tomada del Éxodo- nos hallamos frente a un Padre
que, decepcionado de sus hijos, reniega de ellos… Pero, allí está su amigo
humano, que –como si fuera la otra mitad de su corazón- le exige fidelidad con
su criatura, (criatura con quien contrajo un compromiso de responsabilidad, al
liberarlo de su esclavitud en Egipto). Esa es como la contracara de la paternidad,
cuando damos vida, ¡nada para ahí!, esa vida nos exige, nos reclama, nos
compromete a asumirla.
Moisés
hace ese reclamo al Señor, le requiere la Alianza sustentada en la Promesa de
Dios para con Abrahán, Isaac y Jacob. ¡Reflexionemos aun otro poco! Esta historia
está contada para nosotros, forma parte de las enseñanzas de Dios para su
Pueblo; lo que Dios quiere mostrarnos es la fidelidad de su Corazón, que Él
siempre desistirá de castigarnos. Entonces, ¿es mentira que Moisés haya
intercedido? ¡Sí, él le pidió! Lo que creemos es que Dios siempre “creará” un
Intercesor, siempre tendrá reservadas entre sus criaturas unas criaturas-fieles
cuyo sentido de vida será la fidelidad de abogar por los “pervertidos” para que
tengan oportunidades de re-versión.
La
perfección de la Creación radica en que siempre tendrá quienes soliciten y den motivo
para sostener la fidelidad, porque siempre hallará, al menos una decena, que
justificará que la “ciudad” no sea destruida. Estará Noé, o, recientemente está
Jesús -el Intercesor por antonomasia-, y está Santa María, que dice: “No se
turbe tu corazón, no temas esa ni ninguna otra enfermedad o angustia. ¿Acaso no
estoy aquí yo, que soy tu madre? ¿No estás bajo mi sombra? ¿No soy tu salud?
¿No estás por ventura en mi regazo?… ”.
Los
Santos, de todos los tiempos, personifican ese “medio corazón de Dios” que
clama por nosotros los caídos. Ellos son las criaturas que Dios se ha formado
para “no olvidar jamás” que Él nos sacó de las tinieblas “con gran poder y
vigorosa mano”.
También
San Pablo, a su manera, es un “hijo pródigo”, y entra en esta pléyade de los Intercesores
que el Antiguo Testamento llama “justos”. Él nos relata en la perícopa de la
Carta a Timoteo –Segunda Lectura de este Domingo XXIV Ordinario(C)- cómo lo
rescató Jesús de la ignorancia, y por pura gratuidad lo llenó de fe y amor. San
Pablo reconoce su condición de pecador pero, a la vez, nos descubre el perdón
de Jesús que lo convirtió, para hacer de él un “ejemplo”. Es doblemente
ejemplar porque a) anuncia y proclama el Nombre Salvífico de Jesús, y b) vive
la coherencia de su fe y su amor. De tal manera queda incluido en la “Comunión
de los Santos”, en la sucesión de los “Intercesores”, nuestros “abogados” en la
causa celestial.
Vayamos
sobre el Evangelio. Como la paternidad es una “relación” no está configurada de
una vez por todas sino que es una entidad en crecimiento, en desarrollo. Este
desarrollo es bilateral, crece de parte de Dios y crece de parte del
hijo-humano. Se mueve desde la condición del hijo que se rebela hasta su
“conversión. «…el concepto de conversión está bastante deformado en nuestra
cultura cristiana. Conversión quiere decir cambiar de actitud, cambiar de punto
de vista. Pero también es pasar de un yo que se siente “sucio, comprometido con
el pecado, a un super-yo, es decir, pasar de un “yo perdido” confundido en la realización de sí
como proyecto, a un yo falso… su pseudoconversión consiste en despojarse del
ropaje de lobo, para endosarse uno de cordero. Un ropaje de todos modos, algo
que no es propio. La verdadera conversión es la que nos vuelve a la realidad,
es el descubrir y el aceptar verdaderamente lo que somos, y por esto la
conversión en el Evangelio es representada a menudo como un abrir los ojos,
como un ver. Imprevistamente esta cosa pequeña, desordenada, incoherente, que
es nuestra vida se siente penetrada por un grande y misterioso amor»[2].
Nos
podemos preguntar ¿por qué el Padre aceptó partirle la herencia? ¿Por qué no lo
detuvo? Quizás haya algún padre que hubiera resuelto la situación dándole a su
hijo una soberana paliza, otro quizás lo habría “regalado para el cuartel”,…
pero la mayoría habría dudado mucho antes de dejarlo partir, o –a lo sumo- lo
habría mandado pelado, sin cinco centavos en el bolsillo, negándole lo que
–mientras el Padre estuviera vivo, no tendría por qué reclamar.
Es
–por decir lo menos- impactante descubrir que este Padre de la parábola acepta
darle su parte y sin ofrecer resistencia, le permite marcharse. «La paternidad
nueva, la relación nueva no es una decisión que toma el padre al regreso de una
conferencia, es una decisión del hijo. Se debería hablar de una “filiación
responsable”. A los padres se les puede hablar de una paternidad responsable,
como aceptación de la pobreza del límite, de la ‘desaparición’. “Es necesario
que Él crezca y que yo disminuya”… desde cierto ángulo, la paternidad es
opresión porque mantiene a la persona en lo indefinido. … Le impide el
despertar, el erguirse como persona, lo que sólo se puede dar como proyecto… Es
necesario romper esta dependencia para descubrirse verdadero, en un mundo real.
Para descubrir a Dios como otro distinto de sí y no una proyección de sí,
no queda otro medio que descubrirse a sí mismo como “otro diferente de Dios”.»[3]
«¿Por
qué se va de la casa? Es la afirmación del yo lanzado a desidentificarse del
padre, a ser alguien, a conquistar su libertad independientemente del padre… El
amor, de cualquier manera, exige la libertad absoluta, sin la cual no se puede
dar. Si el hijo no hubiese ‘negado’ al padre, y si el padre no hubiese aceptado
ser ‘negado’, ¿se habría dado esta libre opción en el amor?... En el contexto del Evangelio, Dios no aparece
como el padre que atranca la puerta para que los hijos no salgan de noche, sino
como luz que alumbra, como brújula que orienta al hombre en sus opciones, que
no lo abandona en el ejercicio riesgoso de la libertad, y que crea nuevas
perspectivas de liberación, rehaciendo los epílogos que parecían desastrosos…
La aventura del hijo pródigo termina bien no porque va del decaimiento moral a
la dignidad recuperada, sino porque va de un ‘no-sentido’, a un ‘sentido’.»[4]
¿Cuál
es ese no-sentido del que viene? De su alienación, vive narcotizado en la
idolatría del poder, el valer y el tener. Esos son los basamentos estructurales
sobre los que se ha erigido una cultura idolatra, cultura de un pueblo de
cabeza dura (testadura), que se fabricó “un becerro de metal”. «El Evangelio
habla de alguien que está muerto, perdido. No suavicemos estas palabras tan
fuertes y verdaderas. Era necesario que el ‘poder’, el ‘valer’ y el ‘tener’, es
decir, la personalidad, la historia del padre, se hicieran verdaderamente
suyas, pasasen a sus manos y por esta crisis de destrucción y de muerte, para
que él, el hijo, pudiese hacerse ‘otro’. Se verifica el fin del haber porque
dilapida toda su riqueza, del valer porque de hijo rico pasa a ser porquerizo,
del poder porque nadie lo recibe y se descubre en una soledad terrible… Podemos
vivir toda la vida alienados en el poder, en el valer, en el tener del padre,
en una especie de estuche cómodo en el que hemos nacido.»[5].
No
perdamos de vista el contexto de estas parábolas que Dios nos da, para este
Domingo: recordemos que Jesús empezó a predicar todo esto a raíz de las
murmuraciones de los fariseos y los escribas. Digamos que son enseñanzas ‘anti
farisaicas’. «El antifariseísmo, como oposición a un “derecho adquirido” a una
herencia carnal. La simpatía hacia quienes son capaces de cambio, hacia quienes
“abren un agujero en el techo”, “tironean el borde del manto”, “trepan al
árbol”, en polémica con el orgullo estático de quienes no toman iniciativas
porque se creen en su derecho.»[6]
«Me
niego a considerar este episodio como la ‘parábola del perdón’: el libertino
que hace cualquier cosa, y el padre que finalmente lo perdona. Para mí en su
sentido global es la parábola del amor, de la relación. El hijo que ha salido
de la casa no es un ‘perdonado’, es un ‘resucitado’. … La ‘salida del pecado’
para el cristiano, no es la certeza de ser lavado, blanqueado, es una
resurrección en la que se debe hacer evidente un cambio radical en la línea del
amor, de la relación; es recibir la capacidad del otro… … Este es el eterno
problema: cada uno de nosotros está dispuesto a dejarse quemar vivo, pero
ninguno de nosotros está dispuesto a ‘recibir del otro’. Es el problema de la
autoridad, de la ancianidad, del poder. Es el problema del mundo de los
‘publicanos’ y ‘fariseos’, es decir , el de los ‘ricos’ en el valer, en el
poder, en el tener, contra el cual se enfrenta enérgicamente Cristo. El hombre
nuevo no es el viejo remendado, el viejo después de un tratamiento hormonal: es
el muerto que ha resucitado, el que se había perdido y se ha reencontrado.»[7]
[1]
Câmara, Dom Helder. EL EVANGELIO CON DOM HELDER. Ed. Sal Terrae Santander
España 1985. p. 137
[2]
Paoli, Arturo. LA PERSPECTIVA POLÍTICA DE SAN LUCAS. Ed Siglo XXI Editores Bs.
As. Argentina 1973. p. 106
[3]
Ibid p. 105. 104.
[4] Ibid p. 97. 101-103
[5]
Ibid. p.107. 109
[6]
Ibid p. 97
[7]
Ibid pp. 113. 110. 112.
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