πλεῖον ἀγαπήσει αὐτόν
2S 12, 7-10. 13; Sal 31,
1-2. 5. 7. 11; Gal 2, 16. 19-21; Lc 7, 36-8, 3
Aquella mujer estaba
tocando a un hombre, estaba tocando a Dios que se dejaba acariciar.
Milton Jordán Chigua
Circulan
toda una serie de cuentos-parábolas de raigambre oriental que, no solamente nos
dan mucha tela de donde cortar, sino que, además, nos proporcionan un rico
material de reflexión. Tomando como referencia las Lecturas de este XI Domingo
Ordinario del ciclo C, nos vino a la memoria la siguiente:
«Dos monjes zen iban cruzando un río. Se
encontraron con una mujer muy joven y hermosa que también quería cruzar, pero
tenía miedo. Así que un monje la subió sobre sus hombros y la llevó hasta la
otra orilla.
El otro monje estaba furioso. No dijo nada pero hervía por dentro. Eso estaba prohibido. Un monje budista no debía tocar una mujer y este monje no sólo la había tocado, sino que la había llevado sobre los hombros.
Recorrieron varias leguas. Cuando llegaron al monasterio, mientras entraban, el monje que estaba enojado se volvió hacia el otro y le dijo:
-Tendré que decírselo al maestro. Tendré que
informar acerca de esto. Está prohibido.
-¿De qué estás hablando? ¿Qué está prohibido? -le dijo el otro.
-¿Te has olvidado? Llevaste a esta hermosa mujer
sobre tus hombros -dijo el que estaba enojado.
El otro monje se rió y luego dijo:
El otro monje se rió y luego dijo:
-Sí, yo la llevé. Pero la dejé en el río, muchas
leguas atrás. Tú todavía la estás cargando...»
Hasta aquí el cuento. Mostremos ahora el
paralelismo con las Lecturas. En el Evangelio nos encontramos con Jesús que es
“tocado” por una mujer “de mala vida”, que le acaricia los pies mientras se los
baña con sus lágrimas y se los seca con su propio cabello, se los besaba y con
aceite los ungía. Es una escena de amor “desmesurado”. Visto desde un ángulo es
una mujer que se “atreve” a tocar a un hombre; esta mujer en el relato es
juzgada por “Simón” el fariseo -que había invitado a Jesús a su casa para
atenderlo con una cena. Simón la cataloga como “una pecadora”.
Desde el ángulo de observación opuesto está
Jesús: También es juzgado y sentenciado: ¡No es profeta! ¡Ese es el veredicto!
¿Por qué es juzgado? Pues, ¡porque se deja tocar! Mientras Simón esperaba “el
rechazo”, “el desprecio”, la “marginación”. En cambio, Jesús le permite, la
deja, no teme, no evade, no muestra desconfianza. En general, no piensa que el
contacto lo va a dejar “impuro”.
Pero ¡no! La pasividad con la que Jesús se deja
hacer nos trae a la mente la frase del profeta Isaías: “…no abrió su boca; como
cordero que es llevado al matadero, y como oveja que ante sus trasquiladores
permanece muda”(Is 53, 7cd); sin embargo, la pasividad es una reacción
decidida, brota de una toma de posición, Jesús decide dejarse hacer, lo cual es
–por lo demás- un gesto de “aceptación”, de “acogida”, de apertura”, de
respuesta amorosa porque amor con amor se paga. Todavía hay un “acto” más rico
y poderoso de parte de Jesús: Jesús le perdona los pecados. Al amor que ella
ofrece, Jesús le retorna la más gigantesca, colosal y Divina respuesta: ¡el
perdón! La perícopa del salmo inicia “Dichoso aquel que ha sido absuelto de su
culpa y su pecado.” Bendita bienaventuranza para aquella amadora.
Claro que es una respuesta Divina, que -de
verdad- sólo Jesús podía otorgar. Cuándo los invitados se preguntan “Quién es
Aquel que hasta los pecados perdona” están diciendo sin decirlo que ¡cómo se
atreve, si perdonar pecados sólo es facultativo de Dios! La fe hoy nos permite
ratificar: ¡Quién mejor que Él, si Jesús es el Amado del Padre, su Unigénito!
Seguramente dos rasgos del actuar de la mujer le
permitieron a Jesús visualizar el trasfondo de sus acciones: No acercarse por
delante, como buscando ser vista, ser reconocida, llamar la atención; sino que
la manera de aproximarse es furtiva, viene y se pone “detrás”. Por otra parte,
sus abundantes lágrimas. Este par de pistas hablan de un proceso de cambio, de
conversión, de arrepentimiento. Ya antes de llegar a aquel comedor, el corazón
de esta penitente venía preparado, vestida de sayal y con la cabeza cubierta de
ceniza.
A esta modestia unida al recato se contraponen
los arrogantes pensamientos del fariseo. Su soberbia lo lleva a creerse “justo”
así como a arrogarse el derecho a juzgar.
Todo el cuadro es una escena de amor: amor que
viene, amor que se retorna: Diálogo de acciones amorosas donde las palabras se
hacen innecesarias. Se refieren a la frase paulina de la Segunda Lectura: “… el
Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí”.
«Me encanta el modo tan sencillo de Jesús de
aceptar el gesto y el amor de esa pobre criatura humana, de esa hermana…
¡Hemos exagerado tanto el problema del pecado…!
¡Somos tan fariseos…! Aplicamos a los demás la
etiqueta de “pecador” como si nosotros mismos no tuviéramos pecado. ¿Quién
puede arrojar la primera piedra?
El pecado no es lo que los otros puedan decir que
nosotros hemos hecho. El pecado es lo que nos dice nuestra conciencia: “¡Has hecho
mal! ¡No deberías haber actuado así”»[1]
Aun cuando cabe añadir que hay conciencias
adormecida capaces de “hacer la vista gorda” con sus propios pecados. Ahí
tenemos la situación de David, en la Primera Lectura, que había conseguido
adormecer su consciencia, a tal punto, que necesitó el auxilio del profeta
Natán para concienciar su doble pecado: haberle quitado a Urías el hitita su
esposa, Betsabé, y después haber fraguado su muerte.
Gravísimo pecado, pese a lo cual Dios no desiste
de su amor. ¡He ahí nuestra confianza! El veredicto de Dios es entregado por
boca del Profeta Natán: El Señor te perdona tu pecado. No morirás” (2 S12, 13).
Así, una vez más las Lecturas nos hablan del amor irrevocable de Dios.
Ese amor perfecto que nos viene de Dios y que
nosotros gastamos la vida entera en aprender a reconocer, aceptar y entrar en
sintonía con Él para poderlo corresponder –desde nuestras limitaciones-,
contiene la clave esencial de nuestra fe. En la Carta a los Gálatas leemos hoy,
que “el hombre no llega a ser justo por cumplir la ley… pues si uno pudiera ser
justificado por cumplir la ley, Cristo habría muerto en vano.” Una ruta de la
fe –que es, como lo acabamos de ver, la ruta equivocada- es el fetichismo de la
ley, que siempre estamos tentados a tomar, en aras de ser fieles. San Pablo nos
lo está revelando con todas las letras, la ruta certera es la del Amor. Vivir
en el amor, movernos en el Amor, sumergirnos en el Amor de Dios, no temar la
crítica, ni la burla, ni los juicios, ni las persecuciones, sino rebozar de
amor, gozarnos la locura del amor; amar a Dios en cada flor, en cada paisaje, en
cada prójimo, en cada bocanada de aire. Cantar, bailar, saltar de amor. Porque
el Amor es el Don precioso de Dios, el ejercicio de su paternidad, es la manera
que Él tiene de velar por sus hijos ¡Oh Padre Nuestro! «Nos vamos a morir sin
aclarar cuál es el mayor de tus dones, si el de que Tú nos ames o el de que nos
permitas amarte.»[2] Y es que el amor no es
sólo el mandamiento perfecto sino que es ya, por sí solo, la felicidad.
Pero hay una enseñanza más en las Lecturas de
hoy. Es el gigantesco paso que da el cristianismo frente a la manera excluyente
del judaísmo respecto al papel de la mujer. Está en el fragmento de la perícopa
de hoy en el Evangelio de Lucas, los versos 8, 1-3. Las mujeres son
incorporadas al grupo base fundacional de la Iglesia. Pero, no se pierda de
vista que todo el Evangelio gira en torno a la mujer que “fue la que amó más”,
si la referimos a Simón que tan sólo lo invitó a cenar y no le ofreció agua
para los pies, ni le dio el beso del saludo, ni le ungió la cabeza con aceite.
En nuestra Iglesia, la mujer está puesta lado a lado con los hombres y, no es
adventicio que rindamos culto de hiperdulía a Santa María Madre de Dios y Madre
nuestra teniéndolo por abogada ante su Hijo: «María, la Virgen, la Madre, nos
enseña qué es el amor y dónde tiene su origen, su fuerza siempre nueva. A ella
confiamos la Iglesia, su misión al servicio del amor:
Santa María, Madre de Dios,
tú has dado al mundo la verdadera luz,
Jesús, tu Hijo, el Hijo de Dios.
Te has entregado por completo
a la llamada de Dios
y te has convertido así en fuente
de la bondad que mana de Él.
Muéstranos a Jesús. Guíanos hacia Él.
Enséñanos a conocerlo y amarlo,
para que también nosotros
podamos llegar a ser capaces
de un verdadero amor
y ser fuentes de agua viva
en medio de un mundo sediento»[3].
tú has dado al mundo la verdadera luz,
Jesús, tu Hijo, el Hijo de Dios.
Te has entregado por completo
a la llamada de Dios
y te has convertido así en fuente
de la bondad que mana de Él.
Muéstranos a Jesús. Guíanos hacia Él.
Enséñanos a conocerlo y amarlo,
para que también nosotros
podamos llegar a ser capaces
de un verdadero amor
y ser fuentes de agua viva
en medio de un mundo sediento»[3].
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