Zac 12, 10-11; 13, 1;
Sal 62, 2. 3-4. 5-6. 8-9; Gl 3, 26-29; Lc 9, 18-24
Jesús no me necesita,
pero yo me siento muy feliz de que me quiera como discípulo.
William A. Barry s.j.
“Hay que soltar el
miedo y ser fiel…”
Del Himno de la XXXI Jornada
Mundial de la Juventud
El
Evangelio que leemos en este XII Domingo Ordinario (C), nos presenta a Jesús
que formula, no una, sino dos preguntas. Es una mayéutica-dialéctica: no sólo
pregunta: Τίνα με οἱ ὄχλοι
λέγουσιν εἶναι “¿Quién dice la gente que soy yo? Sino que, en segundo lugar,
pregunta: Ὑμεῖς δὲ τίνα με λέγετε εἶναι “Y, ustedes quien dicen
que soy yo?”. La respuesta, pues, no es única, es una dupla. Lo que entendamos
es el resultado de la tensión dialéctica entre ambas respuestas.
«Se ha hecho la pregunta. Es la cuestión más inquietante de
la historia.
La identidad de Cristo no puede sino despertar conflictos,
sobre todo en el hombre consigo mismo.
Porque la acogida de Jesús no es una posibilidad de la vida:
es la opción sobre la que se juega la vida en la raíz y para siempre.
El reconocimiento de su misterio se convierte en proyecto del
hombre.
Lucas, al presentar este sondeo de opinión hecho
sorprendentemente por Jesús, tiene ante los ojos a los interlocutores directos
del misterio galileo, una comunidad proveniente del mundo pagano… La comunidad
cristiana de Lucas corre continuamente el riesgo de perder su identidad…
La salvación podría venir de la fuerza política (Hch 17, 7);
o de la confianza en los ídolos construidos a imagen del hombre (Hch 17,16); o
simplemente de la razón, la sabiduría de los filósofos, la ilusión más
inmediata y más a la mano (Hch 17, 18).
La tentación, pues, es continua: en la comunidad lucana y en
los directos interlocutores de Jesús.
Hasta la persona más grande del mundo y más decisiva de la
vida, sino entra en las elecciones concretas de la existencia, termina por
convertirse en un pleonasmo inútil.
Y la sustitución es inmediata. Ningún hombre puede permanecer
sin modelos y sin proyectos.
Si Cristo se decolora en el fondo de la memoria apremian
otras hipótesis: el encanto ambiguo de una salvación, de una vida que viene del
poder, tal vez no como potencia extraña, sino como mitización de la fuerza y
como necesidad de seguridad.
La promesa que viene de los ídolos, con la tentación de un
dios hecho a imagen del hombre que tolere todo, sin ninguna exigencia moral o
ideal.
Pero sobre todo la alternativa a la muerte de la fe, como
proyecto de Dios, es el hombre que busca en el espejo del futuro sólo a sí
mismo. Este es el ídolo último que morirá.»[1]
En la primera respuesta lo que tenemos es una
comprensión “lógica” –en ese contexto histórico- aquella “gente”. ¿Qué otra
cosa podían ver con sus ojos físicos? Pues veían en Él un “profeta”. Esta era
una categoría entendible entre ellos: en esa época, desde su experiencia de fe,
«… una categoría que estaba disponible como clave interpretativa a partir de la
tradición de Israel.»[2],
les permitía entender que Dios les hablaba por interpuesta persona, puesto que
ellos no podían hablar con Dios directamente sin que se les causara la muerte.
Varias veces vemos que al sospechar haber estado ante la Presencia, la reacción
era de miedo, de espanto, el terror natural cuando se piensa que enseguida vamos a morir. La segunda, habla de un “Ungido”,
-como tanto hemos insistido- ellos visualizaban al Mesías como un Rey que
restablecería la época dorada davídica.
El
pueblo judío conoció los profetas y el profetismo; las Escrituras les
reportaban el mensaje entregado por ellos –como mediadores- de una revelación. En
la actualidad, «Quizá se tenga una visión del profeta y de la profecía un tanto
anacrónica y desenfocada, fruto de los clichés que la imaginación de escritores
y artistas nos han presentado, así como por el desconocimiento de lo que es la
profecía tal como la entiende y la vive la Iglesia. Ni es adivinación del
futuro, ni predicción de acontecimientos, ni videncia intemporal, ni fenómenos
extraordinarios y paranormales…. En la profecía hay siempre una denuncia
explícita o implícita de todo aquello que va contra el honor de Dios y la
dignidad del hombre»[3]
Estamos
llegando en el Evangelio de Lucas a un punto crucial. Es un punto de giro,
punto álgido en la vida de Jesús: Pasar de la primera parte, (que va del verso
4, 14 al verso 9, 50), donde vemos a Jesús presentado como un profeta amigo de
pescadores; a la segunda, (que va del verso 9,50 al verso 19, 28) y donde Jesús
subirá a Jerusalén mostrándose como Mesías que cumple las señales y maravillas
predichas para el Esperado: La perícopa que nos ocupará este Domingo está
ubicada en este Evangelio entre la “Multiplicación de los panes y los peces” y
–vendrá a continuación en el Evangelio de San Lucas- la Transfiguración (que
continua la respuesta de Jesús sobre Quien es Él) y la sanación del muchacho
que estaba poseído por un espíritu malo.
El
primer detalle que nos entrega la perícopa es que “Un día Jesús se había ido a
un lugar apartado para orar y estaban sus discípulos con él. Les hizo esta
pregunta: ‘¿La gente, quien dice que soy yo?’”. La sensación que experimentamos
es que Dios Padre en su dialogo con el Hijo, le manda a “evaluar” el
cumplimiento de la misión encomendada preguntándole a sus discipulos: ¿Veamos
hasta qué punto se ha llegado en el encargo confiado?
Cabe
aquí dar una pequeña definición de la oración, como para saber de qué se trata.
«Orar es pedir, y alabar, y agradecer, y suplicar perdón, y, sobre todo,
meterse en la mente y en el corazón de Dios y aprender a ver y a sentir las
cosas como Dios las ve y las siente. Es como adquirir la mentalidad de Dios… La
razón, el verdadero motivo por el que el hombre no medita, no reza, no hace
oración, está en que tiene miedo de presentarse ante Dios. No porque crea que
Dios lo va a castigar, sino porque sabe que le va a exigir, que le va a
complicar la existencia, que le va a pedir que cambie tantas cosas en su vida.
Esta es la verdadera razón»[4]. Es cierto, ¡el hombre no
se hace orante porque tiene pereza y miedo al compromiso! Lo que se nos ha enseñado
en nuestra cultura es ese tipo de indisciplina que consiste en hacer mi
voluntad y seguir sólo los dictados de la “superficialidad”. A nada tenemos más
miedo-pereza que a tener que ser coherentes con “la Palabra de Dios”. Por el
contrario, vivimos en un patrón social que predica la comodidad de “lo único
obligatorio es hacer lo que a usted se le venga en su real capricho y, dejar
que los otros hagan otro tanto”. Y, para dar un fértil campo de cultivo a estas
ideologías de la cómoda laxitud, proclamamos el fin de las ideologías y el
nacimiento de una era de consensos espontáneos que no tienen –por ende- ningún
compromiso de perdurabilidad más allá de los que impongan las reglas del
mercado, en fin, el paraíso de la subjetividad pura (pero que no aspira a
ninguna pureza).
En
cambio, nuestra fe propone un consenso estable, el amor como vía para la
construcción del proyecto social que, nosotros denominamos, Reino de Dios,
porque se funda sobre el “ver y sentir las cosas como Dios las ve y las
siente”. Cómo hacerlo todo y pensarlo todo desde la mentalidad de Dios.
A
esto somos invitados, el texto evangélico lo dice: “Si alguno quiere
seguirme…”. Es una propuesta que apela a tu voluntariedad, fíjate “si quieres”,
no nos dice que tengamos que seguirlo, no, ¡de ninguna manera!
«Ni siquiera Jesús
identifica la propia vocación y el propio destino con su voluntad: sino que
está la objetividad de otro proyecto, el del Padre. Todo lo que el Padre ha
querido y ‘todo lo que ha sido escrito respecto del hijo del hombre se
cumplirá’. (Lc 18, 31)
Un proyecto pues de
auto-trascendencia que se extiende y se desarrolla en un largo y difícil viaje
hacia la Pascua.
Palabra, gestos,
doctrina y “signos” entretejen el único proyecto que Jesús realiza con
‘decisión’ (v.51)
Su subida concreta de
Galilea hacia Jerusalén es un decidido caminar al encuentro de la cruz y hacia
la consumación de una oferta viva: la de su vida entregada para ‘siempre’.
Sólo ‘entregada’ así
su vida se convierte en la historia en fuente de humanidad nueva, reencontrada
con él dentro de la más inaudita experiencia del mundo: la alegría de la
Pascua.
A este “si” de Jesús,
fuente y modelo de todo seguimiento, responde la reluctancia del discípulo, que
solamente poco a poco se convierte en “si”, y con fatiga.
Los discípulos han
decidido arriesgar. Pero se fatigan al decir “si” de nuevo “si” cada día, y
pasar de un seguimiento proclamado a un seguimiento vivido (Lc 17, 25; 18, 34;
19, 11; 22, 37, 24, 5.25).
En la intuición del
primer instante está la valentía del riesgo; si después se presenta el riesgo
del cálculo, termina el seguimiento… seguir a Cristo significa asumir todo el
grueso de la existencia con la rudeza de una cruz ferial para volver a empezar
cada día.»[5]
«Pero
así como no sabemos quién es Dios si no lo descubrimos a través de Jesús,
tampoco sabemos realmente lo que es la oración, la pobreza, la fraternidad o el
celibato, sino a través de la manera como Jesús realizó esos valores. Jesús no
es sólo un modelo de vida; es la raíz de
los valores de la vida… todo seguimiento de Jesús comienza por el conocimiento
de su humanidad, de los rasgos de su personalidad y de su actuar, que
constituyen de suyo las exigencias de nuestra vida cristiana.
Este
conocimiento, sin embargo, no es el resultado de la pura ciencia bíblica o
teológica, sino de un encuentro en la fe y en el amor, propios de la sabiduría
del Espíritu y de la contemplación cristiana. Se trata de conocer al Señor que
seguimos “contemplativamente”, con todo nuestro ser, particularmente con el
corazón. Como un discípulo y no como un estudioso. Como un seguidor y no como
un investigador…no conocemos a Jesús sino en la medida en que buscamos
seguirlo. El rostro del Señor se nos revela en la experiencia de su
seguimiento.»[6]
[1]
Masseroni, Enrico. MAESTRO ¿DÓNDE VIVES? Ed. San Pablo Santafé de
Bogotá-Colombia 1993. pp. 46-48
[2]
Benedicto XVI JESÚS DE NAZARET. Ed. Planeta. Bogotá –Colombia 2007 p. 342
[3]
Amigó Vallejo, Carlos. CIEN RESPUESTAS MÁS PARA TENER FE. Ed. Planeta.
Barcelona-España 2003 pp. 31-32
[4] Amigó,
Carlos. QUIERO CONOCER MEJOR A DIOS. Ed. Planeta Documentos/217. Impreso en
Colombia. 1988 pp. 99-100
[5] Masseroni, Enrico. Op. Cit. pp. 73-74
[6] Galilea,
Segundo. EL SEGUIMIENTO DE CRISTO. Ed. San Pablo. Santafé de Bogotá D.C. 1999
p. 23
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