sábado, 23 de mayo de 2015

A CADA UNO NOS HABLA EN NUESTRO PROPIO IDIOMA


Hech 2,1-11; Sal 103; I Cor 12,3b-7.12-13; Jn 20,19-23

κἀγὼ ἐρωτήσω τὸν Πατέρα καὶ ἄλλον Παράκλητον δώσει ὑμῖν ἵνα ᾖ μεθ’ ὑμῶν εἰς τὸν αἰῶνα,
Y yo rogaré al Padre que les envíe otro Paráclito (Abogado) que esté con ustedes siempre,…
Jn 14, 16

La acción del Espíritu Santo es la extraordinaria respiración cotidiana de la Iglesia.
Card. Carlo María Martini

Jesús nos ha dado el Espíritu; ya nos prevenía que nos convenía que Él se “fuera” porque de no ser así no vendría el Παράκλητος “Consolador”, en cambio, si Él se “iba” nos lo enviaría (Cfr. Jn 16, 7). Quizá se podría interpretar como si mientras su Presencia Corpórea estuviera el Espíritu estaría como condensado en su Presencia, y habiendo “partido”, esa “condensación” en Él, no sería más precisa y se podría “repartir” entre los miembros de su Cuerpo Místico, es decir entre sus discípulos. Así como lo proponía el domingo de la Ascensión, Él no se va sino que permanece porque se queda en quienes serán sus representantes en lo sucesivo. Pero su Presencia se “Celestializa” para “sentarse” a la Derecha del Padre, es decir para retomar su “manera de ser” propia, la de la Divinidad, que es forma espiritual. Por eso entendemos la Ascensión como una “entronización” de Jesús con una imagen “real”, como un Rey que se sienta en su Trono, porque el Trono significa su poder, su autoridad; y, como Primer Ministro, va y se sienta a la Derecha. Pero todo esto es una imagen para darnos a entender esa verdad prácticamente inexpresable, porque indecible, de la realidad Divina. No se va, pero ya no se aparece más en forma corpórea, sin embargo, su forma “inmaterial” se queda y jamás –óigase bien- jamás nos abandonará.


Vamos entonces arribando al concepto de “inhabitación” porque -ya lo dijo Jesús- en Jn 14, 23 que vendrían a hacer su morada en nosotros: ἐλευσόμεθα καὶ μονὴν παρ’ αὐτῷ ποιησόμεθα. Nosotros nos convertimos en su μονὴν “vivienda”, “habitación”, “morada”; recordémoslo, con una sola condición, amar a Jesús guardando su Palabra. Pero hay diversas maneras de acoger un huésped. Cabe la posibilidad de darle alojamiento, como a regañadientes, como “ahí hay un cuarto, duerma y, mañana bien temprano me hace el favor y desocupa”. Una segunda manera es permitirle que se quede, inclusive, de manera indefinida, pero “usted verá” total indiferencia, total desinterés, su vida y la nuestra va por distintos cauces, simplemente es un extraño habitando en nuestra casa. Otra manera es la manera acogedora, llena de interés y de fraternidad, que comparte y se interesa, que es invitado a sentarse a la mesa con nosotros y a integrarse a la vida familiar y cuyo bienestar nos mueve a procurarle las mejores condiciones de estadía.

Pues bien, cabe preguntar, respecto del Espíritu Santo ¿qué hospitalidad le prodigamos? Cuando nos enfrentamos a esta pregunta nos viene a la mente la pregunta de Jesús a San Pedro: “Pedro ¿me amas?” Porque la única manera de acoger al Huésped con lujo de detalles es que sea un huésped amado. Por eso, en el lobby se preguntará tres veces al anfitrión: Fulano de tal, ¿me amas?

Vienen entonces los criterios para clasificar (y repartirle las estrellas a los anfitriones): Acepta a Jesucristo como su Señor y Dios, sería el primer criterio, el segundo sería, la actividad de esa aceptación en términos de gracia, que se traduce en amor: Simón, hijo de Jonás, ¿me amas más que éstos? Como recordamos al leer Jn 21, 15-19, la cosa no se queda en palabras, ni se trata de un asunto episódico, el amor es una  manera de vivir e implica un compromiso en términos pastorales: “Apacienta mis corderos”, “Pastorea mis ovejas”, “apacienta mis ovejas”. El amor se ha entregado para una praxis pastoral. Se trata de un “envío” donde Jesús con la misma autoridad que el Padre nos envía. Un compromiso de fraternidad con el “prójimo” en términos de cuidado como el de un pastor con su rebaño, de defensa, de desvelo, de protección. Pero, además, de integración, de unidad, porque no se trata de ovejas desparramadas, cada una por su lado, “cada loco con su tema”, ¡no!, se trata de estructurar las relaciones entre ellas, de pulir sus aristas, de vivir el sentido de “comunidad”, de hermanarse y aunarse como “pueblo”, de brindarse fraternidad y servicio en la unidad. Unidad es una de las caras de la fraternidad, se es verdadero hermano cuando hay “comunión”, no en la dispersión. Retomemos la figura de Sn Ireneo de Lyon, que nos ve como harina en polvo con la cuál el Espíritu Santo alcanzará la unidad del Pan. Hilvana perfectamente con una idea de Benedicto XVI que –en sus tiempos de Cardenal- distinguía ya la arcaica idea de “Pueblo de Dios” necesitada de ser trascendida en la de “Cuerpo de Cristo”.

También es inspiradora para adentrarnos en el misterio Pentecostal, visualizar la continuidad del amor del Padre que, después del Verbo, entrega el “testigo” al Espíritu Santo, que lo recibe en relevo. Así se intuye al leer en continuidad el Evangelio y los Hechos que –no en vano- han sido llamados en varias ocasiones el Evangelio del Espíritu Santo. Enfatizamos que no es una “edad del Espíritu” entendida como un cese de Jesucristo (Quien como sabemos es Señor de la Historia, el mismo Ayer, Hoy y Siempre), sino la perdurable fidelidad del Padre que sigue donando su Amor al ser humano.

Los dones que el Espíritu Santo entrega al individuo, están concretizados para la Comunidad, en dos Dones: la Sagrada Escritura y los Sacramentos. En especial la liturgia de Pentecostés alude al Bautismo y al Sacramento de la Conversión.

La Primera Lectura concluye: “…hemos sido bautizados en un mismo Espíritu para formar un solo cuerpo”.


En el Evangelio la conclusión concede a los Discípulos la autoridad absolutoria: “Reciban el Espíritu Santo. A los que les perdonen los pecados, les quedaran perdonados…” y es que el Amor, y el proceso de construir Comunidad requiere como instrumento maestro, el perdón. El Perdón es el bálsamo restaurador que sana y limpia, reconcilia y restituye. Sin embargo cuando el sacramento es visto como confesión, se concentra excesivamente en la enumeración de los “pecados”, y cuando es visto como sacramento de la reconciliación se obsesiona en la recuperación de la amistad con Dios que nunca interrumpe su Amistad; seguramente nuestra fragilidad humana y esa propensión a tornar la falta en hábito, requiere que el énfasis sea puesto en su carácter de Sacramento de la Conversión, para concentrarnos en el cambio que nos es necesario para no reincidir, y en los factores del propósito de la enmienda para “nunca más pecar y apartarnos de todas las ocasiones de ofenderle”. Cambiar es lo más urgente para irnos Cristificando, y es que el propósito básico del Espíritu Santo es que cada día seamos más “Hombres Nuevos” a  imagen de Jesucristo.




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