Hech 2,1-11; Sal 103; I Cor
12,3b-7.12-13; Jn 20,19-23
κἀγὼ ἐρωτήσω τὸν Πατέρα καὶ ἄλλον Παράκλητον δώσει ὑμῖν
ἵνα ᾖ μεθ’ ὑμῶν εἰς τὸν αἰῶνα,
Y yo rogaré al Padre
que les envíe otro Paráclito (Abogado) que esté con ustedes siempre,…
Jn 14, 16
La acción del
Espíritu Santo es la extraordinaria respiración cotidiana de la Iglesia.
Card. Carlo María
Martini
Jesús
nos ha dado el Espíritu; ya nos prevenía que nos convenía que Él se “fuera”
porque de no ser así no vendría el Παράκλητος
“Consolador”, en cambio, si Él se “iba” nos lo enviaría (Cfr. Jn 16, 7). Quizá
se podría interpretar como si mientras su Presencia Corpórea estuviera el
Espíritu estaría como condensado en su Presencia, y habiendo “partido”, esa
“condensación” en Él, no sería más precisa y se podría “repartir” entre los
miembros de su Cuerpo Místico, es decir entre sus discípulos. Así como lo
proponía el domingo de la Ascensión, Él no se va sino que permanece porque se
queda en quienes serán sus representantes en lo sucesivo. Pero su Presencia se
“Celestializa” para “sentarse” a la Derecha del Padre, es decir para retomar su
“manera de ser” propia, la de la Divinidad, que es forma espiritual. Por eso
entendemos la Ascensión como una “entronización” de Jesús con una imagen
“real”, como un Rey que se sienta en su Trono, porque el Trono significa su
poder, su autoridad; y, como Primer Ministro, va y se sienta a la Derecha. Pero
todo esto es una imagen para darnos a entender esa verdad prácticamente
inexpresable, porque indecible, de la realidad Divina. No se va, pero ya no se
aparece más en forma corpórea, sin embargo, su forma “inmaterial” se queda y
jamás –óigase bien- jamás nos abandonará.
Vamos
entonces arribando al concepto de “inhabitación” porque -ya lo dijo Jesús- en
Jn 14, 23 que vendrían a hacer su morada en nosotros: ἐλευσόμεθα
καὶ μονὴν παρ’ αὐτῷ ποιησόμεθα. Nosotros nos convertimos en su
μονὴν “vivienda”, “habitación”, “morada”; recordémoslo, con una
sola condición, amar a Jesús guardando su Palabra. Pero hay diversas maneras de
acoger un huésped. Cabe la posibilidad de darle alojamiento, como a
regañadientes, como “ahí hay un cuarto, duerma y, mañana bien temprano me hace
el favor y desocupa”. Una segunda manera es permitirle que se quede, inclusive,
de manera indefinida, pero “usted verá” total indiferencia, total desinterés,
su vida y la nuestra va por distintos cauces, simplemente es un extraño
habitando en nuestra casa. Otra manera es la manera acogedora, llena de interés
y de fraternidad, que comparte y se interesa, que es invitado a sentarse a la
mesa con nosotros y a integrarse a la vida familiar y cuyo bienestar nos mueve
a procurarle las mejores condiciones de estadía.
Pues bien, cabe preguntar, respecto del
Espíritu Santo ¿qué hospitalidad le prodigamos? Cuando nos enfrentamos a esta
pregunta nos viene a la mente la pregunta de Jesús a San Pedro: “Pedro ¿me
amas?” Porque la única manera de acoger al Huésped con lujo de detalles es que
sea un huésped amado. Por eso, en el lobby se preguntará tres veces al
anfitrión: Fulano de tal, ¿me amas?
Vienen entonces los criterios para clasificar
(y repartirle las estrellas a los anfitriones): Acepta a Jesucristo como su
Señor y Dios, sería el primer criterio, el segundo sería, la actividad de esa
aceptación en términos de gracia, que se traduce en amor: Simón, hijo de Jonás,
¿me amas más que éstos? Como recordamos al leer Jn 21, 15-19, la cosa no se
queda en palabras, ni se trata de un asunto episódico, el amor es una manera de vivir e implica un compromiso en
términos pastorales: “Apacienta mis corderos”, “Pastorea mis ovejas”,
“apacienta mis ovejas”. El amor se ha entregado para una praxis pastoral. Se trata
de un “envío” donde Jesús con la misma autoridad que el Padre nos envía. Un
compromiso de fraternidad con el “prójimo” en términos de cuidado como el de un
pastor con su rebaño, de defensa, de desvelo, de protección. Pero, además, de
integración, de unidad, porque no se trata de ovejas desparramadas, cada una
por su lado, “cada loco con su tema”, ¡no!, se trata de estructurar las relaciones
entre ellas, de pulir sus aristas, de vivir el sentido de “comunidad”, de
hermanarse y aunarse como “pueblo”, de brindarse fraternidad y servicio en la
unidad. Unidad es una de las caras de la fraternidad, se es verdadero hermano
cuando hay “comunión”, no en la dispersión. Retomemos la figura de Sn Ireneo de
Lyon, que nos ve como harina en polvo con la cuál el Espíritu Santo alcanzará la
unidad del Pan. Hilvana perfectamente con una idea de Benedicto XVI que –en sus
tiempos de Cardenal- distinguía ya la arcaica idea de “Pueblo de Dios” necesitada
de ser trascendida en la de “Cuerpo de Cristo”.
También es inspiradora para adentrarnos en el
misterio Pentecostal, visualizar la continuidad del amor del Padre que, después
del Verbo, entrega el “testigo” al Espíritu Santo, que lo recibe en relevo. Así
se intuye al leer en continuidad el Evangelio y los Hechos que –no en vano- han
sido llamados en varias ocasiones el Evangelio del Espíritu Santo. Enfatizamos
que no es una “edad del Espíritu” entendida como un cese de Jesucristo (Quien
como sabemos es Señor de la Historia, el mismo Ayer, Hoy y Siempre), sino la
perdurable fidelidad del Padre que sigue donando su Amor al ser humano.
Los dones que el Espíritu Santo entrega al
individuo, están concretizados para la Comunidad, en dos Dones: la Sagrada Escritura
y los Sacramentos. En especial la liturgia de Pentecostés alude al Bautismo y al
Sacramento de la Conversión.
La Primera Lectura concluye: “…hemos sido
bautizados en un mismo Espíritu para formar un solo cuerpo”.
En el Evangelio la conclusión concede a los Discípulos
la autoridad absolutoria: “Reciban el Espíritu Santo. A los que les perdonen
los pecados, les quedaran perdonados…” y es que el Amor, y el proceso de
construir Comunidad requiere como instrumento maestro, el perdón. El Perdón es
el bálsamo restaurador que sana y limpia, reconcilia y restituye. Sin embargo
cuando el sacramento es visto como confesión, se concentra excesivamente en la
enumeración de los “pecados”, y cuando es visto como sacramento de la
reconciliación se obsesiona en la recuperación de la amistad con Dios que nunca
interrumpe su Amistad; seguramente nuestra fragilidad humana y esa propensión a
tornar la falta en hábito, requiere que el énfasis sea puesto en su carácter de
Sacramento de la Conversión, para concentrarnos en el cambio que nos es
necesario para no reincidir, y en los factores del propósito de la enmienda
para “nunca más pecar y apartarnos de todas las ocasiones de ofenderle”.
Cambiar es lo más urgente para irnos Cristificando, y es que el propósito
básico del Espíritu Santo es que cada día seamos más “Hombres Nuevos” a imagen de Jesucristo.
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