Is 25, 6-10a; Sal 22,
1-6; Flp 4, 12-14.19-20; Mt 22, 1-14
XXVIII Domingo Ordinario
(A)
«Aquí
encontramos una situación paradójica: hay un rey que ofrece un banquete de
bodas; el banquete es bueno, los bueyes y los animales gordos ya han sido
sacrificados. No es algo que suceda todos los días en Oriente. Además, en ese
tiempo no había neveras, y cuando se mataba los animales había que comerlos
todos y pronto; después, durante meses no se comía carne. La situación tenía
que ser muy atractiva para hombres acostumbrados a comer escasamente durante la
semana; es una ocasión privilegiada por la dignidad de quien invita: no todos
los días se casa un hijo del rey. La invitación, pues, es muy grande; por eso
resalta mucho más la negativa: “ellos no quisieron ir”
Más
adelante dice: “No se preocuparon”. Es algo verdaderamente paradójico,
no sucede nunca que ante una tal invitación la gente diga: no, no me interesa.
Por lo menos buscará excusas: no estoy, tengo graves motivos. Pero decir: no me
interesa, es absurdo. Jesús insiste en
la paradoja: “Se fueron cada uno a su campo, a sus negocios”. Es un
comportamiento inconcebible; ¿por qué Jesús narra una parábola tan
extraña? Es una actitud que en realidad nunca sucede! Pero este hecho extraño e
inconcebible sucede en nosotros que amamos más nuestras costumbres.
En el fondo, ¿cómo razona esta gente? Metámonos dentro de su propio
pellejo: para ir a la fiesta hay que cambiarse de vestido, ¡se encontrará gente
nueva! No tengo ganas, más bien me quedo así, con el vestido viejo y voy a
trabajar, estoy acostumbrado al trabajo, mi jornada es así… Por tanto se trata
de la fuerza de una rutina: ¿para qué cambiar, hacer algo distinto,
tener molestias? Además, yo no soy capaz de estar en sociedad, con esa gente
importante, príncipes, no me siento cómodo…
…No
se dice que los invitados hagan cosas malas: van a su trabajo, al campo, claro
que es algo más difícil que ir al banquete. Pero el día siempre se ha pasado
así y ni siquiera viene a la mente que se pueda hacer algo distinto, que se
pueda estar alegres en compañía, por ejemplo.
Con
este procedimiento paradójico Jesús nos hace comprender cuánto puede haber en
nosotros de esta rutina que nos tapa los ojos y que nos hace creer que no puede haber nada distinto. ¿Para qué
cambiar? ¡Así estamos bien! Por eso Jesús nos pone esta espada en nuestro
corazón diciéndonos: ¿no te sucede también a ti que no quieres probar algo
distinto?
Esto
se puede aplicar a diversas situaciones nuestras. Les pongo un ejemplo que
puede ser significativo. ¿Cuántos de nosotros que vivimos en Roma, nos habíamos
dado cuenta, al bajar de tren en la Estación Termini, que había allí
vagabundos, gente que dormía en los bancos, debajo de los pórticos? Todos nos
habíamos dicho: ¿y qué se puede hacer? Es gente que vive así, no hay nada que
hacer. Cada uno se iba para su casa, hasta pensando que sería muy hermoso hacer
algo, pero… Ninguno de los millones de romanos, que se bajaban del tren por la
noche en Termini, en los años pasados, había tratado de hacer algo.
Lo
que más impresiona es que en Roma hay muchos institutos de caridad, específicamente
dedicados al servicio de los pobres, pero ninguno de ellos se había puesto
el problema… Se necesitaba que viniera de muy lejos Madre Teresa de Calcuta,
para darse cuenta que había que hacer algo. Ahora mucha gente se mueve, ayuda,
da material, alimento, prepara y ofrece alojamientos. Pero antes ninguno había
comprendido que algo se podía hacer, parecía inútil, un problema demasiado
grande, sin solución.»[1]
[1]
Martini, Carlo María Cardl. EVANGELIO ECLESIAL DE SAN MATEO. Ed San Pablo
Santafé de Bogotá – Colombia 1996 p. 52-53.
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