Is 60, 1-6; Sal 72(71),
1-2. 7-8. 10-11. 12-13; Ef 3, 2-3a. 5-6; Mt 2, 1-12
Señor, soy un hombre
que viene desde lejos,
que recorrió caminos
soleados,
rutas difíciles,
golpeadas por la tempestad.
Soy, Señor, un hombre
inquieto,
Insatisfecho de lo que
soy y de lo que tengo,
siempre en busca de
algo
capaz de dar sentido a
mi vida y a mi esperanza.
Averardo Dini
En
nuestra amistad con Dios, en nuestro proceso de discipulado hay al menos dos
etapas esenciales: conocer al Unigénito y llegar a contemplar su hermosura
infinita. La Oración Colecta de este Domingo, nos conduce a este enfoque; le da
un sentido -no sólo a la fecha litúrgica- sino a la trayectoria que vamos a
compartir a lo largo del Año. Hagamos pasar esa petición doble, a través del prisma
del Concilio Vaticano II. Confrontemos con la Sacrosanctum
Concilium: para la Iglesia
se trata de celebrar, a través del año, la obra Salvífica desarrollando todo el
misterio de Cristo, su Encarnación, su Natividad, hasta la Ascensión,
Pentecostés y, proyectarse hacia la Parusía, para ofrecernos los méritos
santificadores de manera continuada a todos los miembros que pertenecemos a la
Esposa Mística y alcanzar su Gracia. (Cfr. SC #102)
Dios
ha escogido encarnarse en un momento histórico preciso y en un lugar geográfico
determinado. Jesús, el Mesías anunciado, ya en la Sagrada Escritura se mostraba
como una promesa para todos los pueblos; su reinado no habría de tener límites,
“…de mar a mar se extenderá su reino y (desde el Rio Éufrates hasta) [de un
extremo] al otro de la tierra.” Sal 72(71), 8.
San
Pablo en su carta a los Efesios, dice: “…por el Evangelio, también los paganos
son coherederos de la misma herencia, miembros del mismo cuerpo y participes de
la misma promesa en Jesucristo, que no es patrimonio judío exclusivo, sino
herencia universal. San Pablo afirma refiriéndose a los paganos: "Lo que
de Dios se puede conocer, está en ellos manifiesto: Dios se lo manifestó.
Porque lo invisible de Dios, desde la creación del mundo se deja ver a la
inteligencia a través de sus obras: su poder eterno y su divinidad" (Rm
1,19-20; cf. Hch 14,15.17; 17,27-28; Sb 13,1-9).
San
Agustín nos dice sobre la epifanía de Dios a través de su Creación:
"Interroga a la belleza de la tierra, interroga a la belleza del mar,
interroga a la belleza del aire que se dilata y se difunde, interroga a la
belleza del cielo [...] interroga a todas estas realidades. Todas te responde:
Ve, nosotras somos bellas. Su belleza es su proclamación (confessio). Estas bellezas sujetas a cambio,
¿quién las ha hecho sino la Suma Belleza (Pulcher), no sujeta a cambio?" (Sermo 241, 2: PL 38, 1134). Sin embargo, en
las condiciones históricas en que se encuentra, el hombre -criatura caída-
experimenta muchas dificultades para conocer a Dios con la sola luz de su
razón:
«A
pesar de que la razón humana, sencillamente hablando, pueda verdaderamente por
sus fuerzas y su luz naturales, llegar a un conocimiento verdadero y cierto de
un Dios personal, que protege y gobierna el mundo por su providencia, así como
de una ley natural puesta por el Creador en nuestras almas, sin embargo hay
muchos obstáculos que impiden a esta misma razón usar eficazmente y con fruto
su poder natural; porque las verdades que se refieren a Dios y a los hombres
sobrepasan absolutamente el orden de las cosas sensibles, y cuando deben
traducirse en actos y proyectarse en la vida exigen que el hombre se entregue y
renuncie a sí mismo. El espíritu humano, para adquirir semejantes verdades,
padece dificultad por parte de los sentidos y de la imaginación, así como de
los malos deseos nacidos del pecado original. De ahí procede que en semejantes
materias los hombres se persuadan de que son falsas, o al menos dudosas, las
cosas que no quisieran que fuesen verdaderas (Pío XII, Humani generis: DS 3875).
Por
esto el hombre necesita ser iluminado por la revelación de Dios, no solamente
acerca de lo que supera su entendimiento, sino también sobre "las verdades
religiosas y morales que de suyo no son inaccesibles a la razón, a fin de que
puedan ser, en el estado actual del género humano, conocidas de todos sin
dificultad, con una certeza firme y sin mezcla de error" (ibid., DS 3876; cf. Concilio Vaticano I: DS
3005; DV 6; santo Tomás de Aquino, S.Th. 1, q. 1 a. 1, c.).
Podemos
resumir diciendo que Dios se nos revela y se manifiesta a través de la
creación, sin embargo, nuestra visión se haya como “entorpecida”, como
“incapacitada” por el pecado; en su Misericordia Él ha establecido otros
“canales” para que nos podemos acercar, para que lo podemos conocer, porque Él
no quiere esconderse, no quiere burlarse de nosotros ocultándose; por el
contrario, Él “primerea” como dice el Papa Francisco con su neologismo, Él se
da a conocer, se ofrece, nos sale al encuentro. Ese hacerse el encontradizo es
una “epifanía”
permanente.
Jesús
es la mayor revelación que Dios ha hecho a la humanidad, y Jesús vino al mundo
y vagó por las aldeas y ciudades, por los campos y por las calles, de Él
podemos decir –al leer los evangelios- que se hacía el encontradizo, que le
salía al paso a las personas. Se encontró con la Samaritana y charló con ella
en el brocal del pozo, se “encontró” con Mateo y lo llamó, se encontró con
Andrés y con Pedro, también con Felipe, al día siguiente. Se hizo el
encontradizo con Zaqueo, que esperaba verlo pasar subido en un árbol. Se hizo
el encontradizo con los leprosos, con la mujer que sufría de hemorragias, con
los paralíticos y con los ciegos, que lo llaman a gritos: “Jesús, hijo de
David, ten compasión de mí” Mc 10, 47; y, así podríamos continuar, porque Él se
deja encontrar, como lo hemos dicho antes, Él no se esconde, no da la espalda,
Él nos ha sido entregado.
El
Sacramento central, el eje de nuestra vida, es la mismísima Eucaristía - nuestro
Belén sacramental porque Belén es “Casa de Pan”- en Ella Él se nos entrega: la
suya es entrega inerme, entrega total, para que lo devoremos. Cuando –algunas
personas lo reciben en la mano- al tenerlo en el cuenco de nuestra mano, lo
descubrimos totalmente Inerme Indefenso, Dominado, Víctima. Tratemos de
recordarlo cuando ha estado así en “nuestras manos”, en ese momento de absoluta
docilidad parece decirnos: “haz conmigo lo que tú quieras”, o “trátame como tu
voluntad decida”. Enlacemos con la perícopa del Evangelio que leemos en esta
fecha: en primer término, Jesús, que nos ha sido dado; luego Herodes, unos
μάγοι ἀπὸ ἀνατολῶν “magos de oriente”, los sumos sacerdotes, los escribas, y
María. Jesús y María están allí juntos, entregados, juntos inermes, juntos
ofrecidos. María, como siempre, al cuidado de su Hijo. Bajo amenaza, condenados
-desde ya- a persecución y a desplazamiento forzoso.
Herodes
por su parte, se siente amenazado, dice hipócritamente querer saber dónde está
el Mesías para ir a “adorarlo”, este es Herodes el “sobresaltado”, junto con
todo Jerusalén. Si el Recién Nacido es Rey de los Judíos entonces representa
para él una amenaza, una “competencia”: «En el año 7 a.C., Herodes había hecho
asesinar a sus hijos Alejandro y Aristóbulo porque presentía que eran una
amenaza para su poder. En el año 4 a. C. había eliminado por la misma razón
también a su hijo Antípater (cf. Stuhlmacher, p. 85)»[1]
Por
su parte los Sacerdotes y los escribas al ser consultados dan perfectamente las
señas de la cuna del Mesías, pero –parece increíble- «Estos tiene la respuesta
exacta. Mueven los ojos sobre las Escrituras, pero estas no mueven sus pies
hacia el Señor.»[2]
El paralelismo en nuestras vidas es –como mínimo- alarmante. ¿Cuántos de
nosotros conocemos las Escrituras, sabemos las respuestas exactas, pero no se
nos mueven los pies, ni las manos, ni el corazón?... nos hallamos ante esta
dualidad entre vida y conocimiento; el conocimiento ha sido esterilizado, se la
ha amputado cualquier “fertilidad”, la mente maneja datos, pero los datos no
generan vida, son información muerta; o, muchas veces, aún peor, generan
quietismo, son freno, generan alienación, letargo, indiferencia.
Están,
por otra parte, los Magos de Oriente, «No pertenecían al pueblo de Israel y por
tanto no estaban entre el pueblo elegido y privilegiado del que tanto se valían
los fariseos para discriminar a los que no eran de su raza. ¡Pero eran
buscadores! Ni toda la ciencia, ni todo el conocimiento que habían acumulado en
sus vidas, les habían servido para darle esperanza y propósito a sus vidas;
ahora estaban frente a un misterio: un rey hecho niño. Estos sabios representan
a los inquietos de hoy, a los que buscan, a los que se dejan sorprender por lo
pequeño y sencillo, a los que aún tienen capacidad de asombro ante los milagros
que suceden todos los días frente a nuestros ojos…»[3]
Estos
sabios son una modelo, un tipo para nosotros. Nos hacen una propuesta, una
oferta. Ellos buscan en las estrellas, en la naturaleza en la creación; pero
también buscan en las Escrituras: han visto surgir su estrella (en la
naturaleza, señal cósmica) pero saben que es el rey de los judíos (lo cual han
sabido por las Escrituras). Por eso ellos describen al “buscador”. Sin embargo,
ellos no se limitan a buscar verdades “científicas”, buscan las “verdades” más
trascendentes, están buscando al Mesías, al Anunciado, al Vaticinado, al
Esperado, buscan tener “el encuentro”.
Y, a diferencia de los sacerdotes y los escribas, ellos se ponen en camino, se
desinstalan, se desacomodan, se toman molestias, viajan grandes distancias en
un momento histórico en el que viajar requería “fastidiarse”, “correr riesgos”.
Aquí vienen a cuentas y se acomodan perfectamente unas palabras del Papa
Francisco en la Evangelii Gaudium:
#20. “En la Palabra de Dios aparece permanentemente este dinamismo de «salida»
que Dios quiere provocar en los creyentes. Abraham aceptó el llamado a salir
hacia una tierra nueva (cf. Gn 12,1-3). Moisés escuchó el llamado de Dios: «Ve,
yo te envío» (Ex 3,10), e hizo salir al pueblo hacia la tierra de la promesa
(cf. Ex 3,17). A Jeremías le dijo: «A dondequiera que yo te envíe irás» (Jr
1,7). Hoy, en este «id» de Jesús, están presentes los escenarios y los desafíos
siempre nuevos de la misión evangelizadora de la Iglesia, y todos somos
llamados a esta nueva «salida» misionera…”
Más
adelante, en el numeral 23, nos dirá que: “La intimidad de la Iglesia con Jesús
es una intimidad itinerante, y la comunión «esencialmente se configura como
comunión misionera». Fiel al modelo del Maestro, es vital que hoy la Iglesia
salga a anunciar el Evangelio a todos, en todos los lugares, en todas las
ocasiones, sin demoras, sin asco y sin miedo. La alegría del Evangelio es para
todo el pueblo, no puede excluir a nadie. Así se lo anuncia el ángel a los
pastores de Belén: «No temáis, porque os traigo una Buena Noticia, una gran
alegría para todo el pueblo» (Lc 2,10). El Apocalipsis se refiere a «una Buena
Noticia, la eterna, la que él debía anunciar a los habitantes de la tierra, a
toda nación, familia, lengua y pueblo» (Ap 14,6).”
Jesús, los reyes magos, buscando entre
las estrellas,
descubrieron la tuya y la siguieron.
Haznos descubrir tu presencia en medio
del ruido
y de nuestros ajetreos cotidianos.
Jesús, muéstranos tu estrella,
danos fuerza y valor para seguirla.
Jesús, ayúdanos a ser pequeñas y alegres
estrellas
para guiar y conducir a otros hasta ti.
Amén.
[1] Benedicto
XVI, LA INFANCIA DE JESÚS. Ed. Planeta, Bogotá – Colombia
2012. p.113
[2] Fausti,
Silvano. UNA COMUNIDAD LEE EL EVANGELIO DE MATEO. San Pablo. Bogotá-Colombia.
2ª reimpresión 2011. p. 27
[3]
Pulido, Luis Alfredo . mccj. UNA NAVIDAD CONTRACORRIENTE. En revista
IGLESIA SINFRONTERAS. # 361. Dic 2012. pp. 46-48
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