Si 35, 15-17. 20-22; Sal
34(33); 2 Tim 4, 6-8. 16-18; Lc 18, 9-14
Del mismo modo que los
signos externos del amor sólo tienen sentido cuando brotan realmente de un amor
verdadero, asimismo, la oración sólo es válida cuando supone y despierta la fe
y la caridad.
Juan Llopis
¿Quiénes
son los incrédulos? son aquellos que no están dispuestos a ceñirse a una
“disciplina”; que no están disponibles para desplazarse a las “periferias
(existenciales), para “poner en el centro” a otro distinto de sí mismo. ¡Ay de
los altaneros y de los prepotentes! Pero muchos –si no todos- incurrimos en el
fariseísmo que denuncia el Evangelio, porque consideramos que son nuestras
fuerzas y nuestras virtudes solas, las que nos conducen a “feliz puerto”.
Dios juzga con justicia infinita
Carentes
de experiencias sobre las realidades trascendentes, Dios nos habla refiriéndose
a realidades temporales. Así, por ejemplo, nos ha mostrado su amor Infinito
hablando de sí mismo como de Un Pastor. Jesús nos reveló el rostro de Dios
refiriéndolo al de Un Padre. Hoy se nos presenta en la figura de “Juez”. Ciertamente
Dios no es un Pastor, ni un Padre, ni un Juez; tendríamos que hablar de Un
Pastor, o Un Padre o Un Juez “Perfecto”;
o -pensando en términos platónicos un Juez “Ideal”. Querríamos poner, hoy, como
columna vertebral de la liturgia de la Palabra el tema de: Dios como Juez Ideal y, con simetría dialéctica, arrojar una mirada
sobre Dios como “ideal de juez”.
Surgió
entre los Israelitas, después de la muerte de Josué, la figura de los así
llamados Jueces: del verbo [shaphat]
que podríamos traducir como, salvar,
liberar, acaudillar, juzgar, gobernar -de todo lo anterior hay algo y mucho-.
Liberadores porque en la historia de los jueces, en el Libro de la Biblia que va después de Josué,
constatamos que estos “caudillos” surgían como liberadores en una situación
puntual, frente a la pecaminosidad y al desvío del pueblo escogido cuyos
“hechos fueron malos a los ojos del Señor” (Jue 3,12a); pero una vez cumplida su tarea, volvían a su
vida corriente; eran, pues, figuras y no institución; Dios los insertaba en la
historia de su pueblo como respuesta a un clamor, a una invocación del pueblo
arrepentido a cuya súplica daba respuesta.
Estos
“Salvadores” hacían justicia porque los libraban de la servidumbre y de la
opresión. Este hacerles el “Bien”, este perdonarles, este redimirles de Dios a
través de aquellos caudillos genera la figura de Juez que hoy nos sirve de referente. Para reconocer el atributo de
Dios como justicia, liberación y salvación veamos el elenco de características
del “Juez ideal” enumeradas en el Salmo 34(33):
a)
Libra de angustias y temores
b) Los que lo contemplan quedan llenos
de alegría y no tienen de qué avergonzarse
c)
Si el afligido lo invoca, Él lo escucha y lo salva de sus angustias
d)
Envía su Ángel para que acampe en torno de los que le son fieles
e)
Protege y salva a los que lo honran
f)
Nada le falta a los que temen ofenderle
g)
Los que Lo honran no carecen de lo necesario
h)
Sus ojos miran a quienes le son fieles
i)
Sus oídos escuchan los gritos de sus fieles
j)
Enfrenta a los que hacen el mal y borra de la tierra su recuerdo
k)
Salva y fortalece a los desanimados y abatidos
l)
Libra de todos los males -aunque sean
muchos.
m) Cuida de todos los huesos de sus
fieles para que ni uno solo le sea quebrado.
n)
Castiga con la muerte al que obra el mal
o)
Y cuando alguien odia a uno que le es fiel al Señor y Juez, lo castiga
p)
En cambio, a sus fieles servidores los redime y salva
q)
Finalmente, promete que, quien confíe en Él, no será castigado.
Dios
no es un juez como los jueces terrenales que le dan largas a una pobre viuda,
sino –nos explicaba Jesús- que
Él les hace justicia a sus elegidos que le gritan día y noche (Lc 18, 7ab) y en
el verso Lc 18,8 leímos que les hace justicia con total prontitud. Hoy podemos sumar nuestras voces al
Salmista para decir, en el responsorio, y garantizar confiadamente que “Si el
afligido invoca al Señor Él lo escucha”.
“Juez-justo”
Tanto
la Primera como la Segunda Lecturas, prefieren adjetivar “Juez-justo” en vez de
“Juez Ideal”. En el Libro del Eclesiástico dice que “Dios es un Dios justo”
para afirmar -a continuación- que Dios no es parcial. En cambio, entendemos que
el texto dice que ¡Dios si es parcial!,
Dios es un Juez que no se tiene que parapetar en categorías igualitaristas, su
Justica sobrepasa las “equidades nominales”, no se pretende “imparcial” -aun
cuando para nosotros, si es justo tiene que ser imparcial- así es la justicia
humana, limitada; Él toma partido por el pobre. Dado que el pobre tiene su
punto de partida con desventaja frente a los más favorecidos, a los ricos y a
los opresores, entonces Dios inclina la balanza a favor del desprotegido para
que haya verdadera Justicia. Dios no es un juez de esos que han recibido el
“soborno” por debajo de la mesa, Dios es el Juez Ideal, y por eso, el ideal de
todo juez que sea verdaderamente ético.
Hay
que reconocer que los “clientes del Señor”, huérfanos, viudas, pobres, son
primeros en su Corazón Misericordioso y que, como leímos en el Salmo, Dios los
ve, porque les consagra la atención de sus Miradas y los oye porque les
consagra toda la escucha de su Oído. En el Eclesiástico nos ratifica que Dios,
Juez-Justo les hace Justicia.
En
la Segunda Carta a Timoteo, encontramos una doxología: “A Él la Gloria por los siglos de los
siglos”. ¿Cuál es el motivo de esta glorificación? Pues ¡precisamente ese!, que
Dios es Juez-Justo (2Ti 4,
8d). Se trata de una metáfora que hace alusión a los Juegos Olímpicos. ¿Cómo le
hará justicia Dios a Pablo? Dándole la Corona del atleta que ha corrido la
carrera y, de principio a fin, hasta llegar a la meta, ha corrido dándolo todo,
y no sólo se ha convertido, sino que ha perdurado en su fidelidad. Esta
“corona” que era el premio de los atletas en los juegos de la antigüedad, es la
metáfora para referirse al “Reino
de los Cielos”, y aclara, que ¡no se marchitará jamás!
Desaferrarse del yo
Dios
nos propone su imagen de Juez-Perfecto para que procuremos vivir en la justicia
y practicarla, no para que nos creamos jueces perfectos, lo cual nos
convertiría automáticamente en ególatras. El evangelio de este Domingo nos
alerta contra ese riesgo de descomunales proporciones. Uno de los temas que
repetimos obsesivamente es el del descentramiento en favor de Dios, Único digno
de ocupar el centro. Creemos que una de las tareas esenciales de la
evangelización es precavernos del peligro de la auto-adoración, de la
auto-latría. A la vez, anunciamos que el Centro, el Rey de reyes, Señor de
Señores, es Jesucristo, modelo humanizado de la Divinidad, Alfa y Omega; y este
tema del Omega, nos invita a estar despiertos y conscientes de la Parusía. El
“orante” no se presenta con la “arrogancia” del deportista que llegó a la meta
y se ganó la “corona”, por mérito propio, olvidando que, sin la Misericordia del
Señor, ni siquiera podría despegar del “punto de partida”, mucho menos,
recorrer todo nuestro éxodo para llegar a la Meta. Ilustramos con el siguiente
cuento, titulado “Suelta el yo” nos permite adentrarnos en la grave cuestión del
orante:
.- El discípulo: Vengo a
ti con nada en las manos.
.- El maestro: Entonces
suéltalo en seguida.
.- El discípulo: Pero
¿cómo voy a soltarlo si es nada?
.- El maestro: Entonces
llévatelo contigo.
Un hombre se presentó
ante Buda con una ofrenda de flores en la mano.
Buda lo miró y dijo:
“¡Suéltalo!”.
El hombre no podía
creer que se le ordenara dejar caer las flores al suelo. Pero entonces se le
ocurrió que probablemente se le estaba insinuando que soltara las flores que
llevaba en su mano izquierda, porque ofrecer algo con la mano izquierda se
consideraba de mala suerte y como una descortesía. De modo que soltó las flores
que sostenía en su mano izquierda.
Pero Buda volvió a
decir: “¡Suéltalo!”.
Esta vez dejó caer
todas las flores y se quedó con las manos vacías delante de Buda, que,
sonriendo, repitió: “¡Suéltalo!”.
Totalmente confuso, el
hombre preguntó: “¿Qué se supone que debo soltar?”.
“No las flores, hijo,
sino al que las traía”, respondió Buda.
Ese
aferrarnos con manos crispadas a nuestro propio “protagonismo” (disimulado tras
la “ofrenda de flores”), en nuestro caminar hacia Dios requiere ser abandonado
a favor de un “ni siquiera atrevernos a
alzar los ojos” y en pos de reconocernos
“pecadores” necesitados de la Misericordia de Dios. Al “abandono” en sus
Manos, en su Justicia-Ilimitada- Bondad-Incomparable, que es tan Amplia que no
se deja ganar y que no puede ser derrotada – pero si puede ser bloqueada por la
arrogancia.
«El
hombre debe vivir buscando el Reino de Dios y su Justicia… Para vivirla es
necesario aprender a aceptar ser pobres; aprender, de hecho, a negarnos lo
superfluo; vigilar para que no surjan en nosotros deseos suscitados desde fuera
y aprender a rechazar esas solicitaciones continuas y acosadoras. Es necesario
violentarse contra la violencia de la publicidad, contra el poder opresor del
capital que me fuerza a servirlo lisonjeándome con calidades, colores, sonidos
y voces. Metidos en el bosque embrujado, seguiremos irremediablemente alienados
si no nos libera una profunda concentración y una violenta fidelidad a nuestro
existir de cristianos y de hombres del Reino.»
No
sólo hay que orar sin desanimarse, continuamente, perseverantemente; sino que,
debemos revestirnos de humildad, de un espíritu sencillo, con el alma
verdaderamente puesta de rodillas, figura de abajamiento que en el texto evangélico
se plasma con los golpes de pecho, signo corpóreo de reconocimiento de nuestra
“nada” que Dios alzará y dignificará en consonancia con El Amor de los Amores.
Nada de arrogancias y complejos de superioridad, nada de altanería, de
petulancia, de insolencia, no pensarnos propietarios de la salvación, sus
detentadores y monopolizadores. “Sólo somos siervos que hacemos lo que tenemos
que hacer” y que Dios nos de la gracia de poderlo llevar a cabo.
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