DOMINGO DE LAETARE
Jos 5, 9a.
10-12; Sal 33, 2-3. 4-5. 6-7; 2Cor 5, 17-21; Lc 15, 1-3. 11-32
La parábola del hijo
pródigo es la parábola del Padre misericordioso. Quizá la más emotiva y sublime
de todas las parábolas de Jesús en el Evangelio.
Hans Urs von Balthasar
Si yo hablara todas las
lenguas de los hombres y de los ángeles y me faltara el amor, no sería más que
un bronce que resuena y una campana que tañe.
1 Cor 13, 1
La
crisis más aguda de identidad consiste en no saber quiénes somos porque no
sabemos quiénes son nuestros padres, de quién somos hermanos, que relación de
parentesco tenemos con los otros y con el Otro… Si no sabemos quiénes somos,
mucho menos podremos amarnos a nosotros mismos, y, sí no nos podemos amar
nosotros mismos no habrá fuente de dónde sacar el amor al prójimo. Cuando
hacemos este tipo de análisis, de inmediato sentimos la urgencia de recordar
que nadie da de lo que no tiene y la veta que es la fuente del amor al prójimo
es -precisamente- la capacidad de amarnos a nosotros mismos: Entonces, también
estaremos incapacitados para amar a Dios. No seremos otra cosa que bronces
resonadores, pero nunca sujetos de la economía salvífica.
El
otro día un sacerdote le preguntó a su feligresía a quién preferían de entre
los dos hermanos de la parábola que cuenta Jesús en el Evangelio de este Cuarto
Domingo de Cuaresma, (ciclo C): Unos tomaron partido por el hermano mayor y no
faltaron los que se pusieron del lado del menor.
Claro
que el protagonista es el menor y el antagonista es el mayor. Pero, nos hemos
concentrado excesivamente en el menor que fue el que pidió su parte de la
herencia y, observamos que no hemos prestado toda la atención necesaria al
hermano que se quedó… Puede que el hermano menor represente a todos los
pecadores, prostitutas, publicanos y demás; pero el hermano mayor representa
con creses el fariseísmo. En alguna parte hemos leído que los fariseos no eran
malos –y eso es cierto- eran “fieles”, “muy fieles”, diríamos que eran
“exageradamente fieles” a su manera, de una manera tan reforzada que “se pasa”.
Quizás la muestra más farisaica del hermano mayor es cuando dice. “Hace tantos
años que te “sirvo” sin haber “desobedecido” jamás ni una sola de tus “ordenes”. La relación que expresa esta
frase es de “servilismo”; y –definitivamente- Dios no nos ve como siervos, lo
cual ya Jesús nos lo explicó -detalladamente- manifestando que nos ve como
“amigos” (cfr. Jn 15,15).
¡Pero si la
relación se tergiversa, se enferma, se desvía, se obstruye hasta el bloqueo, sobreviene
la crisis de identidad! En cambio, veamos cómo le respondió su Padre, vayamos
al verso 31: “Hijo, tú estás siempre conmigo y todo lo mío es tuyo”. Es decir, tenemos que entender verdaderamente
quienes somos. Usemos como puente un relato- parabólico:
«Una mujer estaba
agonizando en la sala de un hospital. De pronto, tuvo la sensación de que era
llevada al cielo y presentada ante un Tribunal.
“¿Quién eres?”, dijo una
Voz.
“Soy la mujer del alcalde”,
respondió ella.
“Te he preguntado quién
eres, no con quién estás casada.”
“Soy la madre de cuatro
hijos.”
“Te he preguntado quien
eres, no cuántos hijos tienes.”
“Soy una maestra.”
“Te he preguntado quién
eres, no cuál es tu profesión.”
Y así sucesivamente.
Respondiera lo que respondiera, no parecía poder dar una respuesta
satisfactoria a la pregunta “¿Quién eres?”
“Soy cristiana”, respondió
ella.
“Te he preguntado quién
eres, no cuál es tu religión.”
“Soy una persona que iba
todos los días a la iglesia y ayudaba a los pobres y necesitados.”
“Te he preguntado quién
eres, no lo que hacías.”
Evidentemente, no consiguió
pasar el examen, y fue enviada de nuevo a la tierra. Cuando se recuperó de su
enfermedad, tomó la determinación de averiguar quién era realmente y su vida
cobró otro sentido…»
No sabemos si se debe
decir la respuesta correcta, o es mejor dejar que el lector la deduzca, pero
nosotros queremos acelerar la reacción y poner por expreso que nuestra
verdadera e íntima identidad es la de ser hijos de Dios. No somos
ni nuestros títulos, ni nuestras riquezas, ni siquiera nuestras pobrezas sean
estas materiales, morales o espirituales… Esto lo queremos ilustrar con otra
parábola titulada EL ABRAZO DE DIOS
«Un hombre santo, orgulloso de serlo,
ansiaba con todas sus fuerzas ver a Dios. Un día Dios le habló en un sueño:
“¿Quieres verme? En la montaña, lejos de todos y de todo, te abrazaré”.
Al despertar al día siguiente comenzó a
pensar qué podría ofrecerle a Dios. Pero ¿qué podía encontrar digno de Dios?
“Ya lo sé”, pensó. “Le llevaré mi
hermoso jarrón nuevo. Es valioso y le encantará...
Pero no puedo llevarlo vacío. Debo
llenarlo de algo”.
Estuvo pensando mucho en lo que metería
en el precioso jarrón. ¿Oro? ¿Plata?
Después de todo, Dios mismo había hecho
todas aquellas cosas, por lo que se merecía un presente mucho más valioso.
“Sí”, pensó al final, “le daré a Dios
mis oraciones. Esto es lo que esperará de un hombre santo como yo. Mis
oraciones, mi limosna, sufrimientos, sacrificios, buenas obras...”.
Estaba contento de haber descubierto
justamente lo que Dios esperaría y decidió aumentar sus oraciones y buenas
obras, consiguiendo un verdadero récord. Durante las pocas semanas siguientes
anotó cada oración y buena obra colocando una piedrecita en su jarrón. Cuando
estuviera lleno lo subiría a la montaña y se lo ofrecería a Dios.
Finalmente, con su precioso jarrón hasta
los bordes, se puso en camino hacia la montaña. A cada paso se repetía lo que
debía decir a Dios: “Mira, Señor, ¿te gusta mi precioso jarrón? Espero que sí y
que quedarás encantado con todas las oraciones y buenas obras que he ahorrado
durante este tiempo para ofrecértelas. Por favor, abrázame ahora”.
Al llegar a la montaña, oyó una voz que
descendía retumbado de las nubes: “¿Quién está ahí abajo? ¿Por qué te escondes
de mí? ¿Qué has puesto entre nosotros?”
“Soy yo. Tu santo hombre. Te he traído
este precioso jarrón. Mi vida entera está en él. Lo he traído para Ti”.
“Pero no te veo. ¿Por qué has de
esconderte detrás de ese enorme jarrón? No nos veremos de ese modo. Deseo
abrazarte; por tanto, arrójalo lejos. Quítalo de mi vista”.
No podía creer lo que estaba oyendo.
¿Romper su precioso jarrón y tirar lejos todas sus piedrecitas? “No, Señor. Mi
hermoso jarrón, no. Lo he traído especialmente para Ti. Lo he llenado de
mis...”
“Tíralo. Dáselo a otro si quieres, pero
líbrate de él. Deseo abrazarte a ti. Te quiero a ti”.»
«Puesto que Dios es
Dios, el Santo, actúa como ningún hombre podría actuar. Dios tiene un corazón,
y ese corazón se revuelve, por así decirlo, contra sí mismo. El corazón de Dios
trasforma la ira y cambia el castigo por el perdón.»
Joseph Ratzinger
Estos dos hijos de los que nos habla
Jesús en la “parábola del hijo pródigo” adolecen de una enfermedad horrible,
¡tienen problemas de identidad! Y, en un examen atento de esta dolencia nos
encontramos que su síntoma básico es que, al no saberse hijos, no
se pueden reconocer “hermanos”. Por
ejemplo, cuando el mayor se refiere a su hermano menor lo llama “…ese hijo
tuyo…” (ver el verso 30b). Si se pierde nuestra filiación, también perdemos nuestra
fraternidad y ahí el Malo ya gano con su asquerosa semilla de división.
Si miramos la parábola del ABRAZO DE
DIOS una de las cosas que más resalta es el fetichismo en el que ha caído este
”santo”, ha incurrido en la idolatría a sus piedritas coleccionadas en el
“precioso jarrón” (su autoindulgente manera de resaltar la que él considera su fiel-obediencia), así como el otro
hermano del Evangelio idolatraba la “herencia”, la “riqueza” material del Padre
por eso no podía amar al Padre, porque entre él y el Padre se interponía la
“parte de la herencia” (que él anhelaba canjear por una vida licenciosa); y,
para el otro hijo, el fetiche es su egoísta-obediencia que no podía “tirarla”,
ni dársela a otro, en realidad estaba encadenado a su auto-apego, que se
interponía entre Dios y él; entre él y el abrazo de Dios.
En cambio, entre el Padre y sus hijos no
hay barrera, él los ve límpidamente, con los claros ojos de la ternura
paternal-maternal. En ese preciso instante, los recupera, los rehace, los
vuelve a crear como recién bautizados, (¡Bendito sea Dios que es Infinitamente
Misericordioso, es decir, “lento a la cólera y rico en Clemencia y nada puede
empañar su Amor!); sus Purísimos Ojos les devuelve el “contador a cero”, como
siempre lo hacen los Ojos del Padre, que no acumula rencores, ni guarda
registro de las culpas. Él toma su barro y, Padre-Alfarero, los vuelve a
moldear, para que salgan de Sus Manos sin imperfección alguna. Pasan por Sus
Ojos Misericordioso y salen más blancos que la nieve más blanca. (No porque lleven
un cántaro lleno de hermosas piedritas.); sino, ¡sencillamente, porque Dios es
Amor! (Dios siempre fija la mirada en el corazón de la persona, y nunca
cosifica al ser humano, un ser humano es para Él siempre un hijo en el Hijo;
jamás una cosa).
Existe el riesgo fatal de que nosotros
también nos escondamos -detrás de nuestra pretendida
virtuosa manera de ser o de una codicia de riquezas y delectaciones que no sabríamos administrar- y perdamos de vista
lo que realmente somos y que en consonancia con ese ser de hijos, nos
corresponde disfrutar y alegrarnos. Es el Domingo de Laetare porque, ¿qué otra
cosa puede cabernos en el corazón que el regocijo de sabernos hijos del Padre
Celestial? ¡Levantémonos! y pongámonos en camino adonde está nuestro Padre.