Sir 27,5-8; Sal 92(91),
2-3. 13-14. 15-16; 1 Cor 15,54-58; Lc 6,39-45
Aquel que aun pretende
vencer a alguien no puede -y esa es una de las verdades básicas a las que se
refiere el evangelio- hacer nada por la paz. Quien todavía quiere tener la
razón, no puede hacer nada más por la verdad, puesto que la verdad siempre es
mayor que el conocimiento de un hombre cualquiera. Y quien todavía persigue el
poder, no despierta ninguna confianza.
Jörg Zink
No
podemos desgastar nuestras energías -más bien escasas- en rencores, en vivir
preocupados por la chismografía y la crítica cizañera, en afanarnos y
multiplicar nuestros desvelos por las flaquezas de nuestros hermanos. El
Domingo pasado hablábamos del Amor, del amor a la manera Divina, de la cúspide
del Amor, del Perdón, el supremo Don, la semilla prodigiosa que Dios ha
plantado en nuestro pecho. Hoy hablaremos de la empatía, de la ternura, de la
necesidad urgente de un corazón dulcificado -no melifluo- de la capacidad de
ser indulgentes, comprensivos con las fragilidades de nuestros prójimos, para
poder vivir la fraternidad de ser todos hijos de Dios: Vamos a pivotar en torno
a la dialéctica liturgia-indulgencia. En este Domingo VIII Ordinario,
concluiremos este primer tramo del Tiempo Ordinario. El próximo Domingo ya
estaremos en Cuaresma. Detengámonos a contemplar nuestra petición en la oración
Colecta de este Domingo: “Concédenos, Señor, que el mundo progrese según tu
designio de paz para nosotros, y que tu Iglesia se alegre en su confiada
entrega”. Es decir, que se haga Su Divina Voluntad -conscientes que su Voluntad
es que logremos convivir en armonioso entendimiento con todos los seres humanos
y con todas las criaturas que Él nos ha puesto como contexto. Todos los bautizados
vivirán en una dicha paradisiaca si asumen que ese designio de fraternidad
armoniosa es Su Designio para nuestro ser, y gozaremos la bienaventuranza de
empeñarnos en fiel obediencia.
Luego,
pasamos hoy a saborear el sentido de nuestra liturgia: ¿A quién exaltar, a
quién loar? ¿quién merece nuestros cánticos y los mejores sones de nuestro laúd
y de nuestra arpa-de-diez-cuerdas? La respuesta nos la ofrece el Salmo hímnico:
Toda nuestra alabanza, toda honra y toda dignificación para Quien se distingue
por estar adornado con חֵסֵד el
Amor-Misericordioso y אֱמוּנָה la
más firme fidelidad. Estos son los rasgos con los que el Salmo abre “definiendo”
a Dios. Ese Dios que nos revela el Salmo, nos señala la ruta para llegar a la
categoría de צַדִיק
“justo”. La propuesta que subyace en el Salmo 92(91) y que viene a actualizarse
como propuesta para el hoy de nuestra vida. La persona que alcanza en su
edificación estos atributos será llamado “justo” por nadie más que el Mismísimo
Dios. Este concepto se presenta con frecuencia en el Primer Testamento ha
llegado a ser un poco extraño a nuestro lenguaje vigente, quizás hoy se usa más
para referirnos a él, la palabra “Santo”. Redondeando, “santo” es quien procura
ser misericordioso y fiel como el Padre es Misericordioso y Fiel. De esta
manera, en la línea de fuerza de estos dos Valores, se direcciona la vida y
–especialmente- el deber-ser del ser
humano. Dios creo al hombre e hizo esencial a su ser la comunicación, lo creó a
su Imagen y Semejanza lo hizo ser-que-comunica porque Dios es un ser que
comunica y se comunica; Dios es Comunicación y es Comunicación de Amor y
Misericordia, o mejor aún de Amor-Misericordioso.
Aún
insistamos en esta propuesta de vida, de crecimiento en la fe. Miremos con
detenimiento cómo “premia” Dios al justo. Ante todo, crece como una palmera, se
alza como un cedro del Líbano, (retornando a los temas del Salmo 1)- sembrado
en la Casa del Señor, en los חָצֵר
atrios de Dios, la palabra hebrea alude a su Palacio, su Basílica o Domicilio, su
Corte, enfocando hacia los que lo acompañan permanentemente. ¿Cómo acompañar
permanentemente a Dios? siguiendo a su Hijo, Quien nos invita a seguirle, y eso
es lo que se ha recalcado en lo que va corrido de esta primera parte del año
litúrgico: llamado y permanencia en el discipulado. Él ha venido a manifestarse
y su manifestación se hizo llamada y su llamada es compromiso de “fidelidad”,
de “firmeza inconmovible” como se llama en la Primera Carta a los Corintios en
la perícopa que leemos este Domingo, como Segunda Lectura, donde también se nos
da otra ubérrima indicación, que no basta “mantenerse” sino que hay otro paso a
dar cada vez, “progresar siempre en la obra del Señor”.
Papa
Francisco, en la Gaudete et Exsultate, cita a León Bloy: “existe una sola
tristeza, la de no ser santos”. Y, en el numeral 32 nos dice: “No tengas miedo
de la santidad. No te quitará fuerzas, vida o alegría. Todo lo contrario,
porque llegarás a ser lo que el Padre pensó cuando te creó y serás fiel a tu
propio ser. Depender de él nos libera de las esclavitudes y nos lleva a
reconocer nuestra propia dignidad.” Y tiene mucha razón porque se nos ha
repetido que la santidad es lúgubre y aburrida. Una de las engañifas propias
del Malo es la de susurrarnos que sólo en el pecado encontraremos dicha y gozo,
porque el santo tiene que abstenerse de todo eso. Pero ese “todo” del que se
abstiene el santo, es nada; en cambio, aquello de lo que no se priva, es el
todo, el verdadero todo. Nadie es más feliz que el santo y el santo
–simplemente- es el que se mantiene fiel a la Voluntad de Dios. Por eso el que
permanece y progresa en fidelidad a Dios, vive sumido en la dicha total y real.
En
el salmo leemos que: “Tus acciones Señor, son mi alegría, y mi júbilo, las
obras de tus manos”, sin embargo, eso no les es dado a todos comprenderlo, “El
ignorante no lo entiende ni el necio se da cuenta.”
La
palabra es uno de los elementos constitutivos del ser humano, aunque se ha
hecho frecuente verla con desdén frente a la acción. Pero la palabra no es
meramente verbalidad, la palabra -téngase muy en cuenta- también es acción.
Todavía hay más, la palabra tiende un puente entre el espíritu y la “carne”,
para dar unidad a la persona humana. De no ser por la palabra -aún por la no
pronunciada sino solamente dicha en la mente- esas dos dimensiones de la
humanidad estarían escindidas. La palabra, acercando estas dos esferas,
trasciende nuestra materialidad y espiritualiza nuestra materia. En la Primera
Lectura, se rescata el valor de la palabra, se la dignifica, señalando como es
análoga al fruto de un árbol. La palabra ha generado la dimensión humana, el
ámbito donde se desenvuelven nuestras relaciones de existencia: la
comunicación, la solidaridad, la fraternidad, la unión, la afectividad y en la
cúspide, el Amor, la esperanza y la Fe. Todo ese plano de la criatura humana es
llamado, en el Eclesiástico, la cultura.
El hombre exhibe su verdadera interioridad con el lenguaje. El lenguaje, es
llamado en el Eclesiástico, “el horno que prueba al hombre”. Además, el habla
no cesa en la intercomunicación humana sino que se expende y se trasciende en
la comunicación con Dios, haciendo de ella facultad de comunicarse con Dios de
entenderle y poderle responder. Esa respuesta puede ser alabanza,
glorificación, oración. O, puede ser cerrazón o –inclusive- indiferencia.
«…palabras que subvierten la mentalidad de este mundo que nos habitúa a mirar
la paja en el ojo ajeno y al olvidar la viga que tenemos en el nuestro. Esta
actitud no sólo nos vuelve ciegos, sino que además nos conduce inexorablemente
a la fosa de la división y de la violencia.»[1]
En
el Evangelio se expresará de otra manera cuando concluye la perícopa diciendo:
“de lo que reboza el corazón, habla la boca” es cierto que podemos comparar el
corazón con un granero, una bodega cuyas existencias son los abarrotes que se
hayan acumulado. Al abrirla ¿adivinen qué hallaremos en ella? Por supuesto, oíd
a quienquiera su discurrir, y tendréis excelente radiografía de su corazón, “…
la persona es probada en su conversación. El fruto revela el cultivo del árbol,
así la palabra revela el corazón de la persona.” A todas estas, un dilecto
amigo suele decir: “Un amigo es quien te habla de Dios”, y es grato y armonioso
sonido para mis sentidos, pensar que verdaderamente un amigo es -quien al abrir
su despensa- se halla más que llena, abarrotada, pletórica, repleta con el Amor
de Dios, con el Amor-Misericordia. La amistad es el Amor Divino que se
comparte, es la comunicación de Dios. Completemos el silogismo infiriendo que
hemos de permitirle a Dios llenarnos el corazón, para poderlo comunicar. Ese es
el Santo, el que vive lleno de Dios y lo puede dar. Concluyamos este
razonamiento volviendo sobre la cita de León Bloy: “existe una sola tristeza,
la de no ser santos”.
Ese
vacío de Luz, esa oscuridad de muerte, habita al ciego, que no ha podido ver la
Luz. Si está vacío de Luz, cuando deje ver el interior de su corazón, ¿qué
podremos hallar allí?: ¡tiniebla y más tiniebla! ¿Cómo podría este ciego dejar
escapar de sí algo distinto a su propia oscuridad? El ciego de la vista puede
ser totalmente víctima de su ceguera, pero el ciego del corazón es reo de su
desgracia: él la ha elegido y fraguado. No puede aconsejar, está seco. Dará
sólo frutos de muerte y tiniebla. Al saborear su producto será amargo. Su ojo
ha sido cegado arrancándolo de cuajo y sembrando en su lugar una “viga” que
impedirá la regeneración de cualquier célula ocular.
No
hay luz que venga de la oscuridad así como no puede haber oscuridad que
provenga de la luz. La Luz verdadera no hace más que hacer más visible
cualquier obstáculo. Como un “faro” señalará las zonas de alto riesgo y te
prevendrá de dar pie allí donde las rocas y los obstáculos te lastimarían. Y
hay una Luz más clara que cualquiera otra. Él mismo lo dijo: “Yo soy la luz del
mundo. El que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la
Vida”.
Es
descorazonador pensar que por llevar la idea nos entreguemos en cuerpo y alma a
las tinieblas. Ni siquiera con razones meramente significativas. Huelgan las
razones en un mundo donde no solo se desconfía de las palabras sino que se
recela profundamente de la razón. Y no porque la razón nos haya defraudado sino
porque no hemos sido capaces de la coherencia. Coherencia implica fidelidad,
implica compromiso, exige avanzar con la mirada puesta en la Luz, en su Fuente.
Nuestro faro propio es la fe, pero si la dejamos pasar, si cerramos los ojos a
su paso, si sólo tenemos visión para los defectos y los errores… Haciendo pasar
el billete falso de la “criticonería” por moneda legal de “pensamiento
crítico”, nos empeñamos en achacar las responsabilidades y evadir las propias.
Tiene la culpa el estado, los gobiernos, los particos políticos, los despachos
oficiales y las oficinas privadas, tienen la culpa la Iglesia, el Vaticano, la
diócesis, el arciprestazgo, la Parroquia, el cura, y así sucesivamente…
Viene
a la mente un pensamiento de Carlos Vallés, sacerdote jesuita español: «… no
quiero discutir con nadie. Sólo quiero vivir la integridad de la felicidad que
hoy me das y dejar que los demás vean lo auténtico de mi alegría. Mi único
testigo es mi buen humor; mi mensajero es mi satisfacción personal.»[2] esta es una propuesta de
paz, hallar la paz en el corazón, evitar detonaciones agresivas frente al
pensamiento diferente. No hay que hacerle la guerra a nadie. Lo que hay que
hacer es ratificar nuestra gratitud con Dios y en eso se reflejará gratitud y
alegría, también alegría agradecida. Ese será mi testimonio. ¡Pieza maestra de
la nueva evangelización!
Miremos
el #103 de la Gaudete et Exsultate: “Nosotros también, en el contexto actual,
estamos llamados a vivir el camino de iluminación espiritual que nos presentaba
el profeta Isaías cuando se preguntaba qué es lo que agrada a Dios: «Partir tu
pan con el hambriento, hospedar a los pobres sin techo, cubrir a quien ves
desnudo y no desentenderte de los tuyos. Entonces surgirá tu luz como la
aurora» (58,7-8).”
El
Evangelio es claro y prístino: "¿Cómo es que miras la paja que hay en el
ojo de tu hermano, y no reparas en la viga que hay en tu propio ojo? ¿Cómo
puedes decir a tu hermano: "Hermano, deja que saque la paja que hay en tu
ojo", no viendo tú mismo la viga que hay en el tuyo? Hipócrita, saca
primero la viga de tu ojo, y entonces podrás ver para sacar la paja que hay en
el ojo de tu hermano." Enjuiciar al hermano es un verdadero boomerang,
sólo que retorna con brío centuplicado. Entonces, no discutas con nadie, no
polemices, aquilata tu buenaventura, regocíjate mejor en la superación de tus
falencias, ten ojo agudo con tus propias faltas y se indulgente con las ajenas.
Deja brotar de tu corazón misericordioso, argumentos eximidores, mitigantes de
sus debilidades. No para tejer complicidades ni para llamar virtud a lo que de
suyo es vicio, sino para prodigar una acogida misericordiosa a quien,
probablemente tiene escasos recursos para enfrentar el pecado y sólo
descubriendo la Infinita capacidad del Perdón de Dios, podrá levantarse. Y, en nuestros pequeños perdones, se
transparenta la esperanza de hallar a Alguien que pueda perdonar lo que –quizás
en perspectiva- parece imperdonable.
Volvamos
por un instante a la Primera Lectura. Allí, en el Eclesiástico se nos alude a
la gratitud y también al Culto. Dios nos ha dado labios, paladar, lengua y
cuerdas vocales: ya eso amerita gratitud, la voz y la palabra son dones tan
descomunales que no nos queda de otra, elevar nuestro corazón lleno de
gratitud. Señor, porque has obrado maravillas. Y, cuando participo de la
Eucaristía, no puedo dejar de vincular mi ser al culto, haciendo lo que me
corresponde como laico, poner mi voz y mi lengua al servicio de la adoración, aprender
las fórmulas litúrgicas que a nosotros como pueblo de Dios nos compete
contestar. Participar de la Eucaristía ese es nuestro rol: Adorar, loar,
glorificar, tañer el arpa de diez cuerdas. Quisiéramos cerrar con las palabas
de la Antífona de Comunión: “Cantaré al Señor por el bien que me ha hecho,
cantaré el Nombre del Dios Altísimo.”