sábado, 29 de enero de 2022

AMOR Y FE

 


Jer 1,4-5.17-19; Sal 70,1-2.3-4a.5-6ab.15ab.17; 1Cor 12,31–13,13; Lc 4,21-30

 

¡Ayúdanos, te lo rogamos, a penetrar en el misterio de tu fidelidad!

Carlo María Martini

 

Vivir el amor y, así, llevar la luz de Dios al mundo.

Benedicto XVI

 

En este Tiempo Ordinario que vamos andando, hemos sido convidados a profundizar nuestra consciencia de fraternidad en Cristo Jesús y a dejarnos nutrir por la savia que nos llega en la Palabra de Dios. Hoy se pone ante nuestro ser la esencia de amor que nos une a Él y a toda la comunidad de nuestros hermanos, aun cuando permanecemos en el espacio y el tiempo, diseminados y regados por toda la tierra. En la antífona de hoy pedimos al Señor que nos salve contrarrestando esa situación de dispersión; y, ¿para qué queremos superar esa disgregación? Para reunirnos a alabar y dar gracias a su Santo Nombre. Ahora miremos la Oración Colecta: en ella nos enlazamos para dar cumplimiento al Gran Doble Mandamiento, Amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como nos amamos a nosotros mismos. El amor a Dios lo expresamos, allí, como veneración al Señor y, el amor al prójimo, como afecto sincero a todos los hombres. ¿Cómo osamos pedir tal y tanto? Pues siendo conscientes de que ha sido el Propio Dios Quien nos ha elegido, nos ha constituido su לְעִ֨יר מִבְצָ֜ר “plaza fuerte”; y Él mismo decidió encarnarse y venir en medio de nosotros, a Σήμερον πεπλήρωται ἡ γραφὴ αὕτη dar cumplimiento a toda la Escritura.


 

Frágiles como somos, el Señor nos llama a ser fieles a la vocación con la cual ha pronunciado, con su Tierna Voz, el llamado a seguirlo, (que será el tema del próximo Domingo). En eso radica nuestra dignidad de vocacionados. Nos llama con amor y se muestra con signos de amor, esos signos son “datos”, en cuanto son obsequio generoso entregado para que podamos amarle. Si bien es cierto no lo podemos “ver” en su “objetividad” (puesto que Él no es objeto), se nos revela, para que podamos “pre-sentir” Quien-Es. Sin embargo, “… al presente, todo lo vemos como en un mal espejo y en forma confusa” –nos dice San Pablo (1Cor 13, 12b), esta manera de ver es, por ahora, parcial, pero hay un “entonces”, que permitirá que nuestro conocimiento sea plenificado, ese “entonces” es escatológico, alcanzará la perfección del ser por el conocimiento perfeccionado. En el ahora, que visualizamos como un “campo de entrenamiento”, contamos con la opción de ejercitarnos en las virtudes que nos perfeccionan (justicia, fraternidad, solidaridad, paz); somos como “niños”, en mucho, hablamos, pensamos y razonamos como niños, pero, no permanecemos como niños, nuestra existencia “crece”, “madura”, “progresa” (ciertamente no de manera lineal), hacía ese “entonces”, cuando conoceremos a Dios “cara a cara” y la fe así como la esperanza se volverán innecesarias e inútiles.

 


«En efecto, nadie ha visto a Dios tal como es en Sí Mismo. Y, sin embargo, Dios no es del todo invisible para nosotros, no ha quedado fuera de nuestro alcance. Dios nos ha amado primero, dice la citada Carta de Juan (cf. 1Jn 4, 10), y este amor de Dios ha aparecido entre nosotros, se ha hecho visible, pues «Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de Él» (1 Jn 4, 9). Dios se ha hecho visible: en Jesús podemos ver al Padre (cf. Jn 14, 9). De hecho, Dios es visible de muchas maneras.»[1] Este “dato” es lo que testimoniamos, y su testimonio es nuestro nutriente hacia el “crecimiento”, hacía la “maduración”, hacía nuestra trascendencia de la infancia espiritual hacía nuestra adultez y plenificación (πεπλήρωται, por ahí habíamos quedado el domingo anterior). «Las características del amor en 1Cor 13, 4-7 manifiestan los rasgos de una existencia nueva: el amor es paciente y benigno; no es egoísta ni envidioso ni orgulloso; no lleva cuentas del mal; todo lo excusa, todo lo espera, todo lo soporta. Algunos han puesto como sujeto en lugar de amor al mismo Jesús, que encarnó y mostró de modo insuperable y paradigmático el amor. El amor de que habla San Pablo en este pasaje, está bajo “el signo del final”, tiende a la definitividad, porque el amor no pasa nunca. “El principio es la fe, el fin es la caridad”… Llama la atención que la palabra agape, en el periodo postapostólico, sea el término técnico que indica el banquete eucarístico, que trae su origen del uso cristiano primitivo de los banquetes en común y tiene gran eficacia en la vida social… se comprende que la palabra “cáritas” (agape) se conserve sin traducir al castellano para conservar más fácilmente su originalidad.[2] Nuestra vida cobra un “sentido”, dar testimonio de Jesús, que es el Rostro conocido por nosotros del Padre. Y ese testimonio, su ejercicio constante en el “campo de entrenamiento”, lo damos en una lucha por ser constantes y por hacerlo siempre lo mejor que podamos. En este ejercicio se pone en juego la fidelidad que no es “otra cosa” diversa del amor, sino uno de sus rasgos característicos. El amor es fiel, permanece contra la “adversidad” del tiempo: “El amor nunca pasará” (1Cor 13, 8a).

 


«El martirio es un hecho que el cristiano no debe provocar; pero si viene, confía que el poder de Dios le sostendrá y le dará la victoria en la prueba. Si otros lo ponen en el trance crítico y decisivo de tener que elegir entre la fe en Dios o renegar de Él, apoyando su debilidad en la fuerza de Dios, Señor de la vida y de la muerte, está dispuesto a hacerle el homenaje de la propia existencia.»[3] «El mártir cristiano no es un desesperado que renuncia a continuar viviendo; ni es un hastiado de la vida, que ve en la muerte la liberación; ni es un “kamikaze”, como los pilotos suicidas japoneses de la Segunda guerra Mundial, que murieron sembrando destrucción y muerte; ni es un “héroe rojo”, según lo ha descrito el marxista E. Bloch, que cerrado a la supervivencia personal muere por un “mundo nuevo”. El mártir cristiano ama la existencia; muere perdonando; espera intensamente la vida definitiva en comunión con Jesucristo resucitado.»[4] Nos gusta insistir en el significado de la palabra mártir, palabra griega que significa “testigo”. «Los santos son el fruto más precioso del poder del Espíritu Santo en la Iglesia para alabanza de la gracia de Dios, fecundidad de la Iglesia y servicio de la humanidad. La fe manifestada en la entrega generosa de la propia vida hasta la muerte hace de los santos la más elocuente acreditación del Evangelio. Es justo que no se enjuicie a la Iglesia sólo por sus debilidades, olvidando los santos que son admirable irradiación humanizadora… De entre los santos sobresalen desde el principio de la historia de la Iglesia los mártires, cuyos cuerpos destrozados fueron recogidos y enterrados por los cristianos con entrañable amor, y cuyos trofeos, es decir, los momentos-insignias de su victoria, fueron lugar de visita, de peregrinación, de culto, de memoria agradecida a Dios por el triunfo de su muerte y de aprendizaje y esperanza en la vida eterna, que ilumina las oscuridades de la vida presente»[5].

 


Siempre ponemos en primer plano -con esta palabra- la idea del sacrificio cruento para avalar nuestras creencias, soportando las torturas, inclusive, hasta dar la vida. «Yo mismo cuando seguía las enseñanzas de Platón, oía repetir todo linaje de calumnias contra los cristianos; sin embargo, al contemplar cómo iban intrépidos a la muerte y soportaban todo lo que se tiene por más temible, empecé a considerar ser imposible que hombres de ese temple vivieran en la maldad y en el amor del placer. Y, efectivamente, ¿quién, dominado por ese amor de los placeres, puede recibir alegremente la muerte que ha de privarle de todos los bienes, y no tratará más bien por todos los medios de prolongar indefinidamente su vida presente?»[6]

 

Pero este don, este regalo que da Dios a algunos de sus elegidos, no es el único modo del martirio. Hay un modo –casi diríamos que mejor, si no fuera porque el propio Jesús perfeccionó el martirio de sangre muriendo en la cruz-; es el que se suele denominar “martirio blanco” que consiste en la constancia, en la durabilidad del testimonio, consiste en vivir toda la vida en coherencia con lo que creemos. Por tanto, el martirio blanco es un martirio en términos de perseverancia, de heroica persistencia. Observemos que ya en la Primera Lectura se nos previene: “Te harán la guerra, pero no podrán contigo, porque yo estoy a tu lado para salvarte”. (Jr 1,19) Jeremías es figura de Jesús en el Antiguo Testamento.

 


Es una Palabra muy tierna de Dios cuando revela que desde antes de ser concebido ya Dios había trazado una vocación profética para Jeremías. Este encargo-llamada no puede soslayarse, ni puede ser desdeñado; ya en otra parte y en la situación del joven Samuel (véase 1 Sam 3, 10) vimos el designo de muy voluntaria obediencia representado por la respuesta “¡Habla, que tu siervo escucha!”. Esta presencia -previa a nuestra concepción- en el pensamiento de Dios, encierra su paternal designio de llamarnos a la vida, con toda razón pensamos en Él en términos de Padre dado que ya deseó nuestra existencia cuando todavía no “existíamos”, valga decir, que estuvimos primero en el pensamiento de Dios-Padre antes de estar en el vientre materno. Y no sencillamente como un deseo vago de “tener un hijo” sino como el hijo muy deseado que “ya es conocido” porque vamos a ser lo que Él ha querido y no otro. Quisiéramos insistir en la belleza del designio puesto que “si ya nos conocía” no podemos defraudarlo porque ya sabía quiénes somos, junto con nuestras limitaciones y nuestras fragilidades; conocernos -desde antes- significa poder perdonarnos lo que seremos y –verdadero amor paternal- amarnos “a pesar de”.

 

Todavía un rasgo más del amor paterno: nos desea porque sus “amorosos proyectos” nos toman en cuanta, nos incluyen. Nos ama y entramos en sus planes, en los que vamos a jugar un “importante” rol. Desmiente la actitud de la paternidad irresponsable que “echa hijos al mundo” y, se desentiende de ellos. Este es Otro tipo de Padre, es un Padre Providente. En la forma de expresarlo el profeta Jeremías, revisemos como es próvido Dios en su Paternidad: Hace a su elegido

a)    “Ciudad fortificada”

b)    “Columna de hierro”

c)    “Muralla de bronce”

No importa quien venga a rivalizar o a amenazar, sean los reyes de Judá, o sus jefes, o sus sacerdotes, o los simples campesinos, o toda la tierra, o sea, el mundo entero. Y, es así como le infunde semejante fortaleza, “¡no podrán con él!”.

 

Jeremías como Jesús en Galilea fue poco escuchado, Jesús también los prevenía, les aconsejaba, les advertía seguir la Ley de Dios, a su pueblo; pero ¡que duro es poder profetizar en el seno de nuestra propia gente! Parece ser que nadie tiene el corazón más sordo que aquellos que más cerca están de nosotros. Esto lleva a Jesús a declarar: “nadie es profeta en su tierra” (Lc 4, 24).


 

Cómo se airaron aquellos Galileos que estaban en la sinagoga porque si eran judíos -como lo eran- se creían dueños del monopolio de la salvación, y Jesús les muestra que la fe en Dios trasciende las fronteras, que Dios no es el Dios de una raza, ni de cierta nacionalidad sino que Dios-Padre-Providente no hace acepción de raza, cultura, país sino que su corazón salva a todo el que se reconoce como su hijo, al que lo acepta y lo obedece, al que construye paz y ama obrar con justicia, y -muy especialmente- a quienes reconocen en los más débiles el rostro del Crucificado. «La reacción de los presentes es inicialmente de admiración y estupor. Pero después se muestran decididamente hostiles, hasta el punto de querer matarlo. ¡Qué había sucedido? Los nazarenos no aceptan que uno de ellos, uno a quien conocen desde niño y al que han visto crecer, pueda hablar con autoridad de su vida… Los habitantes de Nazaret rechazan que el Evangelio tenga autoridad sobre sus vidas. Cada vez que nos negamos a escucharlo sucede lo mismo.»[7] En el Decreto Ad Gentes del II Concilio Vaticano encontramos lo siguiente: “Pero tomó la naturaleza humana íntegra, cual se encuentra en nosotros miserables y pobres, a excepción del pecado (Cf. Heb., 4,15; 9,28). De sí mismo afirmó Cristo, a quien el Padre santificó y envió al mundo (Cf. Jn., 10,36): "El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ungió, y me envió a evangelizar a los pobres, a sanar a los contritos de corazón, a predicar a los cautivos la libertad y a los ciegos la recuperación de la vista" (Lc., 4,18), y de nuevo: "El Hijo del Hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido" (Lc., 19,10). Mas lo que el Señor ha predicado una vez o lo que en Él se ha obrado para la salvación del género humano hay que proclamarlo y difundirlo hasta los confines de la tierra (Cf. Act., 1,8), comenzando por Jerusalén (Cf. Lc., 24,47), de suerte que lo que ha efectuado una vez para la salvación de todos consiga su efecto en la sucesión de los tiempos”.


 

Volvamos a Jeremías como proto-imagen de Jesús: «…a pesar de toda la debilidad de Jeremías, resalta su fidelidad inamovible a la palabra de Dios. Tiene miedo de la prisión, de la muerte, pero sabe anunciar y dar a conocer la Palabra del Señor, sin dudar siquiera un instante y, ante el rey, dice explicita y claramente: caerás en manos del enemigo, serás apresado, debes rendirte… La gracia que debemos pedir. No la de tener siempre una valentía heroica sino la gracia de decir, de hacer, de expresar cada vez lo que corresponde a nuestra misión, ser fieles a nuestro mandato, cumplir las tareas cotidianas con fidelidad… No busquéis el ser héroes, estad contentos con vivir la fidelidad a la Palabra con paciencia, día a día, no dejándoos asustar por vuestros propios miedos y cobardías… Tampoco nosotros somos héroes, y conviene conocerse y aceptarse como somos porque el Señor ve nuestra debilidad, nuestro miedo al sufrimiento, a la persecución, al martirio.»[8]

 


Nosotros aceptamos y queremos -de buen grado- ser la viuda de Sarepta, o Naamán, el leproso sirio, para ser los que -sin ningún atributo personal, con ningún merecimiento-  sino -simplemente- por Su Benevolente Gracia, fueron sanados o, en su tinaja y alcuza nunca faltó harina y aceite: «La fe, que hace tomar conciencia del amor de Dios revelado en el corazón traspasado de Jesús en la cruz, suscita a su vez el amor. El amor es una luz —en el fondo la única— que ilumina constantemente a un mundo oscuro y nos da la fuerza para vivir y actuar. El amor es posible, y nosotros podemos ponerlo en práctica porque hemos sido creados a imagen de Dios.»[9]

 

 



[1] Benedicto XVI, DEUS CARITAS EST. #17

[2] Blazquez, Ricardo. DEL VATICANO II A LA NUEVA EVANGELIZACIÓN. Ed Sal Terrae Santander-2013. p. 166

[3] Ibid, p.141

[4] Ibidem

[5] Ibid. p. 139

[6] San Justino. APOLOGÍA, ii, 12, 1-2.

[7] Paglia, Vincenzo. UNA CASA RICA EN MISERICORDIA. EL EVANGELIO DE LUCAS EN FAMILIA. Ed. San Pablo Bogotá-Colombia 2016. pp.34-35

[8] Martini, Carlo María VIVIR CON LA BIBLIA Ed. Planeta Santafé de Bogotá D.C. 1999 pp. 293-295

[9] Benedicto XVI. Op. Cit. #39

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