Jer 1,4-5.17-19; Sal
70,1-2.3-4a.5-6ab.15ab.17; 1Cor 12,31–13,13; Lc 4,21-30
¡Ayúdanos, te lo
rogamos, a penetrar en el misterio de tu fidelidad!
Carlo María Martini
Vivir el amor y, así,
llevar la luz de Dios al mundo.
Benedicto XVI
En
este Tiempo Ordinario que vamos andando, hemos sido convidados a profundizar
nuestra consciencia de fraternidad en Cristo Jesús y a dejarnos nutrir por la
savia que nos llega en la Palabra de Dios. Hoy se pone ante nuestro ser la
esencia de amor que nos une a Él y a toda la comunidad de nuestros hermanos,
aun cuando permanecemos en el espacio y el tiempo, diseminados y regados por
toda la tierra. En la antífona de hoy pedimos al Señor que nos salve
contrarrestando esa situación de dispersión; y, ¿para qué queremos superar esa
disgregación? Para reunirnos a alabar y dar gracias a su Santo Nombre. Ahora
miremos la Oración Colecta: en ella nos enlazamos para dar cumplimiento al Gran
Doble Mandamiento, Amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como nos amamos
a nosotros mismos. El amor a Dios lo expresamos, allí, como veneración al Señor
y, el amor al prójimo, como afecto sincero a todos los hombres. ¿Cómo osamos
pedir tal y tanto? Pues siendo conscientes de que ha sido el Propio Dios Quien
nos ha elegido, nos ha constituido su לְעִ֨יר מִבְצָ֜ר
“plaza fuerte”; y Él mismo decidió encarnarse y venir en medio de nosotros, a Σήμερον
πεπλήρωται ἡ γραφὴ αὕτη dar
cumplimiento a toda la Escritura.
Frágiles
como somos, el Señor nos llama a ser fieles a la vocación con la cual ha
pronunciado, con su Tierna Voz, el llamado a seguirlo, (que será el tema del
próximo Domingo). En eso radica nuestra dignidad de vocacionados. Nos llama con
amor y se muestra con signos de amor, esos signos son “datos”, en cuanto son
obsequio generoso entregado para que podamos amarle. Si bien es cierto no lo
podemos “ver” en su “objetividad” (puesto que Él no es objeto), se nos revela,
para que podamos “pre-sentir” Quien-Es. Sin embargo, “… al presente, todo lo
vemos como en un mal espejo y en forma confusa” –nos dice San Pablo (1Cor 13,
12b), esta manera de ver es, por ahora, parcial, pero hay un “entonces”, que
permitirá que nuestro conocimiento sea plenificado, ese “entonces” es
escatológico, alcanzará la perfección del ser por el conocimiento
perfeccionado. En el ahora, que visualizamos como un “campo de entrenamiento”, contamos con la opción de ejercitarnos en
las virtudes que nos perfeccionan (justicia, fraternidad, solidaridad, paz);
somos como “niños”, en mucho, hablamos, pensamos y razonamos como niños, pero,
no permanecemos como niños, nuestra existencia “crece”, “madura”, “progresa”
(ciertamente no de manera lineal), hacía ese “entonces”, cuando conoceremos a
Dios “cara a cara” y la fe así como la esperanza se volverán innecesarias e
inútiles.
«En
efecto, nadie ha visto a Dios tal como es en Sí Mismo. Y, sin embargo, Dios no
es del todo invisible para nosotros, no ha quedado fuera de nuestro alcance.
Dios nos ha amado primero, dice la citada Carta de Juan (cf. 1Jn 4, 10), y este
amor de Dios ha aparecido entre nosotros, se ha hecho visible, pues «Dios envió
al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de Él» (1 Jn 4, 9). Dios se
ha hecho visible: en Jesús podemos ver al Padre (cf. Jn 14, 9). De hecho, Dios
es visible de muchas maneras.»[1] Este “dato” es lo que
testimoniamos, y su testimonio es nuestro nutriente hacia el “crecimiento”,
hacía la “maduración”, hacía nuestra trascendencia de la infancia espiritual
hacía nuestra adultez y plenificación (πεπλήρωται, por ahí habíamos
quedado el domingo anterior).
«Las características del amor en 1Cor 13, 4-7 manifiestan los rasgos de una
existencia nueva: el amor es paciente y benigno; no es egoísta ni envidioso ni
orgulloso; no lleva cuentas del mal; todo lo excusa, todo lo espera, todo lo
soporta. Algunos han puesto como sujeto en lugar de amor al mismo Jesús, que
encarnó y mostró de modo insuperable y paradigmático el amor. El amor de que
habla San Pablo en este pasaje, está bajo “el signo del final”, tiende a la
definitividad, porque el amor no pasa nunca. “El principio es la fe, el fin es
la caridad”… Llama la atención que la palabra agape, en el periodo postapostólico, sea el término técnico que
indica el banquete eucarístico, que trae su origen del uso cristiano primitivo
de los banquetes en común y tiene gran eficacia en la vida social… se comprende
que la palabra “cáritas” (agape) se conserve sin traducir al castellano para
conservar más fácilmente su originalidad.[2] Nuestra vida cobra un
“sentido”, dar testimonio de Jesús, que es el Rostro conocido por nosotros del
Padre. Y ese testimonio, su ejercicio constante en el “campo de entrenamiento”, lo damos en una lucha por ser constantes y
por hacerlo siempre lo mejor que podamos. En este ejercicio se pone en juego la
fidelidad que no es “otra cosa” diversa del amor, sino uno de sus rasgos
característicos. El amor es fiel, permanece contra la “adversidad” del tiempo:
“El amor nunca pasará” (1Cor 13, 8a).
«El
martirio es un hecho que el cristiano no debe provocar; pero si viene, confía
que el poder de Dios le sostendrá y le dará la victoria en la prueba. Si otros
lo ponen en el trance crítico y decisivo de tener que elegir entre la fe en
Dios o renegar de Él, apoyando su debilidad en la fuerza de Dios, Señor de la
vida y de la muerte, está dispuesto a hacerle el homenaje de la propia
existencia.»[3]
«El mártir cristiano no es un desesperado que renuncia a continuar viviendo; ni
es un hastiado de la vida, que ve en la muerte la liberación; ni es un
“kamikaze”, como los pilotos suicidas japoneses de la Segunda guerra Mundial,
que murieron sembrando destrucción y muerte; ni es un “héroe rojo”, según lo ha
descrito el marxista E. Bloch, que cerrado a la supervivencia personal muere
por un “mundo nuevo”. El mártir cristiano ama la existencia; muere perdonando;
espera intensamente la vida definitiva en comunión con Jesucristo resucitado.»[4] Nos gusta insistir en el
significado de la palabra mártir, palabra griega que significa “testigo”. «Los
santos son el fruto más precioso del poder del Espíritu Santo en la Iglesia
para alabanza de la gracia de Dios, fecundidad de la Iglesia y servicio de la
humanidad. La fe manifestada en la entrega generosa de la propia vida hasta la
muerte hace de los santos la más elocuente acreditación del Evangelio. Es justo
que no se enjuicie a la Iglesia sólo por sus debilidades, olvidando los santos
que son admirable irradiación humanizadora… De entre los santos sobresalen
desde el principio de la historia de la Iglesia los mártires, cuyos cuerpos
destrozados fueron recogidos y enterrados por los cristianos con entrañable
amor, y cuyos trofeos, es decir, los momentos-insignias de su victoria, fueron
lugar de visita, de peregrinación, de culto, de memoria agradecida a Dios por
el triunfo de su muerte y de aprendizaje y esperanza en la vida eterna, que
ilumina las oscuridades de la vida presente»[5].
Siempre
ponemos en primer plano -con esta palabra- la idea del sacrificio cruento para
avalar nuestras creencias, soportando las torturas, inclusive, hasta dar la
vida. «Yo mismo cuando seguía las enseñanzas de Platón, oía repetir todo linaje
de calumnias contra los cristianos; sin embargo, al contemplar cómo iban
intrépidos a la muerte y soportaban todo lo que se tiene por más temible,
empecé a considerar ser imposible que hombres de ese temple vivieran en la
maldad y en el amor del placer. Y, efectivamente, ¿quién, dominado por ese amor
de los placeres, puede recibir alegremente la muerte que ha de privarle de
todos los bienes, y no tratará más bien por todos los medios de prolongar
indefinidamente su vida presente?»[6]
Pero
este don, este regalo que da Dios a algunos de sus elegidos, no es el único
modo del martirio. Hay un modo –casi diríamos que mejor, si no fuera porque el
propio Jesús perfeccionó el martirio de sangre muriendo en la cruz-; es el que
se suele denominar “martirio blanco” que consiste en la constancia, en la
durabilidad del testimonio, consiste en vivir toda la vida en coherencia con lo
que creemos. Por tanto, el martirio blanco es un martirio en términos de
perseverancia, de heroica persistencia. Observemos que ya en la Primera Lectura
se nos previene: “Te harán la guerra, pero no podrán contigo, porque yo estoy a
tu lado para salvarte”. (Jr 1,19) Jeremías es figura de Jesús en el Antiguo
Testamento.
Es
una Palabra muy tierna de Dios cuando revela que desde antes de ser concebido
ya Dios había trazado una vocación profética para Jeremías. Este
encargo-llamada no puede soslayarse, ni puede ser desdeñado; ya en otra parte y
en la situación del joven Samuel (véase 1 Sam 3, 10) vimos el designo de muy
voluntaria obediencia representado por la respuesta “¡Habla, que tu siervo
escucha!”. Esta presencia -previa a nuestra concepción- en el pensamiento de
Dios, encierra su paternal designio de llamarnos a la vida, con toda razón
pensamos en Él en términos de Padre dado que ya deseó nuestra existencia cuando
todavía no “existíamos”, valga decir, que estuvimos primero en el pensamiento
de Dios-Padre antes de estar en el vientre materno. Y no sencillamente como un
deseo vago de “tener un hijo” sino como el hijo muy deseado que “ya es
conocido” porque vamos a ser lo que Él ha querido y no otro. Quisiéramos
insistir en la belleza del designio puesto que “si ya nos conocía” no podemos
defraudarlo porque ya sabía quiénes somos, junto con nuestras limitaciones y
nuestras fragilidades; conocernos -desde antes- significa poder perdonarnos lo
que seremos y –verdadero amor paternal- amarnos “a pesar de”.
Todavía
un rasgo más del amor paterno: nos desea porque sus “amorosos proyectos” nos
toman en cuanta, nos incluyen. Nos ama y entramos en sus planes, en los que
vamos a jugar un “importante” rol. Desmiente la actitud de la paternidad
irresponsable que “echa hijos al mundo” y, se desentiende de ellos. Este es
Otro tipo de Padre, es un Padre Providente. En la forma de expresarlo el
profeta Jeremías, revisemos como es próvido Dios en su Paternidad: Hace a su
elegido
a) “Ciudad fortificada”
b) “Columna de hierro”
c) “Muralla de bronce”
No
importa quien venga a rivalizar o a amenazar, sean los reyes de Judá, o sus
jefes, o sus sacerdotes, o los simples campesinos, o toda la tierra, o sea, el
mundo entero. Y, es así como le infunde semejante fortaleza, “¡no podrán con él!”.
Jeremías
como Jesús en Galilea fue poco escuchado, Jesús también los prevenía, les
aconsejaba, les advertía seguir la Ley de Dios, a su pueblo; pero ¡que duro es
poder profetizar en el seno de nuestra propia gente! Parece ser que nadie tiene
el corazón más sordo que aquellos que más cerca están de nosotros. Esto lleva a
Jesús a declarar: “nadie es profeta en su tierra” (Lc 4, 24).
Cómo
se airaron aquellos Galileos que estaban en la sinagoga porque si eran judíos -como
lo eran- se creían dueños del monopolio de la salvación, y Jesús les muestra
que la fe en Dios trasciende las fronteras, que Dios no es el Dios de una raza,
ni de cierta nacionalidad sino que Dios-Padre-Providente no hace acepción de
raza, cultura, país sino que su corazón salva a todo el que se reconoce como su
hijo, al que lo acepta y lo obedece, al que construye paz y ama obrar con
justicia, y -muy especialmente- a quienes reconocen en los más débiles el
rostro del Crucificado. «La reacción de los presentes es inicialmente de
admiración y estupor. Pero después se muestran decididamente hostiles, hasta el
punto de querer matarlo. ¡Qué había sucedido? Los nazarenos no aceptan que uno
de ellos, uno a quien conocen desde niño y al que han visto crecer, pueda
hablar con autoridad de su vida… Los habitantes de Nazaret rechazan que el
Evangelio tenga autoridad sobre sus vidas. Cada vez que nos negamos a
escucharlo sucede lo mismo.»[7] En el Decreto Ad Gentes
del II Concilio Vaticano encontramos lo siguiente: “Pero tomó la naturaleza
humana íntegra, cual se encuentra en nosotros miserables y pobres, a excepción
del pecado (Cf. Heb., 4,15; 9,28). De sí mismo afirmó Cristo, a quien el Padre
santificó y envió al mundo (Cf. Jn., 10,36): "El Espíritu del Señor está
sobre mí, porque me ungió, y me envió a evangelizar a los pobres, a sanar a los
contritos de corazón, a predicar a los cautivos la libertad y a los ciegos la
recuperación de la vista" (Lc., 4,18), y de nuevo: "El Hijo del
Hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido" (Lc., 19,10). Mas
lo que el Señor ha predicado una vez o lo que en Él se ha obrado para la
salvación del género humano hay que proclamarlo y difundirlo hasta los confines
de la tierra (Cf. Act., 1,8), comenzando por Jerusalén (Cf. Lc., 24,47), de
suerte que lo que ha efectuado una vez para la salvación de todos consiga su
efecto en la sucesión de los tiempos”.
Volvamos
a Jeremías como proto-imagen de Jesús: «…a pesar de toda la debilidad de
Jeremías, resalta su fidelidad inamovible a la palabra de Dios. Tiene miedo de
la prisión, de la muerte, pero sabe anunciar y dar a conocer la Palabra del
Señor, sin dudar siquiera un instante y, ante el rey, dice explicita y
claramente: caerás en manos del enemigo, serás apresado, debes rendirte… La
gracia que debemos pedir. No la de tener siempre una valentía heroica sino la
gracia de decir, de hacer, de expresar cada vez lo que corresponde a nuestra
misión, ser fieles a nuestro mandato, cumplir las tareas cotidianas con
fidelidad… No busquéis el ser héroes, estad contentos con vivir la fidelidad a
la Palabra con paciencia, día a día, no dejándoos asustar por vuestros propios
miedos y cobardías… Tampoco nosotros somos héroes, y conviene conocerse y
aceptarse como somos porque el Señor ve nuestra debilidad, nuestro miedo al
sufrimiento, a la persecución, al martirio.»[8]
Nosotros aceptamos y queremos -de buen grado- ser
la viuda de Sarepta, o Naamán, el leproso sirio, para ser los que -sin ningún
atributo personal, con ningún merecimiento- sino -simplemente- por Su Benevolente Gracia,
fueron sanados o, en su tinaja y alcuza nunca faltó harina y aceite: «La fe,
que hace tomar conciencia del amor de Dios revelado en el corazón traspasado de
Jesús en la cruz, suscita a su vez el amor. El amor es una luz —en el fondo la
única— que ilumina constantemente a un mundo oscuro y nos da la fuerza para
vivir y actuar. El amor es posible, y nosotros podemos ponerlo en práctica
porque hemos sido creados a imagen de Dios.»[9]
[1]
Benedicto XVI, DEUS CARITAS EST. #17
[2]
Blazquez, Ricardo. DEL VATICANO II A LA NUEVA EVANGELIZACIÓN. Ed Sal Terrae
Santander-2013. p. 166
[3]
Ibid, p.141
[4]
Ibidem
[5]
Ibid. p. 139
[6]
San Justino. APOLOGÍA, ii, 12, 1-2.
[7]
Paglia, Vincenzo. UNA CASA RICA EN MISERICORDIA. EL EVANGELIO DE LUCAS EN
FAMILIA. Ed. San Pablo Bogotá-Colombia 2016. pp.34-35
[8]
Martini, Carlo María VIVIR CON LA BIBLIA Ed. Planeta Santafé de Bogotá D.C.
1999 pp. 293-295
[9]
Benedicto XVI. Op. Cit. #39