Re 4, 42-44; Sal 145(144), 10-11. 15-16. 17-18. Ef 4, 1-6; Jn 6,
1-15
Permíteme Yahvé,
hacer que tu Gloria resplandezca y no ser, precisamente yo, el eclipse de tu
Resplandor.
«Todo el género
humano es, en Adán, “como el cuerpo único de un único hombre”».
C.E.C. citando a
Santo Tomás de Aquino
El
Domingo pasado la Liturgia nos proponía la construcción de la Unidad desde la
Compasión. Hoy veremos el “cómo”. Esto de la unidad no es simplemente una
palabra bonita, es una tarea que a cada creyente le habla al corazón y lo
invita a un accionar responsable y comprometido: Se trata de “hacer comunidad”;
y, esto tampoco es un simple lema, no es una frase hermosa para hacer un
pasacalle o para imprimir unos plegables, ¡nada de eso! Si todos somos hijos
del Mismo Padre, todos somos hermanos y esta “hermandad” nos concita a dar un
salto que franquee las barreras del individualismo «El individualismo no nos hace más libres, más iguales, más
hermanos. La mera suma de los intereses individuales no es capaz de generar un
mundo mejor para toda la humanidad. Ni siquiera puede preservarnos de tantos
males que cada vez se vuelven más globales. Pero el individualismo radical es
el virus más difícil de vencer. Engaña. Nos hace creer que todo consiste en dar
rienda suelta a las propias ambiciones, como si acumulando ambiciones y seguridades
individuales pudiéramos construir el bien común»[1]. Ese individualismo que es una de las banderas
del secularismo-, se trata de superar la indiferencia, la indolencia, trabajar
contra el egoísmo, se trata del perdón, también de la tolerancia, de la
aceptación de la diversidad, se trata de la acogida, y muy especialmente, se
trata de la samaritanidad, de tener esas entrañas sensibles que se ponen en el
lugar del que sufre, de mi prójimo que ha sido asaltado y está allí caído,
herido, tirado a la vera del camino. Construir comunidad tiene tanto que ver
con aquella expresión de Jesús cuando les dijo a sus discípulos: “denles
ustedes de comer” (cf. Mt 14, 13-21; Lc 9,13 y Jn 6,9). «Todos tenemos responsabilidad sobre el
herido que es el pueblo mismo y todos los pueblos de la tierra. Cuidemos la
fragilidad de cada hombre, de cada mujer, de cada niño y de cada anciano, con
esa actitud solidaria y atenta, la actitud de proximidad del buen samaritano»[2].
Nos
corresponde, pues, poner muchísima reflexión sobre esto que dice en la Antífona
de Entrada de este Domingo: “Dios hace habitar unánimes en su templo a sus
hijos”. A ver, ¿qué es esto de “unánimes?” Esta palabra resultó del ensamble de
dos palabras latinas: unus y anima que corresponden en nuestra lengua
a uno y alma; o sea que el Señor confía en que al venir al Templo a
celebrar el Día del Señor todos estemos animados por la misma y única Alma (un
mismo corazón y un único sentimiento). ¿Cuál es el Alma que nos unifica a todos
los fieles? El Espíritu que nos ha enviado en cumplimiento de su Promesa. Ha
aparecido un letrero descomunalmente enorme. Toda la humanidad lo puede leer.
“Se buscan voluntarios para ayudar –en pleno siglo XXI- a obrar un milagro”. Voluntarios
que se dejen trillar y amasar para hacer con ellos un sabroso trozo de pan,
gente que no le de asco inclinarse a lavar los pies de un “compañero”,
voluntarios que prefieran decididamente la unidad a la división. Gente con el
corazón pleno de amor y entrañas sensibles, capaces de enternecerse, idóneos
para la compasión.
La
Primera Lectura vaticina a Jesús. También en este episodio el profeta Eliseo da el pan; veinte panes se multiplican
y alcanzan para 100 comensales; el profeta piensa primero en los otros que en
sí mismo. En el trasfondo está el Señor-Dios–Padre. Eliseo confiesa que su
actuación se desprende de la “orden” de Yahvé, la Palabra del Señor indica la
ruta del “hacer”, y lo que el Señor dice se cumple, tal cual, no sólo comen
sino que abunda –mejor todavía- sobreabunda. Por eso la palabra clave
que descifra el resto del mensaje es “abundancia”, el Señor no da con
mezquindad, no estamos ante un dios-tacaño, estamos ante יְהוָ֖ה
אָכֹ֥ל וְהֹותֵֽר Dios-que-da-todos-comen-y-sobra: Dios
previsor, Dios-generoso, Dios-providente.
Dios siempre se ocupa y se ocupará, Dios-aprovisiona a su fiel,
recordamos por su especial consonancia con este episodio, el sacrificio de
Abraham. Él no llevaba una ofrenda sacrificial de reemplazo, el Señor le habría
pedido a su hijo, él no se lo negó. Pero Dios provee una ofrenda sustitutiva:
allí hay un carnero con los cuernos enredados en las ramas de un arbusto, en
tal situación, Abrahán decide llamar el lugar יְהוָ֣ה ׀ יִרְאֶ֑ה “El-Señor-da-lo-necesario” (Gn 22,
14b).
El
Señor provee, con profusión, con exagerada prodigalidad, el Señor es oportuno
en su respuesta, tiene el don para el momento exacto, el Señor conoce el
momento justo y es inmediato al momento oportuno. No es un Padre-permisivo, que
deja a sus hijos caer en el capricho. Pero, sin ninguna clase de duda, está
allí y dará cuando conviene. Si bien Eliseo en este pasaje pre-anuncia al Hijo
de Dios, Jesús potencia la “abundancia” de Eliseo. Jesús da de comer a cinco
mil, aun cuando los recursos son excesivamente menores, no tiene a su
disposición los veinte panes de Eliseo, Él sólo cuenta con cinco panes y dos
peses. Destacamos la abundancia en esta perícopa: “… llenaron doce canastos con los trozos de
los cinco panes de cebada que sobraron a los que habían comido” (Jn 6, 13). Περισσεύσαντα
(que en nuestras traducciones aparece como “sobrantes”) comunica la
idea de dar con “medida rebosante”, comunica que “sirve hasta el tope y se
derrama”, expresa el hecho de que “supera la expectativa”, en fin, sobreabunda. Si repasamos las Escrituras
encontramos diversos episodios de generosidad indescriptible que definen a Dios como el Señor-rico-en-prodigalidad. El
episodio de las Bodas de Caná (Jn 2, 1-11) es prototípico y paradigmático.
Allá el signo es el Vino, aquí el signo es el
Pan. El pan es signo de todo alimento, signo del alimento material y, óigase
bien, no menos sígnico del alimento espiritual. Hay una esencia sacramental en
el pan. El pan es signo de comunidad en la misma medida en que es siempre la
unificación de granos plurales de cereal. Muchos granos hacen un solo pan:
muchos hombres, aunados (recalquemos el significado de esta palabra, a-unado, unánimes, “muchos hechos uno”,
impulsados por el mismo Espíritu) hacen comunidad. La palabra comunidad tiene
varios parientes que nos pueden –por aproximaciones sucesivas) acercar a su
significado, entre ellas: comuna, comunero, comunicación. Si uno quisiera
acercarse con premura a su núcleo semántico podríamos definirla como la asociación
humana que ha alcanzado la unidad: Comunidad = con-unidad.
San Pablo en la Segunda Lectura nos propone
siete hálitos de unidad, son razones más que suficientes, no son obra y gracia
humana, sino don divino: 1) un solo cuerpo; 2) un solo
Espíritu, 3) una sola esperanza; 4) un solo
Señor, 5) una sola fe, 6) un solo bautismo; 7)
un solo Dios y Padre (Ef 4, 4-6a). Aquí es donde llega otra palabra
con una etimología connatural con la de com-unidad: la de compañero. ¿Quién es
el compañero? Es el prójimo especial que ha alcanzado la unidad en el único
cuerpo de los creyentes comiendo del mismo “pan”. Quizás por eso San Pablo lo
nombra como primer impulso hacia lo “Uno”: Un solo cuerpo, el Cuerpo Místico de Cristo, donde todos
somos uno, la comunidad eclesial, en ella somos Uno gracias al Único Dios y
Padre, al Único Señor y al Único Espíritu. Esta Santa Trinidad nos entrega la unidad a través de “virtudes” es
decir, una fuerza, un valor, una valentía que nos capacita para resistir, para
ser fieles, para ser “humildes y amables, pacientes, tolerantes unos con otros
en el amor”.(Ef 4, 2): Compañero es precisamente el que comparte con nosotros
el mismo pan, procede del latín ‘cumpanis’ (cum: con panis: pan), cuya
traducción literal es ‘con-pan’ dándole el
significado de ‘compartiendo el pan’, o sea ‘los que comparten el pan’, los
que ‘comen de un mismo pan’.
Esta
manera de compartir, nos lleva a una “novísima visión de la economía”, una que
sea consonante con el “hombre nuevo”, aquel que es célula del Cuerpo Místico de
Cristo: Es una economía “otra”, que nos asombra (por su novedad), porque no es
mercantil, mucho menos mercantilista. No la obnubila la pasión del
enriquecimiento, está basada en el “compartir”, exige sensibilidad (similar a la
de la Virgen Santísima cuando notó que se les estaba acabando el vino a los
recién casados de Caná). Algo impensable e inimaginable para quienes hemos
vivido, toda la vida y miles de años sumidos en la compra venta, terca en su
pasión por la “ganancia”. ¿Cómo –se nos pregunta con sorpresa- se puede
construir una economía basada en la satisfacción de necesidades, cimentada en
la fraternidad y en la solidaridad?
En este
punto de nuestra reflexión se tocan dos mundos: el de la fe y el del gobierno
del mundo: el de las realidades del espíritu y aquel de las realidades
materiales. Nosotros siempre hablamos del “hombre integral” el que no puede
diseccionarse en dos personas distintas, casi diríamos “divergentes”, ofuscados
por una ideología esquizofrénica: de un lado el cuerpo y, del otro lado (ojalá
post-mortem) el espíritu; y en aras de mantener excluyentes las dos esferas,
sacrifica la unidad del ser. Por lo tanto se trata de una ideología diabólica.
¡Claro
que el asunto es espinoso! Jesús resuelve el problema, multiplica el pan, ellos
se lo quieren llevar para hacerlo rey. Y muchos hay que dicen: ¿Qué más podía
esperar? Su manera de mostrarle gratitud es el deseo de nombrarlo para el cargo
más alto… Ahí es donde, como solía ocurrir, ¡no le hemos entendido nada! Jesús
no vino para poner un restaurante comunitario y alimentar miles de barriguitas
diariamente y montar una transnacional de “beneficencia”, eso de ninguna manera
dignificaría al hombre, peor aún, lo denigraría, sería peor el remedio que el
propio mal.
Por eso,
Él se les escabulle, Él no vino a reinar sobre nadie, vino a servir: Él es el
Rey-que-se-hizo-Siervo, Él es el Cordero-de-Dios, y… ¡se ata una toalla
alrededor de la cintura, toma un platón y se inclina a lavar los pies! Hay algo
que dice la Madre Teresa de Calcuta que nos ha hecho pensar mucho: «No debemos
preocuparnos de por qué existen los problemas en el mundo, sino simplemente
responder a las necesidades de las personas. Hay quienes opinan que si nosotros
damos caridad a los demás eso hará disminuir la responsabilidad de los
gobiernos para con los pobres y los necesitados. No me preocupo de esas cosas
porque los gobiernos no suelen ofrecer amor. Me limito a hacer lo que yo puedo
hacer; el resto no es asunto mío. Dios ha sido muy bueno con nosotros: las
obras de amor constituyen siempre un medio para acercarnos a Dios.»[3]
Entonces,
¿qué es asunto mío? Pues Jesús me da una instrucción, me ordena ir y recoger
las sobras, y no permitir que se desperdicie nada, no permitir que manos
voluntarias se queden vacantes, que generosos corazones se vean imposibilitados
de brindar su propia entrega y su capacidad de servicio, no generar ni proponer
obstáculos al impulso de la gracia que florece en cientos de millones de
diferentes formas. ¡Que yo no sea el impedimento para que el milagro de la
multiplicación se dé! Lo demás, como dice la Madre Teresa, “no es asunto mío”. ¡Está
en las manos de Dios!
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