Ex 16, 2-4. 12-15; Sal 77, 3. 4b. 23-24. 25 y 54; Ef.
4, 17. 20-24; Jn. 6, 24-35
La historia de la
salvación tiene un final feliz. Permíteme anticipar esa felicidad en mi vida,
Señor.
Carlos G. Vallés s.j.
La situación del pueblo
no se resuelve solamente con la comida. ¿Y el resto?
Ivo Storniolo
Estamos
ante el gran tema del pan. Ante la gran cuestión de “Él, que nos dio a comer el
Pan del Cielo”.
La
Antífona de Entrada nos da una novísima interpretación de la palabra “Rey”. Se
refiere a Dios como “Auxilio”, como alguien dispuesto a “socorrer”; alguien que
está disponible cuando sea invocado. El Rey es “Auxilio” y “Liberación”. Si
vamos a nuestros depósitos teológicos -donde habremos acumulado todo nuestro
bagaje espiritual- de inmediato caemos en la cuenta que esto no es en realidad
ninguna novedad. Siempre nos hemos referido al Reinado de Dios en estos
términos; lo que sí hemos hecho es, relegar este saber a segundo término, para
priorizar una imagen de Dios muy otra. A esto lo podríamos denominar
“alienación de la imagen divina”; ¿qué quiere decir? Que otra vez hemos
conculcado el Dios-que-se-ha-Revelado, para suplantarlo con la imagen de un
dios-vigilante-castigador. Aquel es Dios, este de acá, un ídolo (gr. εἴδωλον), imagen de divinidad, no Divinidad
sino pseudo-divinidad.
Creer
en Dios es ¡saber que Él puede! Por eso lo que le vamos a pedir hoy se base en
la convicción de Su Poder. Lo que le rogamos hoy es que “restaure los dones
creados y que conserve lo que restaura” (Cfr. Oración Colecta). En su Realeza,
Él lo puede hacer y en eso consiste Su Reinado. Pero nosotros podemos
neutralizar su Poderío, desconfiando; así hará pocos milagros entre nosotros;
no porque no pueda, sino porque nuestra cortedad de fe lo eclipsa. ¿Para que
derramar todo su Esplender entre aquellos que desdeñan su Luz?
En
el caso de Jesús, el tema de su reinado, que no es el reinado de una sola
persona, sino el de la Trinidad, se tiene que entender que no se trata de
coronarlo Rey puesto que ya lo es. Tampoco se trata de concederle la Divinidad
porque Él la detenta por los siglos de los siglos. Se trata de poder, digámoslo
así, “acceder” a su Realeza. Su Realeza es lo que resulta
desconcertante: Acabamos de verlo alejarse, evadirse. Esquiva su
“entronización”: “Jesús, conociendo que pensaban venir para llevárselo y
proclamarlo rey, se retiró de nuevo al monte, él solo.” (Jn 6, 15). Él no
quiere este tipo de proclamaciones. Pero, echemos una mirada analítica sobre
tal actitud.
Seguimos
a Jesús para saciarnos de Él, no para llenar la tripita y tener el sustento
garantizado arrullados al pie de las “ollas de carne” de las que se nos habla
en Ex 16, 3; y la yuca siempre en el plato, como un contrato con Dios:
aliméntanos que nosotros dormiremos con las piernas y los brazos cruzados, que
el mundo siga girando que nosotros tenemos el estómago bien lleno: ¡Vida de
chanchos! Y –en cambio- Él quiere dignificarnos con la Dignidad de “hijos de
Dios”.
¿Es
ese el Rey que queremos? Pues Jesús, ante tamaña desfiguración de Cristo (el
Ungido) –como vimos la semana anterior “huyó solo a la montaña” Jn 6, 15c. La
gente no había entendido nada. El signo de la multiplicación de los panes que
debía leerse ante todo como super-abundancia de espiritualidad, fue entendido y
falseado como despensa franca. Teníamos el milagro justo frente a nuestros ojos
y no lo pudimos entender, lo que entendimos fue otra cosa. Esa actitud cómoda
que nos brota con automatismo, sin reflexionar, simplemente sale de los poros;
ha recibido el nombre de “recostarse”, porque efectivamente significa poner a
Dios a arar, sembrar, recoger, moler, amasar y hornear el pan, mientras
nosotros estamos muellemente recostaditos, ¡roncando!…
Ya
hemos dicho que “esta gente” quiere proclamarlo rey porque les ha saciado un
hambre, la física; preguntémonos si ¿esa podría ser la meta de Dios?, el
montaje de un restaurante popular que
otorgue comida gratis. ¿Sería semejante proyecto un “plan Salvífico”? Cierto
que algunas personas requieren urgentemente este pan, cierto que este milagro
puede socorrer a algunos que están muriendo de hambre, y no son pocos.
Seguramente pensando en ellos Jesús señaló: “Denles ustedes de comer” Mc 6, 37a.
Para esos que están en la inanición, el pan material es una urgencia
impostergable, pero esa es sólo una faceta de la gran tarea salvífica. Cuando
nos reta a darles “nosotros mismo” de comer nos señala una tarea que no es la
salvífica, no es esa estrictamente hablando la labor divina sino la competencia humana. Dios ilumine esta
paráfrasis: “Ocúpense ustedes de esa labor, a mí me compete una mejor, más
sublime, más humanizante”.
La
economía de La Salvación no se centra en el hambre inmediata, la Salvación es
un proyecto más integral, más holístico –si se quiere-, va más allá de las
soluciones que llamaremos “parciales”; el ser humano requiere soluciones que lo
dignifiquen, que vayan más alto y más al fondo que el pan limosnero. (Queremos
insistir que este afán, también es válido, también hay que contestarlo, no es
menos importante, pero no es algo que no se habría podido resolver sin que Dios
se encarnara. Para aquel que no tiene ni un mendrugo, esa es la primera
urgencia, pero para muchos que tenemos resueltas estas necesidades, hay
apremios más acuciosos). No queremos de ninguna manera desviar la mirada del
pobre a quien Jesús mismo nos enseñó a mirar y a tender con opción
preferencial. No podemos ignorar al que pasa hambre física, pero tampoco el Rey
de Reyes ignorará al que está saciado de alimento pero sufre otras ansias. Se
trata –no lo olvidemos- de poner la realeza de Dios en su justa dimensión para
captar por qué rehusaba Jesús el reconocimiento como reyezuelo y por qué su
reinado es de otra especie.
Vemos,
de inmediato, que al hambre física Dios puede contestar con codornices, o puede
dejar al retirarse la capa de rocío, algo muy fino que alimenta, como semillas
de cilantro, amarillentas y que sustenta muy bien aun cuando no sepamos ni cómo
se llama y preguntemos: “¿Y esto que es?” (recordamos que en lengua hebrea ¿Qué
es? Suena como “man-hu”). Habría bastado Moisés. Dios podría nutrirnos sin
pasar por el pesebre, el destierro a Egipto, su vida en Nazaret y Galilea, sus
milagros y sus parábolas, su pasión y su crucifixión, y su entierro y
resurrección. Digamos que todos aquellos problemas “económicos” se pueden
resolver sin Jesús.
Jesús
vino a elevarnos, de nuestro egoísmo y limitación, de nuestra ceguera y
nuestras ambiciones, de nuestras avaricias y nuestras idolatrías esclavizantes.
Jesús vino y se hizo uno de nosotros para que nosotros pudiéramos alzarnos a la
categoría de hijos. Vino a sublimar nuestro “barro” y a dignificarlo como
barro-trascendente, barro capaz-de-fe. En fin, digámoslo breve pero
contundentemente, vino a participarnos su Realeza, porque sólo así podíamos llegar
a ser capaces-de-Dios.
Si
Él se hubiera ocupado de ser Rey-de–esa-manera, de simplemente llenarnos la
pancita, nosotros seríamos más esclavos, más idolatras, cada día habríamos
vivido añorando las cebollas y las ollas de carne que se comían en Egipto. Cada
día seríamos más fetichistas, más alienados, menos libres. Sí Él hubiera
resuelto todos nuestros afanes alimenticios y de techo y vestuario por arte y
golpe de la varita mágica, no pasaría de ser un mago de feria un Jesucristo
Superstar, héroe farandulero. Y nosotros, en vez de ser sus hermanos, seríamos
cada día más estiércol.
Por
eso, lo que Él hace es hacerse a Sí mismo pan-nutricio. Si el alma está en la
sangre, nos participa su alma dándonos a beber el Cáliz de su Sangre. Y sigue
transhistóricamente haciéndose pan para “cebar leones” –al decir de San Ignacio
de Antioquía- porque no nos infunde servilismo sino decencia, fuerza y dignidad.
Nos maravillan los santos, admiramos la valentía de los mártires, es que la
Eucaristía “ceba leones”.
Reflexionemos,
¿qué mogolla puede sacar de nosotros –barro vil- el destello fulgurante de la
santidad y la valentía desmedida de los mártires? ¿Cómo pueden hombres –comunes
y corrientes- obrar milagros y enamorarnos de Cristo y hacer sobrevivir la
memoria de Jesucristo a través de más de veinte siglos?
Ese
es el verdadero estilo de Rey, no rey mundano sino Rey-Celestial. Un reinado
basado en la entrega, en la donación, en el servicio, en el perdón y el amor.
Un reinado que nos acrece, nos ensalza, nos participa todo lo de Él, para
recuperar lo que un malhadado error nos perdió, para deshacer el engaño de la
serpiente y abandonar las torpes idolatrías que el Maligno-abundante-en-artimañas
desparrama doquiera para nuestra perdición. Jesús vino para rescatarnos la
imagen y semejanza según la que fuimos creados. ¡Él pagó el rescate!
¡Él
no quiere ser Rey para tener súbditos! Dejen que el Espíritu renueve su mente y
revístanse del nuevo yo, creado a imagen de Dios, en la justicia y en la
santidad de la verdad (Ef 4, 24). Para eso precisamos a Jesús; los pasos no se
podrían dar sin Él. Sólo Él es mayor que las añagazas con las que el
Ángel-caído quiere fraguar y eternizar nuestra perdición. ¡Sólo su reinado nos
hará libres! Él es el Rey que libera, el que no cede a la tentación y nos enseña también a rechazarla,
a superarla. ¡Que entre el Rey de la gloria! ¡Que entre y pase al fondo, a lo
más hondo de nuestro corazón!
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