Lev 13, 1-2. 44-46;
Sal 31, 1-2. 5. 11; 1Cor 10, 3 1 -11, 1; Mc 1, 40-45
¡Y cómo no iba a
querer curarlo Jesús, si vino para eso: para sanar! Lo dejó más limpio que bebé
entalcado y perfumado. Las llagas y el dolor se convirtieron en salud y alegría.
Héctor Muñoz
Una
de las más comunes estrategias para descargarnos de la responsabilidad es la
cacería de culpables, la búsqueda de “chivo expiatorio”, encontrar a alguien
que “cargue con el pato”. En la Primera Lectura encontramos un procedimiento
para fabricar la marginación. Al
chivo expiatorio, sobre el que los culpables ponían la mano en la cabeza para
transferirle la culpa y luego era condenado a la extradición, por lo general en
el desierto, donde las fieras daban buena cuenta. En el camino de la Redención
humana hallamos la urgencia de la reintegración y la reconciliación para enfrentar
este fenómeno de exclusión y marginalidad. «La reconciliación debe estar
particularmente atenta a los que más fácilmente son descuidados, marginados,
abandonados. He aquí entonces el compromiso contra las diversas formas de
marginación, desde las que acompañan desde siempre la vida del hombre hasta las
que son características de nuestras sociedades. Ayudar a todos los hombres a
comunicarse entre sí, a encontrar o reencontrar un lugar en la sociedad, es una
tarea urgente del cristiano.»[1]
Ya
en el Génesis Adán le transfiere la responsabilidad a Eva: “La mujer que me
diste por compañera me dio de ese fruto y yo lo comí” (Gn 3, 12b). Así a través
de toda la historia hasta nuestros días. Se apela con suma frecuencia a este
expediente. Con frecuencia la primera pregunta que viene a la mente es esa: ¿A
quién le puedo echar la culpa? Y luego ¡que sea castigado, eso sí ¿quién le
manda?! Al castigo, fuera del desprecio, se añade el aislamiento, la exclusión,
el rechazo, -y como lo hemos dicho antes- el destierro. Y es que el aislamiento
y la soledad nos debilitan, nos demuelen, nos sumen en la indefensión. Hoy
leemos: “… traerá la ropa descosida, la cabeza descubierta, se cubrirá la boca
e irá gritando: ‘¡Estoy contaminado! ¡Soy impuro! Mientras le dure la lepra,
seguirá impuro y vivirá sólo, fuera del campamento”. Lev 13, 46. Muchos dirán,
‘suma prudencia’ se entiende como una precaución contra una enfermedad tan terrible
en una sociedad pre-científica’ donde no se conocían los antibióticos y donde
no se podía distinguir si era o no la enfermedad de Hansen o sólo era salpullido,
eczema, tiña o sarna. De inmediato viene la pregunta: Jesús ¿cómo actúo y cómo
nos enseñó a actuar? Jesús se compadeció de él (los eruditos nos informan que
en el texto antiguo dice que ‘se llenó de ira’ ¿por qué se enojó Jesús hasta tal
límite? «Contra quién estaba airado Jesús: contra una sociedad que, en vez de
dar vida y salud a las personas, conduce a la marginación»[2]
Ahí está la gran diferencia entre el Antiguo Testamento y el Nuevo. Jesús no rechaza, no excluye, no aísla. Por el contrario, lo toca y sana (aun cuando ese contacto haga que Él -a los ojos fariseos- quede impuro y tenga que quedarse en lo sucesivo en las afueras, sin poder entrar en la ciudad); y –para que supere la marginación- le hace cumplir todo el protocolo, para que quede legalmente” reincorporado a la comunidad. Dado que los administradores de esa “reglamentación” eran los sacerdotes (estamos leyendo precisamente del Levítico) y sólo ellos podían levantar la proscripción, lo manda que se presente ante ellos para que puedan constatar que ahora está “limpio” a la vez que para que pague la multa y pueda obtener -por así decirlo- el ‘certificado de sanidad’.
Así
mirando las páginas de la historia nos topamos con una sucesión ininterrumpida
de marginaciones, contra pueblos enteros –en muchas ocasiones- también contra
razas enteras, a los que se acusaban de ser la causa de tal o cual problema;
también a Jonás lo arrojaron al mar para que la ballena se lo tragara por ser
el “culpable” de la tormenta terrible que los amenazaba de naufragio. En el
Éxodo leemos la orden de matar a todos los niños varones, hijos de las
Israelitas, y en la infancia de Jesús, una de sus páginas nos habla de la
sentencia de Herodes contra los “Inocentes”. La mujer ‘adultera’ iba a ser
apedreada pero del hombre que participó en el adulterio, no se da noticia de
castigo alguno, a ese –tan responsable o más que ella, salió impune, el “chivo
expiatorio” era “sólo ella”.
Jesús
es un revolucionario, (no que anduviera con fusil y granadas cambiando el mundo
con violencia) sino que tiene una línea radicalmente distinta: Él va por la vía
totalmente contraria: Él recupera, reinserta, sana y re-incorpora. Él nos
enseña no a despreciar sino a perdonar, es más a entender al otro hasta el
límite de justificarlo: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” Lc
23, 34. Y San Esteban el primer mártir aprendió la lección, así leemos en
Hechos de los Apóstoles: Κύριε, μὴ στήσῃς αὐτοῖς ταύτην τὴν ἁμαρτίαν. “Señor, no les tomes en cuenta este
pecado”. (Hch 7, 60c).
Así,
sin ninguna necesidad de abundar en citas, he aquí la enseñanza de hoy, que no
es la del rechazo y la culpabilización, sino la del perdón –y lo que es más
importante- del desvelo por rescatar, por redimir, por restituir al seno de la
comunidad al que aparentemente está “perdido”. La lección de hoy se dirige a
modelar nuestro corazón y nuestras acciones según el patrón del Divino Corazón
de Jesús, que tiene corazón de Buen Pastor y no ha venido a juzgar al mundo
sino a salvarlo. cfr. Jn 12, 47. «Nuestra sociedad necesita hombres de paz y de
dialogo. Hay que volver a crear el consenso sobre algunos valores
irrenunciables: la dignidad del hombre,
de su vida, de su libertad, de sus relaciones familiares, de su trabajo.
Para que las afirmaciones de principio sean cada vez más evidentes y eficaces y
no sean predicaciones inútiles, es necesario que estos valores se vivan
efectivamente, sean defendidos, y cultivados por medio de un serio compromiso
moral, una búsqueda del verdadero bien del hombre, una renuncia a toda forma de
egoísmo y de instrumentalización de los demás. Es necesario que estos valores
nacidos en la conciencia y en la vida ética de cada uno, se conviertan en mentalidad
común, costumbre social, ley civil. Y como esta obra de reconciliación se
refiere a la victoria sobre los egoísmos y sobre las instrumentalizaciones, se
ve la conexión con el Evangelio9 cristiano que anuncia la victoria real y
eficaz del perdón de Dios sobre el pecado del hombre. »[3] «Se requiere una obra de educación que hay
que hacer en las familias y en las comunidades. Las instituciones cristianas
que hacen una experiencia significativa de compromiso laical debería ofrecer a
las familias y a las parroquias lugares, instrumentos, itinerarios estimulantes
para educar a los jóvenes a formas de compromiso laical cada vez más
proporcionadas a las inmensas necesidades de la sociedad actual y cada vez más
capaces de encauzar las maravillosas energías de generosidad, de espíritu
misionero y de voluntariado presentes en los jóvenes.»[4]
Pero
hasta ahí, sólo hemos atendido una cara de la moneda. Aún tenemos que ver el
otro lado del asunto: La Reconciliación Sacramental: Para
ello vamos a referirnos al hecho que el Card. Carlo María Martini llamaba coloquio Penitencial.
«Qué
entiendo por coloquio penitencial? Entiendo un dialogo hecho con una persona
que me representa la Iglesia, concretamente un sacerdote, con el cual trato de
vivir el momento de la reconciliación de un modo que sea más amplio que el de
la confesión breve, que enumera simplemente las faltas.
Voy
a tratar de describir cómo se hace… Si se puede, es mejor empezar el coloquio
con la lectura de una página bíblica, por ejemplo con un Salmo. Sigue un triple
momento que sintéticamente llamo Confessio
laudis, confessio vitae y confessio
fidei. Confessio laudis es comunicar este coloquio penitencial contestando
a la pregunta: desde la última confesión, ¿cuáles son las cosas por las que
tengo que agradecer más a Dios? ¿Aquellas cosas que me hacen sentir a Dios más
cerca, en las que he palpado su ayuda, su presencia? Hacer emerger estas cosas,
comenzar con esta expresión de agradecimiento, de alabanza, que pone nuestra
vida en el cuadro justo.
Después
sigue la confessio vitae.
Evidentemente encuentro muy justo lo que se enseñaba en la práctica de la
confesión, es decir, confesarse según los diez mandamientos o según otro
esquema, pero para esta confessio vitae
yo sugeriría –para los que tengan más posibilidad de tiempo- esta pregunta: a
partir de la última confesión ¿qué es lo que Dios no quisiera que hubiera
sucedido? ¿Qué es lo que me pesa? Por tanto, más que preocuparme por una lista
de pecados –que se puede también hacer cuando hay cosas muy graves y precisas,
porque emergen por sí mismas- se trata de ver las situaciones que hemos vivido
y que nos pesan, que quisiéramos no hubieran pasado y que precisamente por esto
las ponemos delante de Dios para que se nos quiten de encima, para quedar
purificados.
Así
realmente nos hacemos resaltar, tal como somos. ¿Qué quisiera que no hubiera
sucedido? ¿Qué es lo que me pesa particularmente delante de Dios? ¿Qué quisiera
que Dios me quitara de encima? Así es más fácil hacer emerger realmente a la
persona con sus situaciones siempre mudables, con su realidad de pecado a
menudo no documentable. En fin, la confessiio
fidei que es la preparación inmediata para recibir su perdón. Es la
proclamación delante de Dios: Señor, conozco mi debilidad, pero sé que Tú eres
fuerte. Creo en tu potencia sobre mi vida, creo en tu capacidad de salvarme así
como soy ahora. Te confío mi pecaminosidad, arriesgando todo, la pongo en tus
manos y ya no tengo más miedo.
Es
decir, hay que tratar de vivir la experiencia de confianza, de alegría, como el
momento en el que Dios entra en nuestra vida y nos da la Buena Noticia: “Vete
en paz”, me he encargado Yo de tus pecados, de tu pecaminosidad, de tu peso, de
tu fatiga, de tu poca fe, de tus sufrimientos interiores, de tus cruces. Los he
cargado Yo para que tu quedes libre de todo.»[5]
Así,
nuestro discipulado se hace Reconciliación de una manera doble: “recuperando” a
otros, a los excluidos; y, sanando en mí mismo las lepras que me alejan y me
incomunican. Abro pues mi vida para que sea el Señor quien me sature de su poder
vivificante y me haga discípulo-misionero que pregona bien alto y divulga los
hechos que Jesucristo obra en mí.
[1]
Carlos, Martini. Card. POR LOS CAMINOS DEL SEÑOR. MEDITACIONES PARA CADA DÍA.
Ed. San Pablo. Santafé de Bogotá-Colombia 1995. p. 399
[2]
Balancin, Euclides M. CÓMO LEER EL EVANGELIO DE MARCOS ¿QUIÉN ES JESÚS? Ed. San Pablo Bogotá. D.C. – Colombia
2002. p. 38
[3] Carlos, Martini. Card. Op. Cit. pp. 398-399
[4] Ibid. p. 400
[5]
Ibid. pp. 431-432
Dios todopoderoso, que nos has comunicado la vida y manifestado tu Salvación, te alabamos y te bendecimos. Gracias, Señor gracias por el don de toda vida humana y perdónanos porque rechazamos tu Gracia cuando excluimos a otros de nuestra existencia, cuando los lesionamos fisica o moralmente porque nos incomodan o piensan distinto a nosotros
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