Is
63, 16b-17. 19b; 64, 2b-7; Sal 79, 2ac y 3b. 15-16. 18-19; 1Cor1,3-9; Mc13, 33-37
Resulta justo y
necesario darle a la Navidad, más allá de su presentación folclórica, turística
y comercial, su dimensión profunda cristiana, fundamento de todo lo demás. Sin
el fundamento, todo lo demás resulta superficial y vano.
Alfonso Llano
A la verdadera
navidad no se regresa por el camino de la falsa ternura, del mentiroso
aniñamiento, del sentimentalismo. Sólo se recupera teológicamente, es decir,
atreviéndose a creer en serio lo que decimos festejar.
José Luis Martín
Descalzo
A
todos nos es dado entender que hay un doble tipo de espera que con frecuencia
distinguimos “espera pasiva” y “espera activa” para diferenciar la espera que
se limita a dejar transcurrir el tiempo, para que llegue la fecha señalada, o
una espera -llamémosla “comprometida”- que se asume como “tarea” de
aprestamiento. La preparación es una verdadera gestación, un proceso de
acondicionamiento y maduración, que, en la analogía con la maternidad, halla su
culmen en el acopio de ropas y cuna –con su propio tendido de cama- para el
bebé que habrá de nacer. El proceso de “gestación” que se da con una suerte de
automatismo biológico, va acompañado de una “gestación psicológica” en la que
se acopia información y -lo más importante- se dispone el corazón, para
alcanzar la mejor manera de encarar esa llegada del recién nacido. Por ejemplo,
los papás que ya han tenido hijos se ven abocados a preparar a los hijos
mayores para la aceptación y bienvenida del que va a llegar. Esta analogía nos
puede insinuar pautas de preparación para celebrar el nacimiento de Jesús.
El
Adviento, que significa “Venida” o “Llegada” es un Tiempo Litúrgico que tiene
un intenso sentido de preparación, la
Navidad celebra el nacimiento del Divino Niño Jesús, pues el adviento nos abre un compás de tiempo para disponernos, nos preparamos para hacer de nuestro
corazón una digna morada para que el Señor llegue a él y nazca en el Pesebre de
Nuestro Corazón: Queremos que al nacer Jesús encuentre en nuestro pecho un
tibio nido con blandas pajitas y en él pueda recostarse y esté al abrigo de las
frías noches. Todos los signos exteriores que decoran este Tiempo no son
meramente un colorido y luminoso adorno para el jolgorio infantil, sino que
todas esas luces y adornos son el lenguaje tornasol con el que expresamos
nuestro proceso de disposición para darle acogida, en nuestra vida, al Dios
Encarnado que se hizo hombre para Redimirnos. Siendo así, no está destinado a
los niños, sino que todos –obedeciendo las Enseñanzas de Jesús- nos hacemos
como niños para acceder al Reino, porque es el Mismísimo-Dios quien nace, del
Vientre Virginal de María Santísima y cuya Luz Salvadora resplandecerá en los
ojos de nuestra espiritualidad sí sabemos ver, es decir, sí permanecemos vigilantes.
«De
todas las tareas que hoy se plantean a un cristiano, la más urgente sin duda
alguna, es la de recuperar la navidad. Esa navidad secuestrada por el
consumismo, devaluada por el folclore sentimental, intoxicada por el
ternurismo, vaciada por las alegrías baratas, asfixiada por los atracones
digestivos, emborrachada por el champagne, asordinada y cloroformizada por la
rutina y por unas supuestas tradiciones que, en lugar de resaltar lo que festejamos
acaban por tragárselo.»[1] Para esta época, no
sabemos cuánto se gasta en bolas para el árbol, cintas doradas, iluminaciones,
guirnaldas y festones; y cuán poco pronunciamos el Dulce Nombre de Jesús y cuan
poco construimos en nosotros las condiciones para acoger a Dios-en-nosotros.
También se nota que, viniendo de la celebración de la Solemnidad de Jesucristo
Rey del Universo, donde Jesús nos proponía las obras de Misericordia, para que
–usando la frase de San Juan de la Cruz- en el atardecer de nuestra vida seremos
juzgados en el amor; más bien parecería que toda esa “palabrería” del fin de
año litúrgico la hubiéramos desplazado al cuarto de San Alejo, para abrirle
campo, al “árbol de navidad” y todos sus concomitantes.
Quede
claro que el Adviento no se puede reducir a la participación en el gran mecanismo
comercial, ¡qué triste!, que ha venido a desplazar completamente el verdadero
significado de la Celebración. Todos entendemos que “el Malo es puerco” y que
usa y abusa, como táctica, de distractores que nos llevan a descuidar lo que
verdaderamente interesa a nuestra fe. Por eso Jesús nos llama en el Evangelio
de esta fecha (perícopa tomada del Capítulo 13 del Evangelio según San Marcos,
que continua moviéndose en un contexto escatológico coherente con el Evangelio
de los últimos tres Domingos, proveniente –como lo comentamos en su momento-
del capítulo 25, escatológico, de San Mateo). Ingresamos ahora en el ciclo B
–donde nos remitimos al Evangelio según San Marcos- y, donde hoy nos
encontramos con una convocación para vivir en actitud vigilante y siempre
alertas: βλέπετε ἀγρυπνεῖτε, οὐκ οἴδατε γὰρ πότε ὁ
καιρός ἐστιν· “Estad atentos y vigilad, porque ignoráis cuando será el
momento” (Mc 13, 33). Βλέπετε viene del verbo βλέπω que
significa la acción física y el proceso fisiológico de “ver”, pero que además
connota un significado de discernimiento, de madurez, de cordura, de buen
juicio, de tener cuidado, de atención concentrada, que aquí hemos traducido por
“estar atentos”. Esa atención concentrada y laboriosa, es más, esa atención
diligente, no es suficiente; además se requiere estar despiertos, como se dice
en el lenguaje común, “estar en la juega” ἀγρυπνέω (no se duerme), la actitud vigilante de un θυρωρῷ “portero” (Mc 13, 34) que guarda cuidadoso la
entrada. Como no se duerme, enciende una vela, para penetrar mejor la oscuridad
y por eso decimos “¡Velad!”. No dormirse, ni distraerse, no descuidarse y ni
siquiera parpadear, sino estar siempre alertas.
Cuando comentábamos el sentido de la
escatología ya enfatizábamos que no es algo que se deja para el último minuto
–juego en el que se entraría si el Señor nos hubiera dado la fecha fija para
“el fin del mundo”- sino algo que se trabaja cotidianamente, dado que “no se
sabe el día ni la hora”, conocimiento que es exclusivo del Padre Celestial. La
fe que nos da Jesucristo, es –como siempre insistimos- una propuesta de vida,
un compromiso para orientar nuestra manera de vivir, muy seguramente por eso el
cristianismo se llamaba en sus orígenes “el camino”. Camino es proceso y
descubrimiento continuo, camino es ir viendo lo que se va presentando, los
obstáculos que puedan existir en la travesía, pero también –lo que no es menos
importante- ser capaces de maravillarse con la hermosura de la trayectoria.
Estar alerta para no caerse, para no lastimarse, para evitar un accidente, y,
además, gozar el recorrido, disfrutar del paisaje, beberse con los sentidos las
hermosuras de la creación.
El “camino” puede tener y requerir esfuerzo,
puede ser fatigoso, algunas veces –tal vez- requiramos hacer un “alto en el
camino” para tomar aire y poder continuar. Pero el caminante descubre también,
la satisfacción de perseverar en el caminar, el gusto proveniente de saber
superar las dificultades y de haber coronado ese tramo que requirió de nuestro
tesón. Quizás querríamos un “camino” muelle y acojinado, pero si el camino no
nos presentara desafíos, quizás perdería su valor el recorrerlo y caeríamos en
la monotonía del andar por andar. Son los altibajos los que rompen la
invariabilidad y dan “color” al trayecto. Perseverar en la ley de Dios, vivir
con pasión y con perseverancia la tensión por cumplir la Voluntad de Dios, es a
eso a lo que se refiere la actitud vigilante. Y ser constantes en la
vigilancia, en el velar, es la manera de vivir cristianamente, es nuestro
“camino”, es nuestro estilo.
Pero hay algo que es esencial al “camino” de
nuestra fe, algo que perdieron de vista los dos de Emaús, y que los llevaba a
caminar en derrota: Que Dios va siempre con nosotros, que Él se nos hace el
Encontradizo, que nos va enseñando por todo el Camino y que nos acompaña
animándonos. Que no vamos solos, que Él es un “Amigo Fiel”, el “Amigo que nunca
falla”. Una parte esencial de nuestro andar por la vida es esa conciencia, y
cada paso que se da, se da ante su Presencia Majestuosa. Es Su Real Majestad lo
que valoriza el esfuerzo constante del paso a paso. Caminar por caminar, o
inclusive, caminar para jactarnos de nuestro “poderoso aguante” nos
desilusionará, cualquier meta, por gloriosa que parezca, resulta fútil si no
tenemos los ojos abiertos para darnos cuenta que Él lo ha recorrido a nuestro
lado, que ha sido Él quien nos ha animado, nos ha “hecho barra”, y todavía más,
fue Él quien nos ayudó a incorporar cuando tropezamos. Él, que tropezó y cayó
agobiado y desfalleciente bajo el peso de la Cruz, rumbo al Calvario, Él mismo
fue nuestra Verónica, y en ese momento -que tanto y tan angustiosamente lo
requerimos- enjugó nuestro rostro
sudoroso y nos tendió la mano.
Notemos que en el Evangelio, en la perícopa de
San Marcos que leemos hoy, hay unos detalles de relieve: Se establece un símil,
se compara un hombre que se ausenta y sus “siervos” con Dios y nosotros. El
hombre que se ausenta representa al propio Jesús, los siervos nos personifican
a nosotros, los discípulos de todos los tiempos. ¿Qué se nos dice en ese símil?
Que Dios nos entrega unos encargos, deposita en nosotros una comisión, a cada
quien nos ha entregado un “trabajo”, una atribución. Y en esta
“responsabilidad” se encierra una clave sustancial: es de esa atribución que
debemos estar vigilantes. Esos “trabajos personalizados” que se nos han donado
serán el objeto sobre el que tenemos que desplegar nuestros afanes y desvelos.
La perícopa concluye enfatizando que eso no es un “envío” para unos
determinados destinatarios, sino que Él nos lo dice “a todos”.
La actitud vigilante también consiste en saber
dominar esa psicología de la “derrota” del que se queda caído e insiste en
estar en tierra aun cuando Dios le está ofreciendo la Mano para que se levante
y aun cuando en este mismo momento lo está “alzando” como un Padre alza a su
hijo para que tenga el valor de no lloriquear sino alzarse tesonero y confiado
en el Señor. Muchos a lo largo de su existencia van empecinándose
constantemente en su “psicología atea” para hacer creer que ellos han caminado
solos, solos se ha caído y solos se darán maña de quedarse ahí tirados. ¿Les
damos gusto? Digámosles a coro ¡Pobrecitos!
¡No! Mil veces ¡No! Ánimo, el Señor está con
nosotros, ¡levantémonos! ¡No os quedéis en la auto-conmiseración! Os habéis
caído para tener la feliz oportunidad de levantaros. Para que veáis por fin que
Dios está contigo, que no eres un triste abandonado, que Dios te ama, que Él es
tu Padre y con su Infinito Amor se interesa por ti, te cuida, es Tu Guardián
que no duerme, ni de día ni de noche, porque es un Guardián Incansable (Cfr.
Sal 120).
Para quienes -a porfía- quieren estar tirados
por ahí, revolcándose en su derrota, convendría que leyéramos nuevamente la
historia de Jacob en el libro del Génesis 25, 21–35, 29. Por un momento
volvamos la atención al episodio de la lucha de Jacob en Gn 32, 29 que es la
cúspide de su metanoia progresiva, él deja de ser un “embaucador” y logra –por
fin- descubrir que Dios no se da por vencido sino que insiste hasta que uno
llega a ser “Fuerza de Dios”, que es el significado del nombre Israel, que
consiste en dejar de atenerse a las propias fuerzas y fiarse de las que Dios
nos da. ¿Cómo logró eso Jacob? Pues se
mantuvo despierto, y “luchó” con él hasta el amanecer: esto es lo que en hebreo
en el episodio de la lucha de Jacob- está expresado con עד
עלות השחר y en griego, en el Evangelio de hoy, dice ἀγρυπνέω no dormirse, o sea “actitud vigilante”.
Oremos hoy con el salmista diciendo: “Cuida la cepa que tu diestra plantó, y al hijo del hombre que tú has fortalecido” (Sal 79,15).
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