Eclo 27,33-28, 9; Sal
102, 1-2. 3-4. 9-10. 11-12; Rm 14, 7-9; Mt 18, 25-31
Os doy un mandamiento
nuevo -dice el Señor-: que os améis unos a otros, como yo os he amado.
Jn 13, 34
Ante todo, es
necesario tener presente que la justicia bíblica no corresponde a nuestro
sentido de justica expresado con un veredicto…
Enzo Bianchi
La definición
elemental de justicia como la disposición de dar a cada quien lo que le
corresponde, puede servir, con demasiada facilidad, y sirve, con demasiada frecuencia,
de pantalla para cubrir nuestros deseos incontenibles de venganza.
Alejandro Angulo
Novoa, s.j.
El
amor puede, fácilmente, ser adulterado en su profundo significado y puede
desvirtuarse o edulcorarse hasta lo melifluo, hasta hacer de él un fetiche
empalagoso o repugnante. Nosotros tenemos –porque se nos ha dado- un itinerario
para justipreciar lo que es el amor: El primer paso es tomar consciencia de la
Presencia de Jesús como nuestra compañía constante, y, ante todo, ¡mirar al que
traspasaron!
Ni
se vayan a imaginar que simpatizamos, lo más mínimo, con el masoquismo; tampoco
–y rotundamente ¡no!- aceptamos la violencia y la tortura, de ninguna manera. Simplemente
constatamos una realidad donde campea y se pavonea. Es un hecho que está ahí, flagrante.
Levantamos los ojos hacia el Crucifijo y nos damos de bruces con la Víctima, el
Cordero de Dios, resultado de la maldad, de una crueldad inusitada que desalojó
la propuesta originaria de fraternidad. Y preguntamos, desplazando nuestra
responsabilidad, (porque tan inhumano atropello salió de nosotros mismos) ¿Cómo
puede Dios permitir que se dé tanto dolor, cómo puede Él, quedarse impávido
testimoniando el calvario de la humanidad?
Llegamos
necesariamente al cruce de caminos entre el Dios-Creador, infinitamente
Bondadoso, que no podía hacernos a su Imagen y Semejanza sí nos hacía criaturas
manipulables a su antojo, y por eso ¡nos hizo libres! Y el Camino del Mismo
Señor como Siervo-Sufriente (Y el Siervo-Sufriente no es sólo el Hijo, lo es
también el Padre). La criatura de Dios –se podría decir- quedó “condenada” a su
libertad, al riesgo del mal uso de esa libertad. No deberíamos decir
“condenada”, porque la libertad no es una cadena sino que es –junto con la
vida- nuestro mayor bien, el carisma verdadero del ser humano, el que nos
permite subir, crecer, superarnos, vivir en el bien, escoger una vida santa.
Por eso, más bien, deberíamos hablar de “adornados”. Pero claro, por la
concupiscencia, esa secuela del pecado, la libertad no sólo nos engalana, sino
que además nos “exige”, nos pone a prueba y, nos expone a fallar, a caer, a
optar mal; por tal, no sólo podemos hablar sólo de estar “engalanados” con el
carisma de la libertad (decimos carisma porque es una virtud que recibimos para
hacer bien a los demás, para favorecer la comunidad, para construir en
solidaridad; porque un carisma no se da para uno mismo, sino para los otros),
sino que además, en ese contexto dado por el pecado original, hay que decir que
la libertad no sólo nos adorna sino que nos deja expuestos, nos asoma al
riesgo: Para poder obrar el bien, para ser agentes del bien y constructores de
paz, debemos ser capaces de afrontar el riesgo. Esa dialéctica entre atributo y
riesgo es lo que nos llevó –arriba- a hablar de estar “condenados a ser
libres”, con una perspectiva casi existencialista.
Segundo
paso: Pongámonos –por así decirlo- “en los zapatos” de María Santísima, al lado
de la cruz, mientras su Hijo agonizaba. Tratemos tan siquiera de imaginar su
dolor, su tristeza, su sufrimiento. Su dolor son “siete dolores”, es decir,
todo el sufrimiento del mundo; una espada de dolor atravesó su alma (Cfr. Lc
2,35). Contemplemos el dolor de María que es el dolor de todas las madres de la
tierra y de la historia que han perdido su hijo a manos del odio, la ira, la
ambición…
Vamos
al tercer paso: Pongamos en contemplación ante el dolor de Dios Padre que ve a
su Hijo morir en la cruz. Si María, su Madre, sufre, ¿cómo sufrirá el Padre que
lo ve todos los días de nuevo crucificado? He aquí la gran contradicción:
Dios-Todopoderoso es, en este caso, la Víctima. El Padre contiene su Poder para
ejercer su Poder: Dios crea, crea todo el tiempo, todo el tiempo crea seres
humanos, según su Imagen y Semejanza, y los crea libres. Ahora puede retractar
la libertad y salvar a su Hijo o… puede –porque el don de Dios es irrevocable-
ratificar la libertad humana, conexa con el riesgo de caer, y dejar que su Hijo
sea vejado, torturado y asesinado. «Ante la cólera de Dios, representada muchas
veces en la Biblia, en lugar de escandalizarnos, deberíamos comprender que éste
no es un capricho de Dios, no es un defecto de justicia, sino que es la
expresión del sufrimiento de Dios, el
cual sufre por el mal que ve cometer
en el mundo, sufre la violencia, sufre el odio. Y, por tanto, su justicia
se vuelve sufrimiento.»[1]
Y,
aquí –ratifiquémoslo- destella la Bondad Omnipotente de Dios: Dios por Amor,
resuelve sufrir antes que retirar el Don. Dios-Padre en vez de castigar y
destruir, resuelve sufrir, permite que su criatura se vuelva contra Él. Así
como María se hace abogada de todos los pecadores y Madre nuestra, pese a su
Corazón atravesado de parte a parte, así Dios-Padre, en vez de quitar, da.
Frente al paso avasallador del dolor, del sufrimiento y la muerte lo que hace
es entregar, entregarse más. La Entrega es su Victoria.
«Mateo
fundamenta la necesidad de un perdón sin límites en la parábola evangélica del siervo inmisericorde. Se trata de un
funcionario, probablemente un gobernador en dependencia directa del rey, al que
debía diez mil talentos… es la máxima cantidad imaginable en aquella época y es
una suma simbólica que el rey perdona total y generosamente. Al oír el lector
de labios de Jesús la condonación generosamente otorgada por el rey, piensa
instintivamente que el agraciado repetirá el mismo gesto con su compañero. Pero
no. Apenas sale agradecido de la presencia del rey, encuentra a su compañero,
desata violentamente su ira contra él y le exige el pago inmediato de la
ridícula cantidad de cien denarios… sin atender a las súplicas de paciencia ni
a las promesas de pagar hasta el último céntimo… No se puede tener por
exagerada la exigencia del perdón hecha por Jesús. Es sencillamente un gesto de
agradecimiento por el perdón sin medida recibido a diario de Dios. En la
parábola pone Jesús en violento contraste la deuda inmensa contraída con Dios y
la pequeña cantidad que nos debemos perdonar los hombres. Con este contraste
nos hace comprender que nunca puede haber motivo razonable para negarnos al
perdón.»[2]
La
palabra per-don significa “super-regalo”, regalo-máximo. Con ese “Don” magnífico
responde Dios a la violencia humana; al vicio fratricida Dios contesta con su
Magnanimidad. “No está siempre acusando ni guarda rencor perpetuo; no nos trata
como merecen nuestros pecados ni nos paga según nuestras iniquidades” (Sal 102,
9-10). Si Dios hubiera hecho gala de “poder” habría sido derrotado; como hace
gala de su Generosidad Misericordiosa, entonces ha derrotado al Malvado. La
Cruz es la Victoria sobre el mal y la muerte. La victoria definitiva, ya la
muerte no tiene poder sobre nosotros, es el super-Don. “¡El Señor σπλαγχνισθεὶς tuvo
lástima de aquel empleado y lo dejo marchar, perdonándole la deuda” (Mt 18,
27).
Hemos
llegado a esa palabra clave del Evangelio según San Mateo: σπλαγχνισθεὶς
del verbo σπλαγχνίζομαι, conmoverse, sentir
piedad, lástima, tener misericordia. La voz σπλαγχνα se
refiere a las entrañas, André Chouraqui piensa en la “matriz” y lo expresa como
sentimiento matricial: «El Dios de la Biblia. Adonai Elohim, fue traducido al
Deus del Olimpo, contra el que la idea monoteísta judía luchó. Y el Dios
misericordioso es algo más en la Biblia. Es el Dios-matriz (rahem), que hace
con todos los hombres y la creación entera lo que la matriz con el feto. Más
que dar misericordia, o tenerla, Dios da la vida y la mantiene» es lo que nos
traduce Chouraqui. Allí donde la madre siente el dolor de su hijo,
dolor-uterino, ¡Hijo de mis entrañas!, donde María siente ser taladrada
mientras Jesús se desangra, en ese mismo punto del alma nuestro Dios sufre con
su Hijo. Dios Padre no deja a su Hijo sólo sufriendo, no lo abandona, su
Poder-Inagotable lo hace “conmoverse” con sus criaturas, perdonarlas; De esas
–también- cinco Llagas en el Corazón de Dios-Padre brota el perdón: el Gran
Poder del Espíritu Santo.
El Poder de Dios crea siempre, en todo
instante está creando, infundiendo nueva vida. ¡Él no abandona! Porque su Poder
es Eterno, sigue acompañando, velando, reconciliando, reconstruyendo,
absolviendo, resucitando. Dios es Eternamente Puro, Él es Santo, Santo, Santo.
En el corazón del pecador pueden vivir ira y cólera. En cambio, para Dios furor
y cólera son odiosos (Cfr. Eclo 27, 33).
Sin embargo el Amor-Victorioso de Dios (el
que coronó a su Hijo con la Corona de la Resurrección, extensiva a todos los
que caminan su derrotero) puede quedarse, para nosotros, en una abstracción.
Ese peligro nos acecha poderosamente. Nosotros estamos siempre amenazados., en este caso la amenaza es dejar
el amor en un ente abstracto, en una idea “pura”, cuando el amor es -por sobre
todo- una práctica. Una vez más reconocemos que el ser humano tiene su libertad
como un don precioso que –en cada
encrucijada- lo capacita para optar, y optar convenientemente, haciendo uso de esa
libertad. Lo que nos define como humanos es la capacidad de optar y
–fundamental, no sólo optar, sino perseverar en esa opción- a menos que
descubramos que habíamos optado equivocadamente, entonces surge la “nueva
opción”, cambiar pronto de opción para “corregir”.
«Admitámoslo, el perdón… supone un esfuerzo
considerable. Exige tiempo y energía de parte del ofendido que debe mantener
una lucha continua contra el egoísmo siempre dispuesto a aflorar en una tarea
así,…El verdadero perdón… toma tiempo, implica un largo trabajo de maduración y
una conversión del corazón, tanto de aquellos que perdonan como de quienes son
perdonados… si el perdón se muestra como algo tan doloroso, es porque requiere
lo mejor de la persona. Y por experiencia todos sabemos que es fácil tropezar
con la debilidad.»[3]
En esa matriz de la “Misericordia” fue donde
Dios tejió nuestras células, e infundió vida y nos dio el ser que somos. Pero,
ese ser-digno, precisamente “digno” porque libre, no opta por una suerte de
espontaneismo sino que apela a su voluntad. Cada opción se toma y se sostiene
firme con la firmeza de nuestra decisión.
Eso va directamente en contra de la mentalidad que reacciona para optar según
sus impulsos espontáneos, porque “le nace” o “no le nace”. (Y recordemos que,
para tomar nuestras decisiones Dios no nos dejó a la deriva, nos “revelo” su
Ley, y –además- nos legó la Iglesia, Madre y Maestra).
En cambio, el conmoverse sí es un movimiento
espontaneo de nuestras “entrañas”, está en nuestro ADN-Divino, somos capaces de
solidaridad, de afectarnos ante el dolor del otro, ante la debilidad del desprotegido,
somos capaces de “tener entrañas de misericordia” ante el dolor del hermano, y
no pasar indiferentes como el Sacerdote y el levita de la otra parábola.
Amar y perdonar son opciones que se toman y
se sostienen por nuestro “compromiso”, que es la coherencia del ser humano que
lucha, todos los días, por caminar los senderos del bien, por respetar la ley
de Dios, por andar los caminos que el Señor nos indicó y no comer del fruto
prohibido. Coherencia con el Gran Mandamiento de Amar a Dios sobre todas las
cosas y al prójimo como a ti mismo. Estas opciones son –por principio-
anti-homicidas, nos llaman a arrancarnos el cainismo, a detestar el
fratricidio, en todas sus formas, irrespeto, como insolencia, como calumnia,
como percepción de enemistad, nos llaman a perdonar y a caminar con la carga
ajena el doble de lejos, y si te piden la capa, a darles también el manto y si
te abofetearon en la mejilla izquierda, a ofréceles enseguida la derecha (Cfr.
Mt. 5, 39-41). Así es, el compromiso con el Bien, es un sendero de Perfección.
La coherencia es una tarea que se reinicia a cada instante, sólo el que
persevere hasta el fin se salvará (Cfr. Mt 24, 13).
Amar y perdonar están inextricablemente
unidos. Son, como se suele decir, las dos caras de una misma moneda. Y no son
cosas que nos salen así como al que le nace bostezar, son fruto del propósito
sostenido, prolongado, incesante. Surgen de la fuerza del corazón, animado por
el Espíritu Santo. ¡Nosotros solos no podemos! Es Dios quien obrando en
nosotros nos da la fortaleza, de la voluntad para poder perseverar. Pero esa
fortaleza hay que pedirla y aceptarla, también hay que “optar” por ella,
escogerla como parte de (y perdónesenos la metáfora bélica) nuestro arsenal.
«La espiritualidad ni es abstracta ni es
ingenua… Lo que se propone aquí es completar lo que ya estamos haciendo con
ineficiencia debido al descuido generalizado de esa dimensión del amor que es
la que mueve a los humanos.»[4]
Apelamos a todo este tejido de valores cristianos, que constituyen lo que -verdaderamente
podemos llamar- vida en el Espíritu.
[1] Enzo Bianchi. LAS PARADOJAS DE LA CRUZ Ed. San Pablo Bogotá.
D.C.-Colombia. 2001 p. 55
[2]
Grün, Anselm. SI ACEPTAS PERDONARTE, PERDONARAS. Narcea, S.A. de Ediciones.
Madrid –España 2005 p. 19
[3]
Nadeau, Marie-Thérèse PERDONAR LO IMPERDONABLE San Pablo Bogotá-Colombia 2003
p. 24
[4] Angulo
Novoa, Alejandro. s.j ESPIRITUALIDAD Y
CONSTRUCCIÓN DE PAZ Bogotá D.C. CINEP/ Programa por la Paz, abril de 2014
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