Ez
33, 7-9; Sal 94, 1-2. 6-7. 8-9; Rm 13, 8-10; Mt 18, 15-20
Dios nos ama con corazón de Padre.
Papa Francisco
El que tiene amor no hace mal al prójimo; así que en el amor se cumple
perfectamente la ley.
Rm 13, 10
Pensemos
-para iniciar- en el Escala de Jacob, esa bellísima imagen de una ruta para los
mensajeros de Dios –los ángeles- que a través de ella suben y bajan en ocupado
tránsito, uniendo las dos realidades, y transportando en doble sentido las
dimensiones de lo humano y lo Divino, conectando, re-ligando en dinámica
comunicación de ida-y-vuelta, con lo Celestial. La Escala de Jacob nos dice que
no estamos solos: “Yo estoy
contigo; te protegeré a donde quiera que vayas…”Gn 28, 15a), es una
metafórica manera de decir que el ser-humano es misericordiado por Dios.
Un rasgo encantador de este imagen consiste en que no es sólo de subida, con lo
que inmediatamente recordamos que el Monte de la Transfiguración no estaba para
quedarse a vivir allí; ni siquiera, para acampar en él, haciendo chozas. El
Tabor, mejor, entrañaba un llamado al “descenso”, un desafío de aterrizar, de
bajar a hacer contacto. Bueno, aún añadimos otro dato: Toda escala está
constituida de elementos que facilitan subir o bajar, a los que llamamos
“escalones” o “peldaños”. En la escala de Jacob, ¿en qué consisten, o cómo
están diseñados los peldaños? Se trata de palabras-concepto que “iluminan al
ser humano”, por permitirnos avizorar las realidades trascendentes los
llamaremos peldaños teologales. Los
peldaños teologales de la Liturgia de este Domingo XXIII Ordinario(A) son: en
la 1ª Lectura: centinela, alertar al malvado; en el salmo: “nosotros el pueblo
que apacienta, el rebaño que El guía”, Meribá y Masa (no dejemos escapar que
estos nombres de lugar significan querellar y tentar, respectivamente; en la
2da Lectura: Amarás; y en el Evangelio: “si tu hermano te ofende”.
El
profeta Ezequiel lo dice –oráculo del Señor- con suprema claridad, nos presenta
sintéticamente nuestro encargo-misión: “Si yo digo al
malvado: "¡Malvado, eres reo de muerte!", y tú no hablas,
poniendo en guardia al malvado para que cambie de conducta, el malvado
morirá por su culpa, pero a ti te pediré cuenta de su sangre; pero si tú
pones en guardia al malvado para que cambie de conducta, si no cambia
de conducta, él morirá por su culpa, pero tú has salvado la vida”.
¡Estamos avisados, se nos pedirá cuenta! ¡Tenemos que hablar! ¡No podemos
quedarnos callados, ni indiferentes!
A
San Pedro le fueron entregadas las Llaves, quedando así designado para ser primus inter pares, hoy –empero- el
Evangelio, entrado de lleno en esa parte de Mateo que transfiere la tarea de la
construcción del Reino encargada originalmente a los judíos, es ahora delegada
a nuestras manos, caen ahora las Llaves bajo nuestra potestad y, para el
encargo de ser mayordomos, somos quienes llevamos la cinta-cordón terciada; en
el capítulo 18, verso 18- nos recuerda que la potestad inherente a ser
mayordomo se entrega a todos los miembros de la Comunidad. No se trata de un
honor, sino de una responsabilidad: cuidar y servir a nuestros hermanos. Y,
esta responsabilidad que es compromiso de servicio es, pese a todo, honorifica,
porque el Mismo Dios nos ha confiado servirlo a Él en el cuidado de nuestro
prójimo. «… ahora confía a los discípulos el poder de “atar –desatar”… “se
asiste a la trasmisión de un poder que, antes de pascua, ejercía sólo Cristo de
forma soberana”»[1].
Queremos decir con esto que vamos a volver sobre el significado de la mayordomía
que hemos recibido, pero concentrándonos en una de las facetas de ese servicio:
La corrección fraterna.
Sí,
es interesante y placentero saber que Dios nos confió un Encargo, sin embargo,
no será de mucha ayuda saber que estamos “encargados” si no podemos discernir
las funciones que derivan de esa co-misión. Para dar la vuelta, en círculo,
reiteremos que se ha entregado –en la persona de San Pedro- a todos los fieles,
por eso no es misión sino comisión. Pero, otra vez tenemos que decir ¡Cuidado!,
que no se vaya a suponer que si se entregó a todos, podemos diluir la
responsabilidad entendiendo que se dio a tantos que, así repartida, la que me
corresponde a mi tiende a cero y, por tanto, es cero. Al llegar a este Evangelio,
por el contrario, lo que tenemos que lograr es sentir toda la densidad de la
parte que a mí me corresponde. Es como si el Evangelio quisiera recordarnos,
con nombre propio, a todos los “ahijados” que tenemos. Así es, aun cuando no
los hayamos acompañado a la Pila Bautismal, aun cuando no los hayamos ayudado a
sostener para ser recibidos como miembros de la Iglesia, somos sus
“responsables” y ese es uno de los significados de la palabra “Comunidad”,
somos la Comunidad de los Convocados, entre otras cosas porque nos atañe una
densa responsabilidad para con todos los miembros de la Iglesia, como si
fuéramos todos padrinos los unos de
los otros.
Esta
ruta está decorada con señales de tráfico
que nos orientan a cada paso. Una de las primeras reza así: La que llamamos
“corrección fraterna” no puede manipularse como un pretexto para hornear
rencores. Antes que nada, y primero que todo, el ejercicio de la corrección fraterna es el ámbito del perdón. En
esta procesión el adalid es el estandarte del perdón. La rectitud y la fuerza
de la corrección fraterna se valida bebiendo en la fuente del perdón. Para
llegar a la corrección fraterna tenemos que bautizarnos en el agua de la
indulgencia, de la clemencia. No hay otra vía para poderla aplicar.
La
segunda señal de tránsito, eminentemente preventiva, nos indica: ¡Cuidado con
usar la corrección fraterna como excusa para armar corrillos de insidia, para organizar círculos de discordia que
envenenen con la crítica y el chismorreo. Se da el caso que –so capa de aplicar
la corrección fraterna- se apela a otros rencorosos para armar un club contra
alguien; o, para ir con acusaciones ante un superior, o para buscar el despido
de un colega, o simplemente para no estar sólo en el ataque o, porque viendo a
otro caído se experimente la sensación que nuestro podio personal es más alto.
Estas sociedades de intriga se atarean apilando cargos y arrumando
exageraciones corrosivas. ¿Qué podría tener semejante conducta de “fraterno”? Así es, tenemos que
comprender intensamente que el propósito de la corrección fraterna no es la
persecución y el acoso; sino, muy por el contrario, se persigue salvar a
“nuestro hermano”, nunca y en ningún caso, clavarle una daga. Lo que queremos
es que el “caído” pueda levantarse y re-incorporarse a nuestro peregrinaje
hacia la patria eterna, la Celestial, donde la Shekinah, la Presencia de Dios es Todo en todos. Sí, colguemos –en
nuestra alma- un ancho pasacalles donde pueda leerse: “La corrección fraterna
es para crecer, no para hundir”. «La crítica es útil en la comunidad, que debe
reformarse siempre y tratar de corregir sus propias imperfecciones. En muchos
casos le ayuda a dar un nuevo paso hacia adelante. Pero, si viene del Espíritu
Santo, la crítica no puede menos de estar animada por el deseo de progreso en
la verdad y en la caridad. No puede hacerse con amargura; no puede traducirse
en ofensas, en actos o juicios que vayan en perjuicio del honor de personas o
grupos. Debe estar llena de respeto y afecto fraterno y filial, evitando el
recurso a formas inoportunas de publicidad; y debe atenerse a las indicaciones
dadas por el Señor para la corrección fraterna»[2]
Tal
vez conviene recordar aquí cómo –con el uso y el abuso- se desgastan las
palabras: Es el caso de la palabra amor que fue degenerando para significar
sólo las conductas y hechos sexuales, marginando así lo sustantivo, el anhelo
de hacer el bien, de alcanzar el bien, de que el semejante alcance su
plenificación, logre realizarse; así el amor se volvió un reducto de egoísmo,
donde todo vale si propende a mi satisfacción, así sea la de las pasiones más
bajas. Y cuando decimos aquí “semejante” no estamos haciendo alusión del que
piensa similar, del que está acorde con lo que nosotros pensamos, «Como dijo un
campesino: la gran desviación es que solemos confundir al prójimo con el
semejante…»[3]
No, cuando decimos semejante queremos decir semejante en cuanto es otro ser
humano, aun cuando diste por leguas de nuestros pareceres. Otra palabra que se
ha venido desgastando y desluciendo es la palabra “Padre”, y su decadencia y su
venirse a menos es responsabilidad de nuestra fragilidad para comprometernos
con las implicaciones de ser padres y de ser capaces de obrar como verdaderos
padres, porque ponemos por delante nuestros egocentrismos. Suponemos que el Malo
es feliz con este declive de las palabras, especialmente porque son las
categorías medulares de la Salvación: Nosotros necesitamos entender que Dios es
Amor, pero si la palabra “amor” ya no nombra lo que Él es ¿qué hacemos? Y si
nuestra fe ha remarcado que Dios es Padre, ¿qué entenderemos por Padre si el
papá se va por otro lado abandonando a su prole y dejándola librada al azar? No
ha sido menos mala la suerte de la palabra hermano, cuando hemos perdido la
tolerancia para sobrellevar la fraternidad y hemos abandonado todo esfuerzo por
apoyarnos como verdaderos hermanos y más bien nos hemos acomodado a conductas
francamente cainescas. Y, “hermano” es otra categoría fundamental para hablar
de la Comunidad Eclesial, nos cuesta ejercer la fraternidad en la comunidad
familiar, pues al hacerla extensiva a la Comunidad de la Fe la palabra queda
desvaída y francamente raída, para decirlo con brevedad: ¡no sabemos ser
hermanos!
La
evangelización tiene que llegar hasta allá, y ser capaz de ir aún más lejos:
Hay que recobrar esos significados, hay que deseducar en el egoísmo y aprender
a caminar por las rutas del desprendimiento, de la generosidad, del servicio.
Tenemos que comprender que la fe está hecha de esas materias: de saber amar, de
reconocer en Dios a un Padre y de ser
capaces de reconocer en cada prójimo a un hermano. Y, el siguiente paso será
llevarlos siempre en mente, para aplicarlos a todo momento y en toda
circunstancia.
En
una tercera señal caminera leemos: ¡No nos quedemos cortos no haciendo el mal
porque el cristiano se caracteriza por hacer
el bien! Cuando alguien cae se torna, aun sin quererlo en un Caín –figura
del pecado contra nuestro hermanos- esa persona necesita ser “rescatada”,
tenemos que volverla a adquirir para la Salud. Eso es lo que nos reclama Jesús,
llamarle la atención, invitarlo a volver, ganarlo. El verbo griego en el
evangelio es ἐκέρδησας conjugación de κερδαίνω adquirir. Ahí conecta con Caín [Qayin] este nombre
etimológicamente significa “me he adquirido” como nos lo explica Gn 4,1 por
boca de Eva: “Gracias a Yavé me he adquirido un hijo”. Así, por nuestra
naturaleza pecadora estamos inclinados a fallar pero gracias a Yavé, Sólo
Misericordia, estamos previstos a ser re-adquiridos, no a quedarnos
perdidos. Dios nos ha marcado en la frente, con la señal de la Cruz, en el
bautismo, señal ya vaticinada en Gn 4, 15d, para impedir que nos maten, porque
el Mismo Dios nos preserva pese a haber caído. Pero, no nos contentemos con no castigar
matando, comprometámonos a rescatar, a re-adquirir. Inclusive si alguien nos
fuerza a excomunicar, será un recurso extremo en procura de su redención. Como
un clamor de campana que gritara: “Te has hecho el sordo a la corrección, ahora
tocamos la campana de la excomunión para que no puedas pretextar que no oíste,
que no te diste cuenta de nuestro llamado clamoroso a volver por el buen
camino”.
Leamos, además, otra seña vial que nos advierte contra la
actitud sectaria que aglutina comités, cortes, tribunales, y que bajo el
expediente de la defensa de la “doctrina” condena con el satánico esfuerzo de
inocular la división. Ay de los que atentan contra la unidad, la que quería Jesús, sólida y firme como la que se da
entre el Padre y el Hijo. A ellos los honra su fortísimo deseo de preservar la
ortodoxia; los degrada el incurrir –quizá involuntariamente- en el fanatismo.
La Iglesia está llamada a preservar lo tradicional pero, también está obligada
a un constante aggiornamento, eso sí, sin desviarse ni un ápice de la Verdad de
Jesucristo. Mantener la indisoluble unidad de esta moneda: la cara (la
tradición apostólica) y el sello (la necesidad histórica de abrir la ventana y
dejar que el Espíritu Santo sople con los vientos de la actualización; la
Iglesia para ser fiel a Jesucristo no puede oler a moho). «La Iglesia asiste en nuestros días a una grave crisis de la
humanidad, que traerá consigo profundas mutaciones. Un orden nuevo se está
gestando, y la Iglesia tiene ante sí misiones inmensas, como en las épocas más
trágicas de la historia. Porque lo que se exige hoy de la Iglesia es que
infunda en las venas de la humanidad actual la virtud perenne, vital y divina
del Evangelio. La humanidad alardea de sus recientes conquistas en el campo
científico y técnico, pero sufre también las consecuencias de un orden temporal
que algunos han querido organizar prescindiendo de Dios. Por esto, el progreso
espiritual del hombre contemporáneo no ha seguido los pasos del progreso
material. De aquí surgen la indiferencia por los bienes inmortales, el afán
desordenado por los placeres de la tierra, que el progreso técnico pone con
tanta facilidad al alcance de todos, y, por último, un hecho completamente
nuevo y desconcertante, cual es la existencia de un ateísmo militante, que ha
invadido ya a muchos pueblos.»[4]
En medio de ese marasmo navega la Iglesia, nuestra nave, en la que vamos
juntos. No podemos callar ni –mucho menos- ignorar.
Con estos
peldaños teologales firmes, respetando estas señales camineras, congregados
como verdaderos hermanos de Jesús; Papa Francisco citaba a San Alberto Hurtado
para clarificar estas responsabilidades, esta mayordomía: «Serán, pues, métodos
falsos todos lo que sean impuestos por uniformidad; todos los que pretendan
dirigirnos a Dios haciéndonos olvidar de nuestros hermanos; todos los que nos
hagan cerrar los ojos sobre el universo, en lugar de enseñarnos a abrirlos para
elevar todo al Creador de todo ser; todos los que nos hagan egoístas y nos
replieguen sobre nosotros mismos». Y, añadía: “El Pueblo de Dios no espera ni
necesita de nosotros superhéroes, espera pastores, hombres y mujeres
consagrados, que sepan de compasión, que sepan tender una mano, que sepan
detenerse ante el caído y, al igual que Jesús, ayuden a salir de ese círculo de
«masticar» la desolación que envenena el alma”[5].
[1] Le Poittevin, P. Charpentier, Etienne. EL
EVANGELIO SEGÚN SAN MATEO. Ed. Verbo Divino Estella-Navarra 1999. p. 54 Citando
a E. Cothenet. SAINTETÉ DE L´EGLISE
ET PECHÉS DES CHRÉTIENS: Nouvelle Revue Theologique 1974 p. 469
[2] JUAN
PABLO II AUDIENCIA GENERAL Miércoles 24 de junio de 1992
[3]
Mesters, Carlos CARTA A LOS ROMANOS. Ed. San Pablo Santafé de Bogotá-Colombia
1999. p. 62.
[4] JUAN XXIII.
CONSTITUCIÓN APOSTÓLICA HUMANAE SALUTIS.
[5] DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO. ENCUENTRO CON LOS
SACERDOTES, RELIGIOSOS/AS, CONSAGRADOS/AS Y SEMINARISTAS. Catedral de Santiago, Martes, 16 de enero
2018.
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