Hech
2,1-11; Sal 103,1-2a. 24. 35c. 27-28. 29bc-30; 1Cor 12, 3-7.12-13; Jn 14, 15-16.23b-26
… necesitamos una
nueva efusión del Espíritu Santo… el Espíritu Santo no desciende sobre los
edificios, sino sobre los hombres; es a los hombres a los que unge, no sus
proyectos; es en el alma y en el corazón de los hombres donde habita, no en las
modernas máquinas.
Anthony de Mello
Lecturas de este Domingo de
Pentecostés
El
Cardenal Martini, escribió en 1995 sobre esta liturgia: «El capítulo 2 de los
Hechos de los Apóstoles nos coloca en un clima de lo extraordinario… El
capítulo 12 de la Primera Carta a los Corintios, en cambio, está en un clima de
ordinariedad. La invocación “Jesús es el Señor” que nadie puede pronunciar sino
bajo la acción del Espíritu Santo[1], es la invocación más
ordinaria de la vida cristiana y todos tienen necesidad de ella para la
salvación… El Evangelio según San Juan, en el capítulo 20, unifica la relación
entre lo extraordinario y lo cotidiano. Los apóstoles son habilitados para
cumplir, gracias a las palabras de Jesús Resucitado, un servicio preciso: “A
quienes les perdonen los pecados les serán perdonados”… Sin embargo, este
servicio cotidiano que pertenece a la fragilidad ordinaria de la existencia
humana y eclesiástica, es extraordinario y sobrehumano y obtiene su eficacia
del Espíritu del Resucitado; es una acción, un servicio, una gracia que
presupone la muerte de Jesús, por amor, es decir, el acontecimiento más
extraordinario de la Redención.
Teniendo
en cuenta este enlace de lo extraordinario y lo cotidiano, podríamos definir
así la acción del Espíritu Santo: es la extraordinaria respiración cotidiana de
la Iglesia.
Es,
pues, una gracia necesaria y también imperceptible, como la respiración que
está presente en todas las operaciones más ocultas, más sencillas del hombre,
pero es también un don extraordinario, maravilloso que vivifica y eleva la
fatigada existencia cotidiana de los hombres y que impulsa día por día el
decadente peso comunitario»[2]
Espíritu Santo alma del Cuerpo Místico
La
palabra "corporación" se deriva de corpus, que significa cuerpo, o un
"grupo de personas", define una “persona colectiva”. Una corporación
puede ser una iglesia, una empresa, un gremio, un sindicato, una universidad,
una ONG, etc. Este concepto casi siempre lo usamos para referirnos a un ente
comercial: A las empresas se les reconocen derechos y deberes como a las
personas físicas (como a la "gente") ante la ley, inclusive, pueden
ser acusados y hacérseles responsables de violaciones a los derechos humanos.
Del mismo modo, pueden ejercer los derechos humanos contra las personas y el
Estado. Pues bien, no sólo los entes comerciales son “corporaciones”; aun cuando
muchas veces lo perdemos de vista, la Iglesia es un “ente corporativo” y cada
creyente, cada fiel, cada bautizado goza/porta su corporatividad. Somos sujetos
corporativos, como decir que cada uno tiene un cuerpo, su propio cuerpo, pero
entre todos, constituimos una “corporación”, otro cuerpo, εἰς ἓν σῶμα, uno que
se escribe con mayúsculas: El Cuerpo Místico de Cristo: “Porque todos nosotros,
seamos judíos o no judíos, esclavos o libres, hemos sido bautizados en un mismo
Espíritu para formar un solo cuerpo, y a todos se nos ha dado a beber del mismo
Espíritu.” 1Co 12, 13.
En
la parábola de “la muralla ancha y elevada” (Ap 21, 12) podríamos figurarnos,
como cuando llegan los materiales para construir una casa, un edificio, un
conjunto residencia, la pila de ladrillos, no importa cuántos ladrillos sean,
mientras no estén ensamblados con mortero, no son “muralla”, son sólo una pila
de ladrillos, puedes derribarla con empujarla, claro con el riesgo que se te
vengan encima. Sin embargo, una vez argamasados, por los albañiles, y seco el
mortero, puedes “soplar y resoplar” como en la historia del “lobito” y el muro
resistirá. También, en la parábola biológica, un grupo de células conformadas
en un tejido, difiere rotundamente, cualitativamente hablando, de las mismas
células desorganizadas, desperdigadas, sin articulación.
“En
cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común” 1Co 12, 7. La palabra συμφέρον
[interés] en griego,
encierra ese sentido de comunidad que se debe destacar en los carismas, los
diferentes servicios, los diferentes dones, los diversos servicios con los que
el Espíritu ad-orna a la persona, no son para uso ego-ísta, no se donan para el
beneficio o el lucro propio; se otorgan para
el bien común, para favorecer a los “otros ladrillos”, a las otras
“células”. No son auto-provechosos sino συμφέρον
unificador, colectivo, se combinan de
una manera que genera -bajo la concurrencia de ciertas circunstancias- para
toda la comunidad ventaja, favor, mejora, beneficio. Esto viene a empalmar perfectamente
con Mt 25, 40. 45.
Y,
quizás lo más importante. Ese sentido de fraternidad, de colectividad, de hermandad
en la relación, de ser “ladrillos” de la misma “muralla”, no se queda allí
encerrada en el “aposento alto” donde llegó el Espíritu en forma de “Lenguas de
Fuego” que hacían arder los corazones de los "escuchas" en el Fuego
del Amor de Dios. No, ¡este “ardor” los impulsa a salir a anunciar, a
proclamar! En el Evangelio, Jesús nos envía. No es un envío cualquiera, es
envío de la misma naturaleza que los Envíos de Dios-Padre: καθὼς
ἀπέσταλκεν με ὁ πατήρ, καγὼ πέμπω ὑμᾶς.
“Como el Padre me ha enviado, así mismo los envío yo”(Jn 20,21b). No es un
regalo hermoso para lucirlo –guardado en la caja original- puesto en una
repisa. ¡Esto es para tener muy en cuenta: Se nos da el Espíritu Santo y se nos
envía, las dos cosas juntas, en continuidad!
Lo que verdaderamente urge
“La
Iglesia está atravesando una época de caos y de crisis. Lo cual no es
necesariamente algo malo. La crisis es una oportunidad para crecer, y el caos
precede a la creación… con tal de que (y esta es una importantísima condición)
el Espíritu de Dios aletee sobre ella… precisamente en unos momentos en los que
la Iglesia se halla en crisis y el mundo experimenta una apremiante necesidad
de paz, de desarrollo y de justicia… la casa está ardiendo y se requieren todos
los brazos posibles para ayudar a apagar el fuego… Es verdad que la casa está
ardiendo. Pero, desdichadamente, muchos de nosotros (tal vez demasiados) no nos
sentimos motivados para tratar de apagar el fuego y preferimos ocuparnos de
nuestro pequeño mundo y de nuestras pequeñas vidas. Demasiados de nosotros
estamos excesivamente ciegos para ver el fuego, porque sólo vemos lo que nos
conviene. Y, aun suponiendo que tuviéramos la suficiente motivación y la
suficiente vista, muchos de nosotros carecemos de la suficiente energía para
combatir el fuego sin desmayar; carecemos de la suficiente sabiduría y
capacidad de reflexión para dar con los mejores y más eficaces medios que nos
permitan apagar el fuego…. De lo que hoy tiene la Iglesia mayor necesidad no es
de una legislación, de una nueva teología, de unas nuevas estructuras ni de una
nueva liturgia: todo esto, sin el Espíritu Santo, es como un cadáver sin alma.
Lo que necesitamos urgentemente es que alguien nos arranque nuestro corazón de
piedra y nos dé un corazón de carne; necesitamos que alguien nos infunda nuevo
entusiasmo e inspiración, nuevo valor y vigor espiritual. Necesitamos
perseverar en nuestra tarea sin desánimo ni cinismo de ninguna especie, con una
nueva fe en el futuro y en los hombres por los que trabajamos. En otras
palabras: necesitamos una nueva efusión del Espíritu Santo… el Espíritu Santo
no desciende sobre los edificios, sino sobre los hombres; es a los hombres a
los que unge, no sus proyectos; es en el alma y en el corazón de los hombres
donde habita, no en las modernas máquinas.”[3]
Anthony
de Mello recordaba, de diversas maneras y en diversos tonos, el peligro del
activismo, cuando caemos en las actividades febriles que –quizás apacigüen
nuestra conciencia pero que se ejecutan de espaldas a la gracia, la que nos da
el Espíritu Santo.
Y
bueno, hoy es Pentecostés, la venida del Espíritu Santo, si lo pedimos, si
clamamos que se nos dé –nos recuerda también Tony que en Lc 11, 1-13,- nos ha
sido prometido por quien tiene verdadera autoridad para prometer; basta que lo
pidamos: «Hay cosas que sólo podemos pedir a Dios con la condición “si es tu
Voluntad…” Pero en este punto no existe tal condición. El darnos el Espíritu es
voluntad clarísima de Dios, su promesa inequívoca.»[4].
[2] Martini, Carlos María. POR LOS CAMINOS DEL
SEÑOR. Ed. San Pablo Santafé de Bogotá. Colombia. 1995. pp. 228-229
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