«Yo soy la luz del mundo. El que me sigue no caminará en
tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida.»
Jn 8,
12b
La luz
es el símbolo más apropiado de Dios: principio de creación y de conocimiento,
hace que cada cosa sea lo que es y la hace ver tal como ella es.
Silvano
Fausti
Para
este Domingo correspondería la celebración del XVIII Domingo del Tiempo
Ordinario, conmemoración que tiene asignadas las Lecturas de Isaías 55, 1-3; el
Salmo 144, versos 8 al 18 y la Segunda Lectura está
tomada de la Carta a los Romanos –como dijimos en otra parte, la Iglesia ha
dedicado 16 Domingos del ciclo A, a la lectura de esta Carta- de ella se leen,
en esta ocasión, los versículos 8, 35,
saltamos el verso 36, y luego leemos los versos 37-39; el Evangelio
correspondiente, es del capítulo 14 de San Mateo, los versos 13 al 21, es
decir, “la multiplicación de los panes y peces”. Sin embargo, este año cayó el
6 de agosto, Fiesta de la Transfiguración del Señor en este Domingo, y la
conmemoración de una Fiesta tiene Lecturas propias. Ha de tenerse en cuenta,
que la ordenación litúrgica, que establece nuestra Santa Madre Iglesia, da
jerarquía a ciertas conmemoraciones sobre otras. La Iglesia ha clasificado las conmemoraciones
en Solemnidades, Fiestas y Memorias. Si una Solemnidad o una Fiesta llegan a
caer en Domingo Ordinario, ellas tendrán precedencia sobre estos. Eso es lo que
ha sucedido en este caso: La Fiesta de la Transfiguración del Señor está
-jerárquicamente hablando – llamada a priorizarse sobre la celebración de
Domingo Ordinario.
“Seis
días después Jesús tomó consigo a Pedro, Santiago y Juan”, destacamos el verbo
griego “tomar” que se usa aquí παραλαμβάνω, porque no se trata de cualquier tomar, sino de un tomar
con gran firmeza y decisión, donde la persona es muy consciente y donde se
“elige” para tener algo muy cerca (λαμβάνω es simplemente que ocurre, que sucede, en
cambio παραλαμβάνω es recibir, acoger, admitir, aceptar, captar).
Así que Jesús designa para que lo acompañen a subir al Monte Tabor, a tres
“testigos”, los mismos que lo acompañarán al Huerto de los Olivos; también
Moisés, en el capítulo 24 del Éxodo, tomará a Aarón, Nadab y Abihú consigo,
para que lo acompañen al Sinaí.
Estamos ante un suceso de “revelación”. Dios,
que es para el humano “Misterio”, no se oculta sino que Se descubre para
nosotros, Se hace accesible, nos recibe en el seno de su Misterio. Nuestra
forma de llevar las cosas, está puesta al revés, he allí la torpeza de nuestra
aproximación a Dios: Nosotros lo comparamos con algo “conocido”, alcanzamos a
vislumbrar su Grandeza y lo comparamos con lo más grande que conocemos “aquí”
en la tierra: un rey. Ahora bien, los “reyes” terrenales tienen poder, riqueza,
ejércitos, hacen gala y ostentación, así –pues- nosotros le asignamos a Dios los
mismos atributos. En cambio, nuestra manera de acercarnos al Misterio debería
ser la inversa: No lo podemos conocer por medio de nuestra decisión de
“explorarlo”, de “develarlo”, no podemos aplicarnos a Él tomándolo como objeto
de estudio –tal como lo hacen las ciencias naturales, sino que humildes y
pacientes tenemos que esperar a que Él se nos dé, es Él mismo quien descorre el
velo y –sobreviene entonces- la teofanía; entonces, acogidos a su Bondadosa
Revelación, deberíamos leer los rasgos que Él nos manifiesta, los que Él nos
brinda.
Dios nos dice: “Este es mi Hijo amado, mi
predilecto, escúchenlo”, entonces, ya sabemos hacia dónde mirar, a Quien
escuchar; en vez de atribuirle rasgos “humanos”, mirémoslo a Él, leamos sus
rasgos y podremos saber cómo es Dios. ¿No es lógico? Si Él nos muestra a su
Hijo, es porque su Hijo es la Develación del Misterio de Dios. Por eso podemos
afirmar que la nuestra no es una religión mistérica, porque nuestro Dios no es
un Dios que quiere permanecer absconditus, sino, por el contrario, un Dios cercano, que nos
permite y nos transmite confianza, un Dios que ilumina, con su Resplandor –lo
ilumina todo- y se alumbra y se aclara a Sí mismo. Así, cuando Moisés hablaba con
Dios, su rostro quedaba impregnado de Luz, así hoy, Dios se nos “revela” en Su
Hijo, Luminoso, Resplandeciente. No le demos a Dios los atributos que humana y
caprichosamente se nos antojen. Dejemos que Dios sea Dios y –sencilla y
humildemente- leamos el Semblante que Él nos manifiesta.
Una vez más, nos
hallamos ante la dualidad del mesías humanamente concebido y la del Mesías
vaticinado, profetizado, prometido. Una cosa, por un lado, es lo que nosotros
creemos nos conviene, aquello que la carne nos infunde ansiar y perseguir,
pero- recordémoslo- sólo la Palabra de Dios es Espíritu y Vida. Nuestro
conocimiento no proviene de una sapiencia voluntarista, es El quien -en su
Magnánima Generosidad- se abre a nosotros, se nos hace el “Encontradizo”. Nosotros
también estamos llamados a transfigurarnos; ser creyentes, ser católicos
implica un proceso de cristificación, puesto que Él es nuestro paradigma vital.
Y, vamos trabajando en la vida para aprender a transparentarlo.
Esa manera de
acogernos y disponernos a “acatar” la revelación se conecta directamente con el
concepto del “primereo” que nos ofrece el Papa Francisco y que para nosotros es
una idea de primer orden: «Primerear»: sepan disculpar este neologismo. La
comunidad evangelizadora experimenta que el Señor tomó la iniciativa, la ha
primereado en el amor (cf. 1 Jn 4,10)(Evangelii Gaudium #24).
Así, la revelación, ese salirnos al “encuentro” es un “primereo” en el Amor.
Él, Misericordioso, no espera que empecemos a buscarlos, está ahí, alerta, como
el padre vela por su hijo, así Dios vela por cada uno de nosotros.
Al lado de ese cuidado Paternal, está su
Paciencia, su espera para que lo “aceptemos”, Él no nos va a “tomar” para que
subamos al Monte Tabor con Él a la brava, Él no nos coacciona, más bien, nos
atrae, nos encanta, nos fascina con su Ternura, con su Cariño, con su
Sencillez, con su Amistad. Permite que la cizaña crezca lado a lado con el
trigo –como lo hemos venido viendo en las parábolas del Reino-, Papa Francisco
nos lo enfatiza con estas palabras: “Acompaña a la humanidad en todos sus
procesos, por más duros y prolongados que sean. Sabe de esperas largas y de
aguante apostólico. La evangelización tiene mucho de paciencia, y evita
maltratar límites. Fiel al don del Señor, también sabe «fructificar». La
comunidad evangelizadora siempre está atenta a los frutos, porque el Señor la
quiere fecunda. Cuida el trigo y no pierde la paz por la cizaña. El sembrador,
cuando ve despuntar la cizaña en medio del trigo, no tiene reacciones quejosas
ni alarmistas. Encuentra la manera de que la Palabra se encarne en una
situación concreta y dé frutos de vida nueva, aunque en apariencia sean
imperfectos o inacabados.”(Ibid). ¿Por qué sucede esta revelación en la
Montaña? Porque la montaña implica un esfuerzo, Dios “está” –por así decirlo
(pero recordemos que Él está en todas partes)- en lo alto, allí se pone al
“alcance”, hasta allí llega a “primerear”, más, como se suele decir, es todo un
Caballero, llega hasta la puerta de nuestro corazón y aguarda a que le abramos,
primerea sin violencia, y aguarda paciente. Entonces, nosotros podemos
admitirlo. El esfuerzo de subir al Monte no será arduo, más bien, será
dulce, porque ¡su yugo es suave y su carga liviana! Es la ascesis. La ascesis
es cristificativa, nos transfiguramos en Él, poco a poco para poder transparentarlo.
Saturarnos de Él para poderlo comunicar: Nadie puede dar aquello que no tiene.
Aprendamos, con su Transfiguración a no caer en
el desaliento. Que ni el atafago, ni las preocupaciones, las riquezas y los placeres
de la vida, nos disipen,
o nos extravíen. No queramos imponerle un rostro a Dios ajeno al que le es
propio. No desesperemos, tampoco, con los que tienen dificultad en aceptar sus
facciones tal como ellas se nos dan, y la Iglesia las atesora y las va
transmitiendo. Siempre llevemos como baluarte su Luz conforme Él nos la brinda
y, para bien conocerlo, dialoguemos constantes con Moisés y con Elías, con la
Ley y los Profetas, con el primer y el Segundo Testamentos (como el dueño de la
casa que saca de su arcón cosas nuevas y antiguas); miremos inquebrantables el
rutilante Rostro de Jesús, porque quien a Él ve, ve al Padre (Cfr. Jn 14, 9).
Bajemos del Monte, con la piel de la cara radiante (Cfr. Ex 34, 29c), para
comunicar lo que nos haya mandado y sólo eso.
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