1 Re 19,9a.11-13a; Sal 85(84), 9ab-10. 11-12. 13-14;
Rm 9,1-5; Mt 14,22-33
Sal
y ponte de pie en el monte ante el Señor. ¡El Señor va a pasar!
1
Reyes 19, 11
Hoy Jesús no está
entre nosotros, pero dejó a la Iglesia como continuadora de su mediación para
alcanzar la fe.
Segundo Galilea
Nuestra
religión no vuela en virtud del milagro, sino que se nutre de la savia de la
fe. El árbol de la fe nos habla de la vida y nos enseña a vivirla. La Santa
Cruz nos explica la existencia y la dota de sentido. Son sencillamente dos
maderos como la vida misma, un “puente” para caminar a través del tiempo que se
nos concede estar aquí, en nuestro peregrinaje por la tierra, donde no
establecemos morada definitiva, sino, donde somos conscientes, sólo construimos
“tiendas provisionales” סֻכָּה [sukkah], como enramadas. (Más “provisionalidad” no significa ni
negligencia, ni superficialidad, ni descuido, mucho menos cuando es “el tiempo”
durante el cual todo se pone en juego; más bien supone celo, devoción,
aplicación y vigilancia en el sentido en que nos enseñó Jesús de “permanecer
siempre alertas” cfr. Lc 21, 34). El palo vertical, el estipe, encierra como una simbología de “antena”, nos habla de
algo que viene de “arriba” y lo “capta” y –a la vez- significa nuestra
respuesta al “mensaje” que nos llega; la respuesta humana es precisamente la fe. Lo que viene de arriba
hacia abajo es el Amor-Fiel de Dios por su creatura. Por eso el estipe nos
habla, en esencia, de la Alianza. “Yo seré tu Dios y vosotros seréis mi pueblo”
(Cfr. Ex 6, 7; Jr 30,22. 32,38); lo que va de abajo hacia arriba es la fe, la
respuesta comprometida del ser humano a Dios. La circulación de la sabia en el
árbol de la fe es “creer”. Esa es la dinámica que liga lo terreno con lo
“Celestial”. Pero, este puente es “corto”, toca la tierra pero no alcanza el
“Cielo”, sólo apunta hacia Él, señalando la dirección, por eso es analógico más
que con el “puente”, con la “antena”.
Pero
la cruz no es puro estipe. La cruz es además patíbulo: Su dimensión horizontal.
Y en ese espacio -es el espacio de una práctica, de una manera de vivir, de un
estilo existencial, un “aquí” y un “ahora”. Hay varias palabras que nos definen
este travesaño, en este instante estamos pensando en la Caridad, en el Perdón,
en la Compasión, en la Reconciliación, en la Comunidad, en la Solidaridad, en
la Fraternidad, en la Comunión; y, en aquello que lo ensambla todo para el
ejercicio de esa fe, (la barca en donde van los discípulos desafiando las
tempestades) en la Iglesia. «…el Dios que llama “pueblo mío” con un amor
apasionado, con un grito ardiente, con una violencia celosa, que le hace
comprender al pueblo que es pueblo, que es importante, que es alguien; nos hace
comprender también a cada uno de nosotros que no somos una dispersión de
acontecimientos sin sentido, sino que somos una persona a la que se le dice:
¡hijo, hijo mío! Entrando en la historia de cada hombre con este apelativo,
afligido y poderoso, Dios reconstituye la unidad, la integridad rota por el
pecado, por el desorden, por el escepticismo, vuelve a dar calor y fuerza.»[1]
¿Qué
queremos decir? Que el fenómeno de la vida religiosa trasciende la toma de
postura, trasciende la temporalidad, re-liga lo pasajero con lo permanente, lo
caduco con lo estable, con lo eterno. Supera lo momentáneo, la brevedad del
puente y alcanza lo que “todavía no”. Es el concepto de lo “escatológico”: La
cruz parece acabarse en la muerte, pero –de la madera del árbol se hacen
flechas- apunta hacia la Resurrección, que es su Victoria, donde la flecha,
inventada para ser arma de muerte, se hace “vehículo” para alcanzar lo que el
árbol no lograba tocar.
«Recorrer
el camino de la vida, según la fe, es dejarse conducir por Dios. Es dejarse
guiar por la Palabra de Dios, por lo cual Cristo ha dicho y dice hoy en la
Iglesia, la cual no siempre coincide con lo que nos sugieren los sentidos y
sentimientos y a menudo deja insatisfecha nuestra razón, pues las palabras de
Dios provienen de su inteligencia, que totalmente sobrepasa a la nuestra. Al
caminar y vivir por fe no comprendemos todo; por eso el compromiso de la fe
requiere siempre el concurso de la voluntad: querer creer y actuar en
consecuencia.»[2]
En
el punto de “cruce” del par de maderos camina San Pedro sobre el agua, es
decir, caminamos todos porque en este trance San Pedro nos personifica a cada
uno y a todos, con nuestras dudas, que muchas veces no son desmotivadas sino
que surgen ente condiciones muy reales, muy tangibles, patentes sobremanera,
crudas y rotundas, como es la contundencia de “la fuerza del viento”. Si el
madero vertical deja de fijarse en el rostro luminoso de Jesucristo, pierde el
empuje, el impulso que anima la flecha; ahí mismo empieza el temor y se hunde. «Ha
puesto el pie en el mar, en el agua, en la ola. No lo ha puesto en la Palabra
de Jesús. No sabe mirar a Jesús. Desconfía de la realidad que está viviendo. No
le entra en sus esquemas mentales. Y no es capaz de mantener el equilibrio en
la cuerda floja. El viento es violento. Se asusta y empieza a hundirse. Se
hunde con sus miedos. Se hunde en sus miedos. Ha puesto sus ojos en la
violencia de la ola y ha dejado de lado a Jesús.»[3] Pero nosotros “tenemos”
que fijar los ojos, es decir, enraizar la fe en Nuestro Señor Jesucristo: Es Él
quien nos llamó y pronunció el “¡Ven!”.
Nosotros
procedemos con nuestra propia lógica, tenemos nuestra forma de pensar adherida
a nuestro raciocinio, pegada como una segunda piel, «Nosotros hacemos contratos
de compra-venta, trabajo y salario, mérito y premio. Nada de esto existe en las
relaciones con Dios. Sólo hay gratuidad, gracia, don. Él es de otra naturaleza,
distinta de la nuestra; estamos en diferentes órbitas.»[4] Cuando le pidamos a Jesús
que nos “mande caminar sobre la aguas”, no será porque queramos ensalzarnos,
divinizarnos; sino porque queremos cristificarnos, pensar con su lógica –no con
la humana- sino con la lógica Misericordiosa: «Actuar según la fe (ésta
supuesta) no es difícil si esto nos exige poco y nuestra vida ha de seguir más
o menos igual. Ello no es la prueba de una fe fuerte; su prueba es cuando por
ella pagamos un alto precio y nuestra vida se trastorna. Una cosa es creerle a Dios cuando nos dice
que Él es el origen de la creación y de la vida; y otra cosa es creerle a Dios
cuando nos dice que hay que compartir con los necesitados y no atesorar para
nosotros. Una cosa es creerle a Dios cuando nos pide participar en la misa del Domingo (lo cual implica reservarle
parte de la mañana); y otra cosa es creerle a Dios cuando nos pide no abandonar
la fe en una situación de persecución religiosa…»[5]
Las
pruebas, pero especialmente las duras pruebas, acrisolan nuestra fe, o –dicho
de otra manera- prolongan el alcance de nuestro “puente” facilitándonos poder
llegar más allá, intensificando el “impulso” que anima nuestra “flecha”. En la
Transfiguración del Señor, Dios mismo nos dirá que Jesús es su Hijo amado, que
debemos escucharlo; pero si el viento arrecia, vacilamos y empezamos a
hundirnos. Cuando Jesús tiende a nosotros su Mano y nos ἐπιλαμβάνομαι “agarra” (verbo emparentado con el λαμβάνω
y el παραλαμβάνω, -con el “suceder” y el
“acoger”- que revisábamos en nuestro artículo anterior,
cuando celebrábamos precisamente la Fiesta de la Transfiguración del Señor),
entonces nos “salvamos” y cuando pasa la tormenta, otra vez somos capaces de
adorarlo, postrándonos y declarar convencidos que “Verdaderamente Tu eres el
Hijo de Dios”.
«Faltar a la confianza deshonra a Dios, en
cuanto que supone que Dios nos ha faltado, lo cual es imposible, pues somos
siempre nosotros quienes no ponemos nuestra parte y colocamos impedimento a la
acción de su gracia; en adelante, en lugar de faltar a la confianza, pondré una
confianza humilde, segura de que cuanto más reconozca mi miseria, tanto más
amplio será el campo en el cual podrá actuar su bondad”.»[6]
En estas palabras descubrimos el nombre del
“impulso que anima la flecha”, se llama “gracia”. A un tiempo, descubrimos cómo
podemos truncar el impulso y aprendemos que lo que frustra su alcance es la
“desconfianza”. No juzguemos con dureza a San Pedro porque –como ya lo hemos
dicho- él simplemente nos representa a todos en nuestros titubeos. En cambio,
despleguemos las “alas” (y es que a las “flechas” se les ponen “alas” que son
las plumitas que llevan “pegadas”) para mantener el curso y para prolongar el
“alcance” y extender el “vuelo”.
[1]
Martini, Carlo María. ITINERARIO ESPIRITUAL DEL CRISTIANO. Ed. Paulinas Santafé
de Bogotá D.C.-Colombia 1992 p. 56
[2]
Galilea, Segundo. LA LUZ DEL CORAZÓN. Ed. San Pablo. Santafé de Bogotá D.C.-Colombia
1995. p.16
[3]
Mazariegos, Emilio L. DE AMOR HERIDO.
Ed. San Pablo Bogotá D.C. –Colombia 2001 pp. 99-100
[4]
Martini, Carlo María. Op.Cit. p. 50
[5] Galilea,
Segundo. Loc. Cit.
[6]
Ibid. Citando palabras de Santa Francisca Javier Cabrini.
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