domingo, 28 de mayo de 2017

PLENITUD DE LA ASPIRACIÓN DEL CORAZÓN HUMANO


Hch 1:1-11; Sal 46, 2-3.6-9. 8-9 (R.: 6); Ef 1:17-23; Mt 28:16-20

Podemos pues poner la Ascensión como un “momento” teológico de exaltación que sigue a la Resurrección, “momento” de comprobación de que Jesús no había muerto y se había quedado así; luego resucitó pero tampoco se quedó así, simplemente resucitado, sino que “pasó” a la Gloria de Dios y fue exaltado y, como lo dice el Credo, “está sentado a la derecha de Dios Padre”.

¿Es el momento de la separación? ¿Jesús se va? Ya los acompañó unos días, ahora, ¿ha sonado la hora de marginarse de la realidad y de la historia? Pero de estos interrogantes surge inmediatamente otro más fuerte todavía: Entonces, ¿qué hay de aquello del Emmanuel, del Dios-con-nosotros? ¿Fue que hasta ahí nos duró su acompañamiento? El mismísimo Evangelio de este Domingo, en el que celebramos “La Ascensión del Señor”, nos da la respuesta. Al terminar, concluye diciendo: ¡“sepan que yo estaré con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo”!

Sólo si tenemos claro que Jesús permanece entre nosotros y recordamos que “Su fidelidad dura por siempre”, tiene sentido que en la Oración colecta de esta celebración pidamos estas dos cosas:
·         Exultar con santa alegría, y
·         Regocijarnos con piadosa acción de gracias.
La propia oración colecta nos explica el motivo de esa alegría y de ese regocijo, que tiene dos razones: Porque Cristo es nuestra victoria, y porque no se ha ido sino que se ha sentado en el trono de Majestad desde donde nos comparte, nos hace al decir de San Pablo, coherederos de su gloria; esta segunda afirmación explica la primera, aclarando porque Él es “nuestra victoria”.


Si nos apoyamos en el Salmo, -se trata del Salmo 46- entendemos que la Ascensión  es de enorme alegría que en este texto se expresa con “voces de júbilo y trompetas, y entonar el mejor de nuestros cantos”, porque no es un alejamiento, no es un ausentarse, es el Ascenso para sentarse en su Trono. Si, en efecto, no estamos hablando de separación, ni de abandono, mucho menos de alejamiento; estamos hablando de “Entronización”, entiéndase bien, ha “subido” a su Trono Santo, para reinar ¡sobre todas las naciones! ¡Exultemos radiantes, cantemos y saltemos de júbilo, El Señor asciende entre aclamaciones al son de trompetas!

Este Salmo se clasifica entre los Salmos del reino: ¡YHWH reina! «Durante el destierro en Babilonia (entre los años 587 y 538) los judíos habían asistido a las fiestas en honor de Marduk, el dios nacional de Babilonia, y se habían quedado impresionados de su magnificencia. Pero hay una diferencia esencial entre esta entronización de Marduk y la de YHWH: la realeza se le confería cada año al dios babilonio después de un combate ritual con el dragón Tiamat, combate del que salía vencedor; pero a YHWH no puede nadie conferirle la realeza que posee desde el origen (Sal 93, 2).»[1]


Esta experiencia es clave en nuestra fe, es una experiencia que nos permite vivir la esperanza. Anclados en el aquí y el ahora ¡nunca indiferentes, ni indolentes; no estamos condenados a mirar hacia abajo, al contrario, esta Entronización que celebramos nos conmina a mirar hacia arriba, a levantar nuestros ojos con la fuerza de la fe y con la esperanza garantizada.





«Y aquí viene una pregunta: ¿este mirar hacia arriba no nos podría tal vez distraer de nuestro compromiso cotidiano, no hay quizás un poquito de reproche en las palabras de los ángeles a los Apóstoles: “Hombres de Galilea, ¿qué hacen ahí mirando el cielo?”»[2]

«La escritura misma nos da la respuesta a este interrogante: “Este Jesús que les ha sido arrebatado al cielo, vendrá así como lo han visto irse al cielo”. Reflexionemos un momento juntos sobre el significado de estas palabras. Se trata de ese Jesús que ha vivido entre nosotros, que recorrió los caminos de Palestina que todavía hoy podemos recorrer en peregrinación; ese Jesús que, hombre como nosotros, sufrió por las incomprensiones y gozó por la escucha de su palabra; ese hombre Jesús que fue muerto por sus enemigos que atentaron contra su vida y lo llevaron a la muerte; ese Jesús a quien Dios resucitó. Jesús, aun siendo Hijo de Dios, vivió una experiencia de vida semejante a la nuestra, desde el nacimiento hasta la muerte. Por esto nos dice la palabra de Dios: “Les ha sido arrebatado al cielo”.

Es uno de nosotros, uno que se hizo como nosotros, uno que conoce nuestra experiencia. Con su presencia en el cielo, pues, también nuestra experiencia, nuestra vida, nuestro deseo ha sido llevado junto a Dios….

…Jesús esta allá también como hombre, en esa luz, en esa realidad perfecta que es el Reino definitivo, la Jerusalén celestial, la ciudad de Dios, el lugar de la paz y de la justicia perfecta, el lugar en donde todo es claro, libre.»[3]


Así pues, nuestra respuesta y nuestro trabajo por forjar un mundo mejor, más humano, que permita al ser humano su cabal realización, no nos exime de mirar hacia el futuro del trans-mortal; más bien, mirar al horizonte y descubrir que tras el velo del misterio está el cumplimiento de la promesa y saber que el que promete -en este caso- es Fiel a su Palabra, nos alienta a vivir con mayor coherencia y nos señala, a la vez, el derrotero que debemos tomar para que ese mundo de justicia se pueda fraguar.

«Jesús está junto a Dios, en el Reino perfecto, definitivo, y al mismo tiempo está con nosotros, todos los días, está con su Iglesia; Jesús glorioso y poderoso está en nosotros y con nosotros, está en nuestras manos para que podamos construir una sociedad más justa, está en nuestra mente para que podamos reflexionar sobre lo que es bueno y lo que es verdadero, está en nuestro corazón para que podamos elegir lo que lleva a la vida y al amor.»[4]






[1] Mannati, Marina. ORAR CON LOS SALMOS. Ed. Verbo Divino Estella (Navarra)-España 1994. P. 38.
[2] Martini, Carlos María. POR LOS CAMINJOS DEL SEÑOR. MEDITACIONES PARA CADA DÍA. Ed. San Pablo Santafé de Bogotá-Colombia 1995. p. 184
[3] Ibid
[4] Ibidem, p. 183

sábado, 20 de mayo de 2017

ANCLADOS AL AMOR


Hch 8:5-8, 14-17; Sal 66(65), 1-3a. 4-7a. 16. 20; 1 Pe 3:15-17; Jn 14:15-21

…que también nosotros
podamos llegar a ser capaces
de un verdadero amor
y ser fuentes de agua viva
en medio de un mundo sediento.
DEUS CARITAS EST
Benedicto XVI


Una y otra vez nos encontramos con el Amor, nuestra fe pivota sobre ese Eje, porque Dios es Amor, porque el amor es el corazón de nuestra fe, es Dios mismo que se nos propone como meta, como paradigma de humanidad, se nos ofrece, entonces, como una dinámica para vivir esa fe, no se trata simplemente de aceptarla y decir “creo”, se trata de vivir construyendo una Nueva Humanidad, cuyo corazón sea el Amor. El Papa Benedicto XVI inicia su Deus Caritas Est citando la Primera Carta de San Juan: «Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él» (1 Jn 4, 16). Estas palabras de la Primera carta de Juan expresan con claridad meridiana el corazón de la fe cristiana: la imagen cristiana de Dios y también la consiguiente imagen del hombre y de su camino. Además, en este mismo versículo, Juan nos ofrece, por así decir, una formulación sintética de la existencia cristiana: « Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él» Y continúa el Papa Emérito diciendo, «Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida. No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva.»


El Evangelio de San Juan nos ha acompañado en estos Domingos de Pascua (con excepción del Tercer Domingo). En el Primer Domingo el foco estuvo puesto en la Resurrección; En el Segundo, El Domingo de la Misericordia, Jesús se les aparece, es el Resucitado que se les presenta, el co-protagonismo estuvo a cargo de Tomás el Incrédulo, (en el Tercer Domingo, fuimos al Evangelio según San Lucas, nos ocupamos de los dos que huían hacia Emaús), el Cuarto Domingo nos referimos a Jesús el Buen-Pastor, y estos dos Domingos –V y VI- nos remitimos a la gran perícopa –que va de Jn 13 a Jn 17, que encierra los discursos de Despedida de Jesús- sólo dos fragmentos: Jesús es el Camino y Jesús promete enviar su Espíritu Santo, que es el tema de este VI Domingo de Pascua. «Si ustedes leen a San Juan, ven que en todas sus páginas, a través de los pocos episodios que escoge de la vida de Jesús, de las palabras de Jesús que prefiere, se desarrolla un solo tema, siempre repetido, y es este: el Padre revela al Hijo porque ama al mundo. “Tanto ha amado Dios al mundo que le ha dado a su Hijo Unigénito” (Jn 3, 16).»[1]

Amar tiene su praxis en un estilo de vida que “guarda sus mandamientos”; pero ¿son ellos plurales? porque esta donde leemos en Juan su Mandamiento es uno sólo, el mandamiento del Amor. Su pluralidad consiste en la diversidad de prácticas con las que se ejercita este amor. «Juan no habla ni de virtudes, ni de vicios, no hace problemas por la obediencia, ni por el perdón mutuo, ni por los deberes matrimoniales o de estado, ni por compromisos de justicia. Nada de esto se encuentra en el vocabulario de Juan: se trata de cosas importantes… Juan va a lo que constituye el sentido la culminación de todo, es decir, fe y caridad.»[2]


«… el diálogo sobre la partida y retorno de Cristo (13, 31 – 14, 3q). “Voy” y “Vuelvo”, tienen el valor de fórmulas expresivas de la muerte y la resurrección de Cristo, su transitus su viaje al Padre a través de su muerte. Además, Cristo crucificado será el camino por el cual sus discípulos llegaran al mismo Padre. La unión con su Señor muerto, y sin embargo vivo, será el pasaporte para la vida eterna. Y el amor de unos hacia otros debe reproducir el amor de Dios por Cristo.»[3]


En el numeral 22 de la Deus Caritas est, Benedicto XVI nos actualiza al presente, la presencia de Jesús, y nuestro compromiso con el Amor: « Con el paso de los años y la difusión progresiva de la Iglesia, el ejercicio de la caridad se confirmó como uno de sus ámbitos esenciales, junto con la administración de los Sacramentos y el anuncio de la Palabra: practicar el amor hacia las viudas y los huérfanos, los presos, los enfermos y los necesitados de todo tipo, pertenece a su esencia tanto como el servicio de los Sacramentos y el anuncio del Evangelio. La Iglesia no puede descuidar el servicio de la caridad, como no puede omitir los Sacramentos y la Palabra.»[4]


«A partir del amor misericordioso con el que Jesús ha expresado el compromiso de Dios, también nosotros podemos y debemos corresponder a su amor con nuestro compromiso. Y esto sobre todo en las situaciones de mayor necesidad, donde hay más sed de esperanza. Pienso – por ejemplo – en nuestro compromiso con las personas abandonadas, con aquellos que cargan pesadas minusvalías, con los enfermos graves, con los moribundos, con los que no son capaces de manifestar reconocimiento…  En todas estas realidades nosotros llevamos la misericordia de Dios a través de un compromiso de vida, que es testimonio de nuestra fe en Cristo. Debemos siempre llevar aquella caricia de Dios – porque Dios nos ha acariciado con su misericordia – llevarla a los demás, a aquellos que tienen necesidad, a aquellos que tienen un sufrimiento en el corazón o están tristes: acercarnos con aquella caricia de Dios, que es la misma que Él ha dado a nosotros.»[5]


« No es casual que entre los símbolos cristianos de la esperanza existe uno que a mí me gusta tanto: es el ancla. Ella expresa que nuestra esperanza no es banal; no se debe confundir con el sentimiento mutable de quien quiere mejorar las cosas de este mundo de manera utópica, haciendo, contando sólo en su propia fuerza de voluntad. La esperanza cristiana, de hecho, encuentra su raíz no en lo atractivo del futuro, sino en la seguridad de lo que Dios nos ha prometido y ha realizado en Jesucristo. Si Él nos ha garantizado que no nos abandonará jamás, si el inicio de toda vocación es un “Sígueme”, con el cual Él nos asegura de quedarse siempre delante de nosotros, entonces ¿Por qué temer? Con esta promesa, los cristianos pueden caminar donde sea… Volvamos al ancla: el ancla es aquello que los navegantes, ese instrumento, que lanzan al mar y luego se sujetan a la cuerda para acercar la barca, la barca a la orilla. Nuestra fe es el ancla del cielo. Nosotros tenemos nuestra vida anclada al cielo. ¿Qué cosa debemos hacer? Sujetarnos a la cuerda: está siempre ahí. Y vamos adelante porque estamos seguros que nuestra vida es como un ancla que está en el cielo, en esa orilla a dónde llegaremos. Cierto, si confiáramos solo en nuestras fuerzas, tendríamos razón de sentirnos desilusionados y derrotados, porque el mundo muchas veces se muestra contrario a las leyes del amor. Prefiere muchas veces, las leyes del egoísmo. Pero si sobrevive en nosotros la certeza de que Dios no nos abandona, de que Dios nos ama tiernamente y a este mundo, entonces en seguida cambia la perspectiva. “Homo viator, spe erectus”, decían los antiguos. A lo largo el camino, la promesa de Jesús «Yo estoy con ustedes» nos hace estar de pie, erguidos, con esperanza, confiando que el Dios bueno está ya trabajando para realizar lo que humanamente parece imposible, porque el ancla está en la orilla del cielo.


El santo pueblo fiel de Dios es gente que está de pie –“homo viator”–  y camina, pero de pie, “erectus”, y camina en la esperanza. Y a donde quiera que va, sabe que el amor de Dios lo ha precedido: no existe una parte en el mundo que escape a la victoria de Cristo Resucitado. ¿Y cuál es la victoria de Cristo Resucitado? La victoria del amor.»[6]



[1] Martini, Carlo María. POR LOS CAMINOS DEL SEÑOR. Ed. San Pablo. Santafé de Bogotá. 1995 pp. 25-26
[2] Ibid.
[3] Fannon, Patrick. LOS CUATRO EVANGELIO. Ed. Herder. Barcelona 1970. p. 137
[4] BENEDICTO XVI. DEUS CARITAS EST. #22 Roma 25/12/2005
[5] Papa Francisco. Audiencia General Vat. 20 de febrero de 2016
[6] Papa Francisco. AUDIENCIA GENERAL Vat. 16 de abril de 2017

sábado, 13 de mayo de 2017

QUIERO SER PIEDRA VIVA DE TU TEMPLO SANTO


Hch 6, 1-7; Sal 32, 1-2. 4-5. 18-19 (R.: 22); 1Pe 2, 4-9; Jn 14, 1-12


Él es el Norte, el Centro y el Eje

La centralidad de Jesús, su importancia como eje existencial, el hecho de ser respuesta a todas nuestras preguntas es esencia y fundamento de nuestra fe. Y sin embargo, “importancia” y “centralidad” tienen que ser explicados y entendidos para que signifiquen algo, para que sea –más que una frase de cajón o una fórmula verbal que pretende decirlo todo y no dice nada- un eje práctico, aplicable, orientador, para que ser cristiano sea un llenar de sentido lo que de otra manera es un sin-sentido. En los momentos cruciales de nuestra vida cobra protagonismo la urgencia de entender cómo  es Jesús eje, meta, modelo y respuesta de los grandes interrogantes que la vida nos plantea.

Jesús es importante porque Él es Camino, Verdad y Vida. Jesús es una forma de vida, Jesús es inspiración para superar el gran vacío del “individualismo”. Jesús nos articula con los más cercanos, con nuestros prójimos, superando la abstracción del humanismo que idealiza al “Hombre” pero trata con desprecio y hasta con crueldad al ser de carne y hueso, al que está allí con nosotros, vive y sufre a nuestro lado, ese que no siempre colma nuestras expectativas, especialmente porque no es como nos lo imaginamos. Jesús nos muestra su cercanía, su aprobación, por el hombre con su lepra, con sus vicios y “pecados”, no nos habla de un hombre perfumado, emperifollado, nos habla de pescadores, de “funcionarios” estatales que recaudan impuestos, de prostitutas, de seres capaces de “traición”, en fin, escoge como última compañía, la de bandidos y muere a su lado. Y, sin embargo, todo lo ha hecho y todo lo ha apostado, precisamente por ellos. «Khalil Gibran escribe en el profeta: “A menudo escucho que os referís al hombre que comete un delito como si él no fuera uno de vosotros, como si fuera un extraño y un intruso en vuestro mundo. Más yo os digo que de igual forma que el más santo y el más justo no pueden elevarse por encima de lo más sublime que existe en cada uno de vosotros, tampoco el débil y el malvado puede caer más bajo de lo más bajo que existe en cada uno de vosotros”.»[1] Viene al caso tenerlo muy presente porque sobre esa potencialidad, tanto para el bien como para el mal, duerme nuestra solidaridad humana, que es la raíz de la fraternidad; aún el más “monstruoso pecador” lleva en sus venas algo de nuestra sangre, esa genética que nos enlaza como hermanos, misma genética –que a pesar de todo- nos permite, llegado el caso, decir Abba, dirigiéndonos a nuestro Creador y Amantísimo Padre.

Jesús nos propone, sin embargo, un proyecto no cerrado sobre esos cercanos, su propuesta no es ni exclusivista ni excluyente; no se conforma dentro de los límites de la cercanía; se abre, propone llegar más allá, ir donde otros, donde los diferentes, porque tienen otro idioma, quizás otra manera de vestir y de pensar, hábitos y costumbres diferentes. Pero su propuesta es “Llevar la Buena Noticia (εὐαγγέλιον) a todas las criaturas”; no se limita a un pueblo, ni a una raza, su amplitud es la de los brazos abiertos, la de la acogida al que es “diferente”, por todos los rincones del mundo (κόσμον). Es una propuesta católica (léase universal).


El da su vida, su propia vida para que nosotros tengamos vida, se entrega, sin guardarse nada. Su generosidad no da lugar a “cajas fuertes”, no escatima, no reserva nada, no se guarda, no esconde, ni acapara, supera con creces todo egoísmo, toda avaricia. Se da, se entrega. Y, precisamente da su vida para que nosotros tengamos vida, no cualquier clase de vida, sino vida a manos llenas, vida pletórica, plena y plenificada. La que Él nos propone es una vida abundante, sin menoscabos. “Yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia” (Jn 10, 10b). Entrega la propia para comunicar vida a los demás; para que los demás puedan gozar de la felicidad de estar vivos. Hasta el extremo de dar, no una vida provisional, sino dar la vida con continuidad ilimitada, la vida eterna. Por eso decimos sobre Él que ha vencido sobre la muerte y que la muerte ya no tiene dominio sobre Él cfr. (Rm 6, 9). Comiendo su carne y bebiendo su sangre, adquirimos vida nueva y participamos en la Resurrección (cfr. Jn 6, 54).

Él es “la Verdad”, pero una vez más, nada de abstractos. No es ni un tratado de filosofía, ni un diccionario, ni una enciclopedia. Ni siquiera escribió por su puño y letra alguna obra. Él se auto-propone –porque el Padre nos lo ha propuesto- como desciframiento de todos los enigmas, como contestación a los interrogantes, como norte en nuestro mapa. Sus acciones nos permiten formulas decisiones para nuestro quehacer vital-existencial.  Su verdad es tal que nosotros al obrar podemos lícitamente preguntarnos cómo lo habría hecho Él o qué habría hecho en tal o cual situación, y sin dudarlo, proceder encon el mismo estilo, con estilo Cristico.


Sin embargo, pensar y decidir según la manera de Jesucristo tiene un condicionante: Habernos compenetrado con Él, lo que logramos sencillamente por medio de un doble ejercicio a) la lectura y meditación muy frecuente de la Sagrada Escritura, meditación que no es un ejercicio de solo yo existo, de leer e interpretar según mi gusto, mi capricho, mi modo de ver y entender; ¡no!, se trata de procurar una lectura comunitaria, con el apoyo de un grupo Bíblico, de un sacerdote, de ti párroco, de un catequista debidamente preparado; y, b) rogar al Espíritu Santo para que me conduzca, me ilumine, me regale para esa lectura el Don de la Sabiduría.

Si adoptamos otra forma de leer puede llegar a ser, inclusive, peligrosa, desorientadora, más malo el remedio que la propia enfermedad. Lecturas solitarias –en vez de conducirnos por la vía salvífica- pueden sentenciarnos, definitivamente, al extravío. Y no olvidemos nunca que los documentos más confiables para conocer a Jesús son los Evangelios y el Nuevo Testamento integro, que nos habla de Él, aun en forma indirecta, mencionando lo que sus discípulos vieron y compartieron, y que Él les enseñó.

El Cuerpo Místico de Cristo (Señor, que sea capaz de salir de mi cascarón)

Jesús conquistó la vida eterna, no para sí mismo, porque Él ya la poseía desde toda la eternidad; la consiguió para nosotros, para compartirla. Así es todo lo de Dios, Quien nada necesita puesto que es el Dueño de todo y de nada carece, pero todo lo que tiene lo dona, Dios es generosidad, es abundancia, es plenitud.


Así nos incorpora en Sí, nos rescata y nos une a Él, nuestras vidas pasan a ser vida en Él, nuestro ser se hace célula de su Cuerpo Místico. Él es –para seguir una comparación arquitectónica- la piedra angular, pero nosotros tenemos la oportunidad de entrar a formar parte de ese Edificio-Viviente, pasando a ser Piedras vivas.

«Señor, Dios, que vienes a mí,
concédeme la gracia de sentirme y de vivir
como piedra viva de tu santo templo.
Concédeme la voluntad
de tomar parte en la vida de tu Iglesia
para caminar junto a ti y a mis hermanos
sin inútiles nostalgias
y con los ojos bien abiertos hacía el futuro.

Concédeme, Señor, la fuerza
para salir cada día de mi cascarón
para estar presente y participar activamente
donde se crea la vida,
donde se concretiza el amor,
donde se construye el camino de la libertad,
donde se ensancha el espacio de la justicia,
donde se hacen brillar hasta las migajas de la verdad,
donde se engrandecen
las habitaciones de la esperanza, de tal manera que contribuya
al nacimiento de un mundo unido
como Tú estás unido al Padre y al Espíritu Santo,
como Tú estás unido a cada uno de nosotros,
sin importar que estemos dispersos por el mundo.
Amén.[2]




[1] Citado por Vallés, Carlos G. sj. SIGLO NUEVO, VIDA NUEVA EL MILENIO DE LA ESPERANZA. Ed. San Pablo Santafé de Bogotá-Colombia 1999 p. 139
[2] Dini, Averardo. EL EVANGELIO SE HACE ORACIÓN T. 1. Ciclo A. p. 43

sábado, 6 de mayo de 2017

CON CAYADO DE AMOR



Hch 2,14a.36-41; Sal 22, 1-6; 1 Pedro 2,20b-25; Jn 10,1-10

¿Dónde pastoreas, Pastor Bueno, Tú que cargas sobre tus hombros a toda la grey? Muéstrame el lugar de tu reposo, guíame hasta el pasto nutritivo, llámame por mi nombre, para que yo escuche tu voz y tu voz me dé la vida eterna»

San Gregorio de Niza

“… esperar la potencia de este Dios que viene a consolarnos, que viene con poder, pero su poder es la ternura, las caricias que han nacido de su corazón, su corazón que es tan bueno que ha dado su vida por nosotros”
Papa Francisco

Nuestro Pastor vela

Uno de los primeros elementos que nos entrega el kerigma es el encuentro con un Dios que cuida, protege, defiende, vela, ampara. Esas son las funciones de un pastor; así que nos encontramos con Dios-Buen-Pastor. Reflexionando en otro momento sobre el Buen Pastor descubríamos en Él, en su Presencia protectora, el antídoto contra toda zozobra: ¡No temáis!  Ese es el Dios que nos acompaña a nosotros en nuestro caminar, (el que con tanto esfuerzo el enemigo se empeña en robarnos, porque ya sabemos que a ese le gusta nuestra intranquilidad, nuestra preocupación, nuestro nerviosismo; ese hace buenas migas con nuestro corazón desgarrado por los afanes y las angustias; nos volvemos sus presas fáciles, es feliz cuando nos debilita con la intranquilidad de lo que sobrevendrá  …);  cuando –en realidad- todo eso debe dejarse en las manos de Dios. Si no somos dueños ni de la caída o permanencia de nuestros cabellos pegados al cuero cabelludo, ¿qué podremos prevenir con afanarnos? ¡Insensatos!

En cambio, si logramos aquietarnos en la paz que nos regala el Señor, ¡qué solaz!, ¡qué infinita dulzura de paz y serenidad! Comparable a la grey cuando sabe que su Pastor la cuida, que está a cargo, que vigila al lobo y sus acechanzas, que no lo dejará atacarnos. Y no, no es inconciencia, no es irresponsabilidad; por el contrario, es comprensión clara de nuestros alcances, de nuestra fragilidad, de nuestros límites. Es, también, conciencia humilde y justiprecio de Quien-es-el-Todopoderoso. Él nos da la paz que el mundo no puede darnos y que, por el contrario, se empeña en conculcarnos.

En cambio, nuestro Pastor nos conduce hacia prados tranquilos, su vara y su cayado nos dan seguridad. Y no nos sirve una copa mezquina, por el contrario, nos sirve la copa rebosante que es la copa de la plenitud de vida, como lo afirma en la última frase de la perícopa del Evangelio de este día.


«Como un pastor guía a su grey, Así Dios guía a su pueblo, le da confianza en el camino, por cuanto conoce sus requerimientos y sus necesidades. Él sostiene nuestros pasos en el andar del tiempo, hasta que nos reúna en su reino, y entonces será una sola grey y un solo pastor (cf. Jn 10, 16), en la casa de Dios.»[1]

Sin coerción alguna, bajo la más completa libertad.

Se puede intentar construir el reino a la fuerza, por imposición, a sangre y fuego, obligando por decreto a que se le acepte; pero ese no es el reino que Jesús nos propone. Jesús en el Evangelio se auto-designa como “Puerta”:  “En verdad os digo, que soy la Puerta por donde pasan las ovejas”. Jn 10, 7b; y más adelante dice que “…quien entra por mí se salvará; podrá entrar y salir…”(Jn 10, 9 b) y queremos enfatizar esta posibilidad de “salir” porque nos recuerda la libertad bajo la cual se construye el reino que Él nos propone. Si, podemos entrar, pero también si queremos, podemos salir; como el “hijo prodigo”, podemos si queremos ir a pasar fatigas, hambre e incomodidades, y podemos malgastar la herencia, y entregarnos a la vida licenciosa, porque en la casa del Padre se vive por gusto, no porque estemos amarrados a la pata de la cama.

Muchos han visto la lentitud con la que los corazones maduran hacía la aceptación de la propuesta de Jesucristo, muchos querrían el Reino para mañana (y nos dicen que “para mañana es tarde”) y entonces, buscan como solución a su premura, las vías impositivas dejando de lado la libertad del hombre. Nos argumentan con tenacidad que cada minuto de tardanza es ventaja para el enemigo que no se detiene, que aprovecha esa demora para fortalecerse y nos reprochan precisamente eso: que “a cada instante el enemigo se hace más fuerte”, y que el enemigo jamás estará dispuesto a renunciar a sus prebendas sino es por las vías de fuerza.

No pensamos así, lo primero que responderemos es que ¡“para Dios no hay imposibles”, recordémoslo bien, recordémoslo siempre! Después repetiremos, que el reino no se puede construir a la brava y que no se puede imponer por vías de hecho, tiene necesidad de tomar en cuenta el albedrio del ser humano, tiene que conquistar el corazón y seducirlo; ha de ser aceptado, de otra manera siempre será como un gusano que corroe, insatisfecho por las cadenas, estará codiciando el pasado, reclamando las cebollas que comía en la esclavitud, cuando en Egipto arrastraba las pesadas cadenas. Meditemos en aquello de la “jaula de oro”, pese a que sea de oro, nada cambia respecto a ser una prisión que nos detiene el vuelo.


Dios nos creó con esa cualidad, (cualidad que para los impacientes es un despreciable defecto) ¡ser libres! y la construcción del Reino (del Reino verdadero) tiene que tomar en cuenta esa variable de nuestra personalidad, no nos podemos extirpar la libertad, no la podemos amputar para poder vivir en “la jaula de oro”, que por otra parte no tiene nada que ver con el Reinado de Dios. Si Dios es el Dios del amor, ¿cómo podríamos gozar de un reino donde el amor es por la fuerza? Sería como un Pastor que trata a su rebaño a palazos como ruta de su “cuidado”, pero ¿qué cuidado es ese? ¿Bajo qué óptica puede verse la golpiza como Paraíso? Sólo cuando tus ojos descubren qué es el paraíso, tendrás deseos de entrar, y habitar en él, por años sin término.



En esta perícopa del Evangelio según San Juan, Jesús nos habla del Buen Pastor, pero también denuncia a todos los que, amparados en su autoridad religiosa o política han obrado como “malos pastores” y se han cuidado de engordar ellos, sus arcas y sus panzas, descuidando al rebaño: “Todos los que han venido antes de mí son ladrones y bandidos; ...El ladrón no entra sino para robar y matar y hacer estrago”; los denuncia como ladrones que han entrado sólo a saquear para su propio beneficio. Por otra parte, también tiene en cuenta al otro grupo de ovejas, a las ovejas díscolas, las que hacen oídos sordos y simulan que la cosa no es con ellas, las que se niegan a entrar, pero en ningún momento se insinúa que debamos hacerlas entrar a las malas. ¡Todo tendrá que ser con la fuerza del amor!



[1] De Capitani, Giorgio; Ambrosi, Olga. SALMOS DE LA TERNURA. Ed. San Pablo. Caracas- Venezuela 1993. p. 15.