Hech.2, 42-47; Sal
117, 2-4. 13-15. 22-24; Pe 1, 3-9; Jn 20, 19-30
El Padre me ama
porque yo mismo doy mi vida, y la volveré a tomar. Nadie me la quita, sino que
yo mismo la voy a entregar. En mis manos está el entregarla, y también el
recobrarla: este es el mandato que recibí de mi Padre.
Jn 10; 17 -18
La
misericordia cambia el mundo, hace al mundo menos frío y más justo. El rostro
de Dios es el rostro de la misericordia, que siempre tiene paciencia. Dios
nunca se cansa de perdonarnos. El problema es que nosotros nos cansamos de
pedirle perdón. ¡No nos cansemos nunca!
Papa
Francisco
¿En
qué consiste la Misericordia? O, todavía más, ¿Qué significa esta palabra? Para
muchos no es fácil entenderla. Para un grupo muy amplio, la misericordia es el
perdón concedido a un condenado a muerte. Y, en efecto, podríamos decir que
esta es una expresión de misericordia muy grande, pero este concepto es
ampliamente más rico y apunta a un tipo de generosidad que todos tenemos en el
corazón: es, un rasgo que nos asemeja con nuestro Padre-Dios; bien es cierto
que nuestra misericordia es ínfima comparada con la Divina, pero está en
nuestro ADN (es una forma de hablar, una forma de decir que sin somos hijos de
Dios, sus rasgos se trasmiten a nosotros y están, por decirlo así, impresos en
nuestra “naturaleza”).
No
todos tenemos la misma fe. No todos podemos creer sin sucumbir víctimas de la
duda. Entonces, Dios no nos abandona, no nos desconoce ni ilegitima nuestro parentesco
con Él. A algunos les cuesta más el seguimiento confiado y entonces Jesús,
Infinitamente Misericordioso, se nos revela en su fina y dulce ternura: sus
actos y sus gestos para con nosotros están impregnados de la dulzura de la
paciencia, Él sabe que somos tardos para entender, y, entonces, resuelve no
impacientarse con nosotros; opta, en cambio, por la longanimidad, y la aplica
exhaustivamente con nosotros. Nos da más, se nos presenta en Persona, y nos
invita a meter el dedo en sus llagas. Si, esta oportunidad que da Jesús –no se
la brinda exclusivamente a Tomas, sino que la usa con todos nosotros- es para
que dejemos de ser incrédulos y seamos creyentes.
Ese
es el sentido de la perícopa del Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo según
San Juan que leemos hoy: Que abandonemos nuestra terquedad de incrédulos,
terquedad que es altanería mezclada con rebeldía; y, que –por el contrario- con
docilidad demos a torcer nuestro brazo a Dios, para reconocerlo “Señor y Dios
nuestro”.
Negar la fe para
convivir con el pecado
Sin
embargo, y aquí está el quid del asunto, muchas veces, teniendo la fe,
encontramos cómodo negarla porque nuestro pecado nos acusa en la conciencia,
entonces es cuando desautorizamos a Dios y, en medio de nuestra rebelión, decidimos
negar cuanto Él nos ha manifestado en su Revelación. Es entonces cuando
pateamos a la Iglesia y, con ella a todos los que se mantienen fieles a Jesús.
«Cuando,… opto por obrar contra los mandamientos, preferiría que Dios no
existiera y por consiguiente estoy dispuesto a prestar fácilmente oído a las
objeciones acerca de la fe. No pocas objeciones derivan lamentablemente del
hecho que nuestra vida cristiana, nuestros comportamientos no son conformes con
el Evangelio. Entonces se requiere un camino de conversión que nos lleve a
pensar y obrar según la verdad y la existencia de Dios. Entonces el creer nos
resultará mucho más fácil.»[1]
Lo hizo todo Nuevo
Según
San Juan nos encontramos viviendo “el primer día de la semana”, podríamos,
perfectamente entenderlo como el Primer Día de la Nueva Creación. Todo indica
que la acción de Jesús, es una acción genésica: Dios vuelve a soplar sobre el
“hombre”, lo vuelve a crear.
En
el Principio, en el Primer Día, encontramos que todo era oscuridad, fue
“entonces que Dios dijo ‘!Que haya Luz!’ y hubo luz. Cfr. Gn 1, 1-3. ¿Cómo era
la oscuridad? ¿Cuál era el rostro de esa oscuridad? En el evangelio de San
Juan, en Jn 20, 19 se nos informa que, esta oscuridad en particular, tenía el
rostro del miedo, miedo de los perseguidores, que en este caso eran los
“judíos”. En cambio, cuando Adán pecó, tuvo miedo pero de su propio Creador.
Jesús
puede entrar, aun cuando las puertas estén cerradas, se pone en medio de ellos,
e inicia la obra de Re-Creación; ¡les da la Luz! ¿De qué Luz se trata? La paz,
esa paz que significa superar el temor, ya no tener miedo. No hay nada que
neutralice más al ser, que lo aliene más, que el miedo: el miedo nos hace
“inválidos”, el miedo nos “enmudece”, el miedo
anula la opción de ser testigos, el miedo nos silencia para llevar el anuncio
del Evangelio. Miedo es lo que usan todos los totalitarismos: Policías
secretas, aparatos paramilitares, delatores, propaganda de omnipotencia y
omnipresencia, terrorismo sicológico, conciencia policiva de vigilancia
constante; cualquier cosa que usted haga la estamos vigilando y sabemos,
inclusive, lo que usted está pensando, así que no piense, no disienta,
permanezca quieto, callado…
En
ese ambiente Jesús-Resucitado inicia la nueva creación, la del Segundo Adán,
con un Acto de des-acobardamiento, combatiendo nuestro miedo. Jesús infunde
Valor, nos da la Luz que permitirá que nos convirtamos en testigos valientes y
decididos, que no temamos al perseguidor porque no nos puede quitar “la vida”,
porque Jesús ha demostrado que no nos pueden robar la vida, porque Él es la Vida,
es la Resurrección; podemos entregar la vida, porque Él nos la restituirá. Cfr.
Jn 10, 17-18 Porque Jesús a nosotros nos hace una delegación exactamente
análoga a la delegación que el Padre le hizo a Él: “Así como el Padre me envió
a mí, yo los envío a ustedes” Jn 20, 21b.
Y
aquí viene el gesto de Jesús que nos confirma que estamos narrando con Juan la
segunda Creación: Se trata del soplo de Jesús. En el versículo 22 Jesús sopla
sobre ellos el Espíritu Santo, conforme el Creador sopló en nosotros – a través
de nuestras narices- el aliento de vida.
Queremos
hacer paráfrasis y decir que quien no tiene vida es el acobardado que no testimonia,
ese carece del “Soplo del Espíritu” (como sabemos las dos palabras
son la misma en Griego), ese Espíritu soplado por Jesús, es el
aliento de la valentía, de la decisión de ser “testigos”. Así Jesús,
Señor y Dios nuestro, nos a re-creado. ¡Ha hecho todo nuevo! (Cfr. Ap 21, 5b.)
Lo esencial del Mensaje
Este
domingo se denomina ahora el Domingo de la Misericordia, y su rasgo más
saliente es la Confianza en Jesús. Si, así es, la imagen del Señor de la
Misericordia reza así: ¡Jesús, yo confío en Ti! Así que la Misericordia
ejemplar, el paradigma de la Misericordia es El Hombre-Nuevo, es Jesús Resucitado,
vencedor de la muerte. Fiel hasta morir de muerte de cruz, la más oprobiosa de
las muertes, reservada a los sediciosos. Jesús no se bajó de la cruz, sino que
mantuvo su coherencia más allá de toda prueba. Sobrepaso todo esputo y todo
escarnio, se remontó por sobre toda flagelación y toda coronación de espinas;
nada lo pudo detener en su decisión de cumplirle al Padre.
La
primera lectura –como en todos los domingos de la Pascua y en todas las misas entre
semana también- tiene una perícopa
tomada de los Hechos de los Apóstoles, donde en 4, 32-35 el núcleo es la
siguiente frase: “Todo lo poseían en común y nadie consideraba suyo nada de lo
que tenía.” (He 4, 32b).
Ya
antes, en el capítulo 2, se había referido San Lucas a la Comunión fraterna.
Glosando esta idea nos dice Ivo Storniolo: «¡En qué consiste la comunión
fraterna? La palabra griega koinonía expresa la unión de los cristianos, unión
fundada en la misma fe y en un idéntico proyecto de vida... Un poco más
adelante, el texto pone en claro en qué consistía esta comunión fraterna:
“Todos los creyentes vivían unidos y tenían todo en común; vendían sus
posesiones y sus bienes y repartían el precio entre todos, según la necesidad
de cada uno” (2, 44-45) Vemos, en consecuencia, que esta comunión reviste un
aspecto político (fraternidad en la que todos pueden participar libremente en
las decisiones) y un aspecto económico (repartición de los bienes según la
necesidad de cada cual)… La vida de la comunidad cristiana se presenta entonces
como un proyecto social alternativo que fermenta e incuba transformaciones
políticas y económicas. Justamente por esta razón, la comunidad será desde
entonces objeto de oposición y persecución, puesto que los dueños del poder y
la riqueza no pueden aceptar pasivamente tal propuesta.»[2]
Y
más adelante, refiriéndose al mensaje de los Hechos de los Apóstoles, dice lo
siguiente: «…la primera o las primeras comunidades cristianas… Su rasgo
fundamental es la unanimidad que se traduce en compartir… El fundamento de la
unanimidad es el testimonio de los Apóstoles acerca de la Resurrección de
Jesús: Él está vivo, presente en la vida y en la actividad de la comunidad,
dando a todos libertad y vida…el texto explica claramente lo que quiere decir
“tener un solo corazón y una sola alma”, que consiste en repartir entre todos
el don que Dios ha hecho y destinado para todos. Es una nueva versión de la
economía, ya no fundada en la propiedad privada y en la acumulación en provecho
personal, sino en disponer todo con miras al bien común. Todo pertenece a
todos, y está al servicio y al uso de la necesidad de cada uno. Es esta una
comunidad que se tomó en serio lo propuesto en Dt 15,4: “Cierto que no debería
haber ningún pobre junto a ti”. Más para que no haya ningún pobre es
indispensable que haya reparto, todos comparten. Quien más posee más comparte,
quien tiene menos comparte menos; pero todos acaban por disponer de lo
suficiente para tener una vida digna. Es, pues, la aparición simbólica de una
nueva humanidad que disfruta igualitariamente de la vida, don que Dios concede
a todos.»[3]
Decimos
ante la forma consagrada ¿cómo agradecerte que nos hayas amado tanto?
El defecto de
condicionar la fe
«Tomás
ha sido un buen discípulo de Jesús, pero un poco lento para captar los altos
conceptos de Jesús (11,16; 14, 5). Aquí también exige pruebas palpables de que
Cristo realmente vive. Ejemplo de esa fe inadecuada, condenada en 4, 48: “Si no
ven señales y prodigios, no creen” (Cfr. 2, 23-25; 6, 26; 12, 18). Tomás en su
rol de “dudoso”, aparece sólo en este cuarto Evangelio. Pero, no sólo él
dudaba. El representaría a todos esos discípulos de los primeros años que
“dudaban” (Mt 28, 17); tenían “dudas en su corazón” (Lc 24,38); “no creyeron a quienes
habían visto al Resucitado” (Mc 16, 14)».
A
través de la historia de la Iglesia hemos alabado y nuestro corazón ha hecho
eco de esta frase tan hermosa que quedó incorporada a la liturgia de la
Consagración Eucarística”, con la cual reconocemos, con la voz de Santo Tomás,
ante la Forma Consagrada la Presencia de Jesús-Cristo en su Cuerpo, su Sangre,
su Alma y su Divinidad. «Con esta proclamación asombrosa de Tomás, se termina
este Evangelio. El Evangelio comenzó con “la Palabra estaba con Dios y era Dios”
(1,1). Ahora lo repite al final: “Mi Señor y mi Dios”. A los cristianos de
todos los tiempos que aceptan eso con fe, nos dice “Felices los que creen sin
haber visto” (20, 29)»[4]
Constructores del Reino: Una fe de
todas horas, de toda la vida
¿Podemos
aislar la Eucaristía en un vacío litúrgico: una hora escasa robada a nuestros
afanes y premuras, durante la cual cumplimos un ritual: “¡Ya fui a misa!”? Pero
hay más y ya lo hemos visto, la Misa es esencial, la confianza en Jesús es
indispensable; pero, si nuestra fe no se traduce en acciones misericordiosas, ¡esa
fe no es nada! Ya sabemos que la fe des-acobardada es una que da testimonio,
que no se puede callar, que va por todas partes gritando lo que Jesús quiere.
Es el compromiso de prestarle la garganta, la voz, las manos y la inteligencia
a Jesús para que Él, en pleno siglo XXI, siga diciendo en todas partes y ante
todos que ama la justicia, que Él no es un pretexto para que se sigua
maltratando a los más débiles. Que hay que construir una sociedad de otra
manera, sin violencia, sin explotación, sin injusticia. Que si se puede
levantar una sociedad donde la cultura de la muerte estará definitivamente
derrotada y la cultura de la vida será triunfante y que ese será el Reino de
Dios, y que su Reinado, entonces, no tendrá fin. ¡Que una mundo justo es
posible!
La
Resurrección, para los bienaventurados que creen sin haber visto, significa
aceptar, aún en medio de la oscuridad más densa, que en el fondo, como al final
del túnel, hay un destello Resplandeciente, Cegador, Refulgente, Glorioso: Es
Jesucristo, el Vencedor de la muerte. Jesús de la Misericordia, y,… ¡Su
misericordia es eterna!
[1] Martini, Carlo María. LAS VIRTUDES DEL CRISTIANO QUE
VIGILA. Ed. San Pablo Bogotá Colombia 2003 p. 46
[2] Storniolo,
Ivo. CÓMO LEER LOS HECHOS DE LOS APÓSTOLES. EL CAMINO DEL EVANGELIO. Ed. San
Pablo Santafé de Bogotá 1998 p. 47
[3]
Idem. p. 66
[4] Seubert,
Augusto COMO ENTENDER LOS MENSAJES DEL EVANGELIO DE JUAN. Ed. San Pablo Santafé
de Bogotá 1999. p.152
No hay comentarios:
Publicar un comentario