Mt
21, 1-11; Is 50, 4-7; Sal 21, 8-9. 17-18a. 19-20. 23-24; Fil 2, 6-11; Mat 26,
14-27, 66
… en la noche del sepulcro,
germina el alba de la Resurrección.
Etienne Charpentier
Jesús… muestra a Dios
como Aquel que ama, y a su poder como la fuerza del amor.
Benedicto XVI
Tomemos
como punto de partida los versos 7 y 8 del capítulo 2 de la Carta a los Filipenses:
“tomando la condición de servidor, llegó a ser semejante a los hombres.
Habiéndose comportado como hombre, se humilló y se hizo obediente hasta la
muerte-y muerte en una cruz.” Esta acción-decisión está expresada en el texto
por un verbo que la rige: “despojarse”, que implica desproveerse, enajenarse,
renuncia voluntaria, abajamiento, renuncia
a la autoridad propia. Vaciarse que significa desacomodarse, privarse.
Y,
sin embargo, esta renuncia no es capricho, tampoco es rebeldía gratuita; es obediencia
respecto del Padre Celestial, en quien se puede confiar sin límites; pero
rebelión contra la esclavitud, contra el imperialismo romano, contra toda
injusticia. Todo menos callar: Jesús se opone, se posiciona, cuestiona y es
capaz de correr todo riesgo sin hacer nada que rompa con su obediencia al
Padre. Por eso leemos: “se hizo obediente hasta la muerte-y muerte en una
cruz”.
Esta
obediencia que le implica “rebelarse contra” se convierte en la clave de todo
el comportamiento de Jesús. Sabemos que Él es el Camino, la Verdad y la Vida:
pues esta incondicionalidad que muestra es Camino, Verdad y Vida. Esta es la
manera de ser vida, viviendo su incondicionalidad con coherencia, con
consecuentalismo. Un consecuentalismo radical. Su radicalidad nos evoca a
Sadrac, Mesac y Abednegó que desobedecen a Nabucodonosor antes que desobedecer
a su Dios aun cuando la condena es perder la vida muriendo en el horno: “Si el
Dios a quien adoramos puede librarnos del horno ardiente y de tu mano, seguro
que nos librará, majestad. Pero, aunque no lo hiciera, puedes estar seguro,
majestad, que no daremos culto a tus dioses ni adoraremos la estatua de oro que
has erigido.” Dn 3, 1-30.
Muchas
veces decimos que la crucifixión no fue un evento político y nos equivocamos al
afirmarlo. Toda la historia de Jesús desde su mismo nacimiento está enmarcada
en la politicidad. Desde el mismo momento en que nace y su elección de contexto
de nacimiento, todo en su vida reside en un contexto político. La obediencia a
Dios desemboca en una exigencia política puesto que exige coherencia con la
justicia, y coherencia con los pobres. Es decir, se espera de nosotros un “ser
consecuentes” a la manera de Jesús.
Se
dice que Jesús bien podría haberse callado, bien podría haber huido; pero
quizás donde quiera hubiese ido su consecuentalidad le habría llevado al mismo obediente
desenlace.
¿Quiere
decir que, la exigencia de ser coherente con Dios, de permanecer
incondicionalmente fiel implica llegar a la cruz? ¿Quiere decir que todos los
caminos llevan al Calvario? Diremos que no. ¡No de todos se espera el martirio!
Pero de todos se espera la coherencia, la incondicionalidad hacía Dios, la
fidelidad en el disiculado con Jesús, Camino, Verdad y Vida, Camino que conduce
a Quien es nuestra Verdad, a quien es Fuente de Vida.
Esa
incondicionalidad para con Dios, para con el proyecto de construcción del Reino
es lo que nos da referente existencial. Ninguna fe verdadera puede ser puro
ritualismo, aun cuando esté impregnada de ritos que llenan el 100% del tiempo y
de la vida. No son los ritos, ni los holocaustos lo que Dios espera –ya nos lo
dijo el profeta: “Lo que quiero de ustedes es que me amen, y no que me hagan
sacrificios; que me reconozcan como Dios y no que me ofrezcan holocaustos (Os
6, 6)- sino la coherencia con la Justicia que es la manera de demostrarle el
amor a Dios. Algunos serán llamados a la gracia del martirio, pero todos
estamos invitados a la gracia de la fidelidad, de la coherencia, de la
obediencia.
Al
celebrar el Domingo de Ramos –nos gusta volver sobre este cuadro, Jesús montado
en un borrego-, nada más humilde, rayando en lo ridículo, las piernas colgando
y los pies prácticamente tocando el suelo. Los reyes y los poderosos iban de a
caballo. Nos informan los historiadores que las autoridades judías, en el
antiguo Israel, iban montando en una mula, pero en burro…
«”¡Hosanna!”.
Originalmente, ésta era una expresión de súplica, como “¡Ayúdanos!”… la súplica
se convirtió cada vez más en una aclamación de júbilo (cf. Lohse, Th WNT, IX p.
682). … se saluda como al que viene en nombre de Dios, como el Esperado y el
Anunciado por todas las promesas.»[1]
Estamos
frente al cumplimiento de una profecía. El caballo es –por antonomasia- una
cabalgadura bélica. El burrito no, el burrito simboliza un tipo de pacifismo,
es la renuncia a la violencia, es el anti-poder en esencia, o mejor, es el
signo de otra manera de ejercer el verdadero poder, el poder que en vez de
subyugar, encanta, seduce, que gana el corazón. Este signo del burrito,
re-contextualiza toda la perícopa, explica la clase de política que Jesús
practica: la Obediencia, la Humildad y el Amor.
Además,
¡Recordemos que Él siempre está; nunca abandona!
En
el Salmo nos encontramos con esa paradoja: Jesús –si ponemos el salmo en labios
de Jesús, y el evangelio nos informa que Jesús antes de morir pronuncio el
versículo 1º, Elí, Eli lemá Sabactaní Mt 27, 46- reclama al Padre porque
aparentemente lo ha abandonado; y, sin embargo, si le reclama es porque tiene
conciencia que está allí presente con Él. Como nos lo dice Carlos Vallés s.j.
«Mi queja ante ti era en sí misma un acto de fe en Ti, Señor. Me quejaba a ti
de que me habías abandonado, precisamente porque sabía que estabas allí.»[2]
No
nos dejemos deslumbrar, ni ensordecer por las bandas de música… ya es sabido
que detrás del estruendo está el silencio y desde el silencio (de la cruz) nos
habla Dios… que nunca nos desampara, que siempre está allí, aun cuando no lo
sabemos ver o no lo podemos descubrir; es entonces cuando está más presente!
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