Ex 17, 3-7; Sal 94;
Rom 5, 1-2.5-8; Jn 4, 5-42
… en la conversación
con la samaritana, el agua se convierte en símbolo del Pneuma, de la verdadera
fuerza vital que apaga la sed más profunda del hombre y le da la vida plena…
Benedicto XVI
Samaria
corresponde al territorio que se había entregado a las tribus de Israel, Efraín
y Jacob; fue la cuna de, por lo menos, tres profetas: Elías, Amós y Oseas; sin
embargo, cuando Asiria la conquistó, la permeó con los cultos extranjeros y así
cayó en la herejía. De todos modos, los habitantes de Samaria también esperaban
un Mesías, uno al estilo de Moisés. Jesús habría podido evitar el paso por ese
territorio siguiendo la ruta de Transjordania, pero, nos dice el Evangelio
joánico, era “necesario” que pasara por allí.
El
episodio evangélico que nos ocupa en este III Domingo de Cuaresma nos trae una
mujer que viene a recoger agua; es obvio, trae para ello un cántaro, pero su
cántaro está resquebrajado, no puede con él recoger agua que apague su sed. Decía
Helder Câmara, el inolvidable Arzobispo brasileño, que «Lo que a mí me emociona
es ver a Cristo, un judío, no sólo hablar con una samaritana, sino además
dialogar con una mujer que ya había tenido cinco hombres en su vida… y estaba
viviendo con el sexto.»[1] Esta diversidad de
“esposos” es una forma figurativa de mencionar los cultos diversos que
aquel pueblo había profesado. Pero el
Salmo nos explica que la Misericordia Divina trasciende nuestras culpas:
Él perdona todas tus culpas
y cura todas tus enfermedades;
él rescata tu vida de la fosa
y te colma de gracia y de ternura.
y cura todas tus enfermedades;
él rescata tu vida de la fosa
y te colma de gracia y de ternura.
El
marco espacial del diálogo entre Jesús y la samaritana es el pozo de Jacob.
Recordemos que Jacob fraguó un plan de engaño para hacerse con la primogenitura,
que en verdad correspondía al hermano mayor, Esaú, lo que hace de él un
“suplantador”, eso tuvo como consecuencia el tener que huir acosado por la
amenaza mortal que hizo el verdadero primogénito. Pero, eso no conduce al
abandono de Dios. Cuando Jacob huía, Dios lo busca y le ofrece su compañía y le
garantiza su protección. En aquel lugar, Jacob erige la piedra que le había
servido de almohada como Pilar, ungiéndola con aceite. Jacob cambió el nombre
de aquel lugar que se llamaba Luz y que ahora se llamará “Casa de Dios”. Se
alude a esta visión (la palabra Samaria quiere decir “atalaya” o “mirador”)
tenida en sueños, episodio que recordamos, como “la Escala de Jacob”, porque en
ella Jacob visualizó una escalera por la que subían y bajaban los ángeles: «El
símbolo: Y tuvo un sueño; soñó con una escalera apoyada en tierra y cuya cima
tocaba los cielos, y he aquí que los ángeles de Dios subían y bajaban por
ella”… La imagen de la escalera que se apoya sobre la tierra y cuya cima
alcanza el cielo nos revela que Dios se interesa por mí, por los sucesos de mí
vida, por mis cotidianas dificultades que yo sólo conozco, y que
misteriosamente me acoge y me es propicio.»[2]
¿Cómo
es la escala de Jacob de la Samaritana? Tiene los siguientes peldaños: Un
hombre que confiesa su sed física; un hombre como cualquiera, que tiene sed. En
el segundo peldaño, Jesús es el hombre-fuente del agua viva, agua que da vida,
agua que calma la sed de verdad. En la tercera grada, el Hombre-Jesús es
reconocido como profeta porque conoce lo más recóndito y todos los detalles de
la vida. En la cúspide de esta escala, la Escala de Jesús, es ahora el
Hombre-Mesías se le reconoce como “el Esperado”, “El Vaticinado”, “El Ungido”,
Jesús es aceptado como El Mesías.
Este
“reconocimiento” trasforma a la samaritana, ya no es una buscadora de hombres,
ha encontrado al Hombre. «Ahora ella es una mujer diferente. Mujer nueva. Mujer
regenerada. Mujer profunda y cercana. Mujer limpia y feliz. Y se los lleva a
todos. “Vengan a ver a un Hombre”… les ha dicho. Y los arrastra, los conduce a
las aguas tranquilas. Y el pueblo se encuentra con el autentico descendiente de
su padre Jacob. Con el autentico Israel que ha peleado con lo viejo y lo ha
hecho nuevo; que ha peleado con la promesa y la ha hecho realidad… La Palabra y
el corazón. Lo limpio y lo sucio. Lo superficial y lo profundo. Jesús y la
samaritana. Dos corazones encontrados y una vida nueva. ¡El cambio!»[3]
La
samaritana se ha trasformado de buscadora en misionera, conduce a su pueblo y
lo lleva donde “todos bebieron la misma bebida espiritual, pues bebían de la
roca espiritual… y la roca era Cristo”, ella se convierte en el Moisés que
lidera un nuevo éxodo y los conduce a los manantiales de vida. Su existencia ha
cobrado a través del Hombre Jesucristo un nuevo sentido que es sentido de
plenitud.
Nuestras
falencias, nuestras resquebrajaduras, nuestra fragilidad no hacen a Dios
infiel; los infieles somos nosotros, Dios es Fiel, tenemos una especie de
sinonimia entre esos dos vocablos: Dios y Fiel; y el relato de la samaritana
que va al pozo de Jacob es un recordatorio de esa fidelidad. Sin exclusiones,
superando todo nacionalismo, toda barrera de culto, toda frontera geográfica,
todos hallamos una roca donde reposar y dormir y desde donde Dios nos muestra
la escala que nos acerca a Él, nos ratifica su proximidad y nos brinda la
Promesa de sus cuidados providentes.
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