Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida.
1Sam
16, 1b. 6-7. 10-13a; Sal
22, 1-3a. 3b-4. 5. 6; Ef 5, 8-14; Jn 9, 1-41
Jesús ve al ciego,… No acepta
encasillar al ciego en la impotencia y en el desprecio. Según Él ante el mal no
hay que hacer especulaciones condenatorias; hay que tratar de suprimirlo. Hay
que trabajar para que en el que sufre se manifieste la gloria de Dios.
José Cárdenas Pallares.
Hacerse cristiano era su segunda
creación, su nacer de nuevo... se habían lavado en la fuente que es Cristo, y
así se les abrieron los ojos y vieron la luz.
Augusto Seubert
En
el Evangelio, el ciego es enviado a lavarse en la piscina de Siloé. Nosotros creemos descubrir en este “envío”
una clara y contundente alusión bautismal, a incorporarse a la Iglesia.
Así
como sucede en el episodio de la Samaritana, le perícopa muestra la dinámica de
la fe. No conocemos a Jesús de golpe y porrazo. Sino que su reconocimiento es
una “escala”. También en esta experiencia, la “visión” del Mesías se va
aclarando paulatinamente. Al principio lo ve, pero prácticamente ni siquiera
sabe quién es. Luego, ni siquiera sabe dónde está. Ya después, la fe se hace
más potente, es como si el hecho de haber abandonado su estado de ceguera (de
nacimiento), pasara a capacitarlo poco a poco para aceptar, para defender, para
testimoniar.
Quisiéramos
detallar este proceso porque para nosotros esto es de la mayor importancia, y
tiene implicaciones para nuestra vida sacramental empezando por el bautismo: En
primer lugar, el ciego ni siquiera está buscando a Jesús, pero Jesús “llega”,
Jesús se pone ante nosotros, y no pasa indiferente, sino que allí donde
estamos, Él llega y nos “mira”. Tenemos a continuación que no sólo pasa por nuestra
vida, sino que obra sobre ella, nos “recrea”, vuelve a modelarnos –como en el
Génesis- con barro, ejerciendo su poder “generador” allí donde están nuestras
debilidades, nuestras imperfecciones y flaquezas. Si teníamos los ojos malos,
el “hace barro” para volvernos a crear los ojos. No obra con barro común y
corriente sino que es barro hecho con su “poder”, tiene entremezclado algo de
Su Ser, algo salido de Él (su saliva). Y al crearlo de “Nuevo”, hace de él un
Hombre-Nuevo (todo lo hizo Jesús, el ciego lo único que hizo –y pese a ser
poco, es todo lo necesario para la parte humana- fue y se lavo, o sea obedeció
lo que lo “enviaron a hacer, cumple con su misión); tan Hombre-Nuevo es, que la
gente ya no lo reconoce, les parece que es él pero no están seguros (tienen que
llamar a los padres para la identificación); queda “cambiado”, y el cambio
principal consiste en que ahora tiene la Luz en sus ojos. No es el mundo el que
cambia, lo que tenemos, ahora de diferente, después que nos hemos encontrado
con Jesús, después de habernos sumergido en el Agua Bautismal, es que podemos
ver la realidad con unos “Nuevos ojos” (ojos de Hombre-Nuevo) que tienen “la
Luz de la vida”.
Y,
sin embargo, al principio, Jesús sólo es para el antes-ciego “ese hombre”
(verso 11), del cual no sabe la ubicación, ni puede encontrarlo, no sabe
referenciarlo. Pero si lo llaman a declarar y le exigen identificarlo, es capaz
de dar el salto al segundo peldaño y confesarlo como “profeta” (verso 17). Y, sobreponiéndose al temor que sus padres
tenían a los judíos, declara que Jesús es el taumaturgo, que fue Él su Sanador.
Y salta al tercer peldaño de incorporación en la vida de la fe al reconocerlo
como Maestro y preguntarles si ellos también se quieren hacer “discípulos”
(verso 27). Y, ¡miren hasta donde nos
lleva tener a Jesús en nosotros! que, en el verso 33, declara que tiene que ser
Dios. Que sus obras son tales que sólo Dios tiene el poder necesario y
suficiente para llevarlas a cabo.
Y
es que nosotros solemos entender los sacramentos como experiencias puntuales,
como momentos con fecha fija; y esto no debe ser así. Mientras que en la vida
sacramental tenemos que comprender que a partir de su entrada en nuestra vida,
Él sigue obrando, nos va instruyendo, nos enseña a cada paso, momento a momento
Jesús es Maestro de Vida. Y así ocurre con cada Sacramento, su efecto se va
intensificando y se va potenciando, en la misma medida en que nosotros los
vayamos viviendo y experimentando, los vayamos haciendo conscientes, en la
misma medida que los vayamos “ejerciendo”. Sí, así como se oye, los Sacramentos
se reciben para ejercerlos, para ejercitarlos- algo así como comprar una
máquina de ejercicios que servirá de nada si la dejamos en un rincón olvidada.
Tomemos
por caso el Bautismo. No es ese día que fuimos llevados a la Pila bautismal,
sino todo lo que ha sido desde ese día.
Eso lo tienen que entender no sólo el bautizado, no sólo sus padres y
familiares consanguíneos y cercanos; sino especialmente los padrinos a quienes
se les encarga de manera muy especial este ministerio: el ejercicio sostenido,
permanente y tesonero de la continuidad
sacramental. No se olvide el mismo tanto, y más, con el sacramento del
matrimonio. El Sacramento no es el Día que caminamos al Altar, es el día a día,
es la cotidianidad de la pareja, de su vida como cónyuges, de su empeño
indeclinable como padres, del permanente ejercicio del perdón, de la
comprensión, del Amor, así, con letras mayúsculas. Y esta reflexión junto con
todas sus implicaciones, estamos llamados a extenderla a los otros cinco
Sacramentos.
Observemos
con atención el verso 37 que recalca de manera patente que no es algo que pasó,
sino algo que sigue pasando: La Presencia de Jesús y su diálogo permanente con
nosotros se manifiesta con este testimonio Escritural: “¡lo estás viendo, El
que habla contigo, ese Es!
Nos
queda faltando un aspecto decisivo. En el verso 38 el antes-ciego declara y
confiesa su Fe. Pero, aun cuando estas experiencias de la presencia de Dios en
nuestra vida son experiencias personales, el ejercicio de esa fe nos lleva a
incorporarnos en la Asamblea de los que creen. Ese relato del ciego y la
piscina de Siloé, nos muestra a Jesús
como el Enviado, pero luego, heredamos en el Hijo, el “envío” y cada uno es
“enviado” para incorporarse al Cuerpo Místico, nunca insistiremos suficiente
que el envío recibido en los Sacramentos, nos conduce a un compromiso y una
responsabilidad muy seria de vida en Comunidad, de ser Iglesia, de mantener
coherencia en nuestra misión de hacernos miembros del Pueblo de Dios. No es un
llamado intimista, no es un “envío” individualista, sino una vivencia cotidiana
al lado de nuestro prójimo, con una lúcida consciencia de ser todos hermanos en
el Hijo por ser todos hijos del mismo Padre. Así que cada encuentro con el
Enviado nos transfiere el “envío” y nos compromete en el cotidiano ejercicio de
nuestra fe.