Hch 5, 12-16; Sal 117,
2-4. 22-24. 25-27a; Ap 1, 9-11a. 12-13. 17-19; Jn 20, 19-31
2º Domingo de Pascua
La resonancia
política del poder de Cristo podemos captarla en la extraordinaria nostalgia
que invade a la humanidad, nostalgia de unidad del género humano, nostalgia de
fraternidad universal.
Mons. Carlo María
Martini
Este
año, en el Cuarto Domingo de Cuaresma, hemos leído del Evangelio de San Lucas,
el capítulo 15, los versículos 1-3 y luego 11-32 que nos narra la parábola del
hijo pródigo. Una de las cosas más sorprendentes –que puede sonar hasta
chocante- en dicho relato, es la total ausencia de recriminación por parte del
Padre, el Papá nada le reprocha a su hijo, todo lo contrario del hermano mayor
quien está envenenado de rabia, lleno de rencor, reñido a tal punto con su
hermano que no quiere participar de ninguna manera en el recibimiento porque no
le perdona que “halla derrochado los bienes con mujeres de mala vida…”. Este
hermano ha perdido totalmente el sentido de fraternidad, para él, su hermano es
un zutano, no su consanguíneo. Está –por decirlo de alguna manera- en la misma
situación que Caín respecto de Abel, o en una situación análoga a la de los
hermanastros de José en Gn 37, 3-4, cuyo encono por la predilección que su papá
le tenía a José, los lleva a fraguar su muerte de la cual se libra al ser
vendido como esclavo a una tribu de Ismaelitas que acertó a pasar por allí.
Recordemos que esa envidia se vio intensificada por el sueño que tuvo José y
que se los contó (Gn 37, 5-11).
Si
Dios es Padre Nuestro, uno de los vínculos más poderosos que nos unen a los
Ojos de Dios es la fraternidad. Y para ser hermanos no necesitamos tener el
mismo tipo de sangre; todo lo contrario, desde que Jesús –Nuestro Hermano-
derramó su sangre por nosotros, el tipo de sangre es lo de menos, todos los
seres del género humanos somos hermanos de sangre en la Sangre de Jesús. Esta
hermandad católica (Universal) hay que trabajar para activarla pues es uno de
los atributos divinos que permanece conculcado como consecuencia del pecado.
Está como adormecido en el fondo del corazón, no está muerto, por eso nos
identificamos con la víctima, con el débil, con el personaje del programa de
televisión, con el protagonista de la película, por eso queremos ser generosos
cuando se dispara una campaña para favorecer a los que por algún motivo han
caído en desgracia. Ahí está ese hermoso sentimiento, más que hermoso debemos
decir “divino”, porque nos viene connaturalmente en las entrañas, como ADN
trasmitido por nuestro Padre Celestial, nuestro Creador. Si somos sus hijos
somos portadores del gen-misericordioso.
Para señalarnos lo importante que es
este “atributo”, Jesús está recordándonoslo a cada paso en el Evangelio. Es una
de las enseñanzas esenciales que nos comunica. Su vida, según la vemos
retratada en los relatos de los Evangelistas, sus enseñanzas según nos las
preserva la Iglesia y el ejemplo que nos ilustran sus Santos, están
renovándonos con permanente frecuencia, que tenemos que cuidarnos unos a otros,
despojarnos del egoísmo y la envidia, socorrer a quien lo necesita y aportarnos
gestos de acogida y consolación mutua. Aún ir más lejos, alegrarnos –hasta el
extremos de hacer fiesta-porque un hermano estaba perdido y lo hemos
encontrado, estaba muerto y ha resucitado.
Por
eso el coprotagonista de la perícopa que leemos este Segundo Domingo de Pascua
es Tomás, apodado Δίδυμος el
gemelo, didimo -el apodo- es gemelo en griego, Tomás significa lo mismo en
hebreo. Es un prójimo muy cercano, tan cercano que es el siguiente nacido del
mismo vientre. Esto es lo que nos quiere recordar este personaje, que tiene
tanto de nosotros mismos, “incrédulo” y “arrogante” él se las da de mucho
porque –con ese cientifismo propio de quien algo ha estudiado, aun cuando sepa
muy poco- él, “…hasta no ver, no creerá”. Pero interviene Jesús, imagen
perfecta del Padre, nada le reprocha, con amable y acogedora consecuencia le
ofrece las pruebas que había pedido: meter sus dedos en las llagas (como
introduce su dedo el hijo en el anillo que su papá le hace poner para
restituirle su filiación, su autoridad filial y los derechos que ella
conllevaba), y le ofrece el costado para que lleve su mano hasta tocar el
corazón y sienta en las yemas de sus dedos los latidos resucitados del corazón
Misericordioso.
Esto
nos conduce al inicio de la perícopa, cuando Jesús entra, sin que las puertas
trancadas (por aquellos que se encierran con miedo que las próximas
víctimas de la persecución sean ellos), le
puedan detener el acceso, si fuera un cuerpo común y corriente, no podría
pasar, pero es un Cuerpo Glorioso. Les muestra sus Heridas, en manos y costado,
ellos no tienen asco de sus llagas precisamente porque son puro testimonio de
Su Amor. Por el contrario se llenan de alegría porque les demuestran que el
Amor es más poderoso que la muerte. Viene lo más importante para nosotros, ¡el
“Envío”!
Es
una transferencia de autoridad (¡nunca olvidemos que la verdadera autoridad es
la del servicio!), con estas doradas Palabras: “Paz a vosotros. Como el Padre
me ha enviado, así también os envío yo”. La “energía que transmite es un poder
de ¡Paz! Y, al hacernos portadores de esa fuerza, nos envía a diseminarla. Nuestra misión es la
de ser sembradores de Paz. Lo cual tiene un enlace esencial con otra frase
Suya, un versículo más abajo: “Reciban el Espíritu Santo; a quienes les
perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengan, les
quedan retenidos”. Aquí es de vital importancia entender bien el sentido del
pecado, del pecado hay que superar una visión ingenua. El pecado no es un
incomprensión en la manera de mover las fichas en el juego de parques, tampoco
es una falta reglamentaria en el manejo de un balón en la cancha; el pecado es,
en sí mismo, el daño que hacemos al prójimo, al prójimo presente o futuro con
el daño sobre la naturaleza y los dones que el Creador ha puesto a nuestra
disposición, o, el daño que nos podemos causar a nosotros mismos. No consiste,
por tanto, en una violación “legal”, sino en la maldad que lo inspira, en la
lesión que infrinjamos al otro, pariente o prójimo, cercano o lejano, en el
espacio o en el tiempo. Pecado es descuidar al otro, actuar como si no fueran
nuestros hermanos o, actuar como malos hermanos, como Caines.
Por
eso el perdón no es un formalismo que nos soluciona el problemita de habernos
cerrado la Puerta de la Vida Celestial como consecuencia de nuestros desatinos;
sino el proceso de restablecer la salud de nuestras relaciones fraternales. Es
muchísimo más que decir unas cuantas plegarias, o encender unas cuantas
lamparitas. El perdón del cual hemos recibido el ministerio con esas Palabras
de Jesús nos precisa vivir un transcurso de reparación, de sanación de
rencores, de reconciliación, de reconstrucción del tejido social, de obras de
indemnización, de desagravio. Nos compromete a ser sinceros e irrestrictos
animadores de la paz. «Les da a todos los miembros de la Iglesia el regalo de
ser ministros del perdón divino. La Iglesia porque es fruto de la resurrección
de Jesús, o mejor dicho, del perdón del Resucitado que le da su Santo Espíritu,
tiene el poder de perdonar los pecados, es decir, de liberar de todo lo que
arrastre a la muerte definitiva (8,24) de liberar de toda esclavitud (8,32), de
todo lo que paraliza y vuelve a uno incapaz de decisión (5, 1-9), de la gloria
vana (5, 41), de la mentira asesina (8, 40-47), del miedo y la desesperación
ante la muerte (11, 25-36)»[1]
[1]
Cárdenas Pallares, José PARA SEGUIR EL VUELO DEL ÁGUILA. PISTAS PARA LEER A SAN
JUAN Ed. Tierra Nueva. Quito Ecuador. 2001. p. 118
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