Hech 14,
21b-27; Sal 144, 8-9. 10-11. 12-13ab; Ap 21, 1-5a; Jn 13, 31-33a. 34-35
La materia prima y
única del Paraíso es el amor.
En
el capítulo 1 de Apocalipsis, exactamente en el versículo 10, San Juan nos declara que esta Revelación (que es el
significado de la palabra griega Ἀποκάλυψις
“apocalipsis”) tuvo lugar cuando él cayó en éxtasis: ἐγενόμην
ἐν Πνεύματι. (No dice exactamente éxtasis sino “en el Espíritu”, o aún
mejor, “bajo el poder del Espíritu”).
Con
mucha frecuencia oímos hablar de los santos que caían en éxtasis. Y entendemos esto como entrar en un estado de
arrobamiento, de embeleso. Como una enajenación sensorial, donde algo atrae
nuestra atención con “brillo” refulgente, encandelillante, hasta tal punto que
aquello que normalmente ocuparía nuestro ánimo, pierde todo atractivo frente a
este “nuevo objeto” de atención que nos sustrae plenariamente. Esta es la
experiencia que se suele enfrentar en la relación con Dios. Si analizamos la
palabra éxtasis su esencia se funda sobre un movimiento del ser que se desplaza
de dentro de sí hacía afuera. Inclusive, podríamos hablar de un
“descentramiento”, donde superando el egoísmo alcanzamos un tipo de
comunicación con el Otro, y, el Otro por su grandiosidad nos desborda y con su
resplandor nos “enamora”.
Quisiéramos
referirnos a la experiencia de Santa Margarita María Alacoque: «Pidiendo a mi
maestra que me enseñase a hacer oración, me dijo: ‘Ponte delante del Señor como
una tela preparada para un pintor’. Fui a la oración y Jesús me hizo conocer
que la tela preparada era mi alma, sobre la cual quería trazar todos los rasgos
de su vida… que los imprimiría en mi alma después de haberla purificado de
todas las manchas que le quedaban de apego a mí misma y a las creaturas… Me
despojo de todo y después de haber dejado mi corazón vacío y desnudo, encendió
en él un deseo ferviente de amar…».[1]
Ya
hemos pisado dos veces la gran frontera: La primera cuando hablamos de
“enamorar”, y ahora, al referirnos al “deseo ferviente de amor”. Pero ¡urge
precisión! ¿Qué es esto de “amor”? Nos auxiliará, en grado sumo, apelar a una
precisión de Søren Kierkegaard: «Sólo cuando el amor se vuelve un deber, y sólo
entonces, queda el amor eterna y felizmente asegurado contra la desesperación»[2]. He aquí la clave para
entender el mandamiento del amor. Nosotros hemos llegado, por el contrario, a
una perspectiva disoluta del “amor”: “te amo porque me gustas y cuando me dejes
de gustar (o, quizás antes) ya te habré dejado de amar; y si vamos entendiendo
lo que se propone, nos lleva a reconocer que este amor “oportunista” es
cualquier cosa, menos amor, o mejor dicho, es precisamente egoísmo puro. El
verdadero amor entraña “compromiso” y no puede existir sin compromiso, el amor
“se casa”. Y no es que pretendamos que los sentimientos sean invariantes, no,
para nada. Somos plenamente conscientes que tanto en el amor -tanto el que ama
como el que es amado, y recíprocamente- van cambiando, y no a la misma
velocidad, y ni siquiera en la misma dirección. Pero, a pesar del cambio, el
amor es responsable, asume el “deber” de seguir amando, de crecer en el amor.
¡Se compromete y responde! «El amor no es deseo de posesión, sino donación a la
persona amada. El amor no se da de forma fulminante, sino que madura poco a
poco; es una lenta construcción; es un decidirse continuamente y siempre más
por la otra persona; es la profundización constante de la autodeterminación de
un yo hacía un tú. Es una elección constante que no pasa sino que permanece
para siempre, incluso aunque desaparezca la pasión o la espontanea simpatía
inicial.»[3]
La
enseñanza de Jesús sobre el Mandamiento del Amor, (un Mandamiento Nuevo) se da
en el marco de la Última Cena, después del lavatorio de los pies (para
pre-definir el amor como capacidad de servicio), antes de “dar” (otra donación
de Jesús que todo lo da y se entrega sin tasar ni separar algo para Sí), está
delimitado ¡entre la traición de Judas y la infidelidad de Pedro, con el
preaviso que lo negará tres veces! ¡Este es el marco que rodea la entrega del
Mandamiento del Amor! Qué quiere decir, que Jesús nos enseña que amemos hasta
al que elije otro rumbo, al que deserta, al que contradice y opta por lo
contrario, al que nos vende, hasta a aquel que tiene a Satanás en el corazón.
Judas lleva en sí la Comunión (Jesús se la acababa de entregar, bajo las dos
especies del pan y el vino, con el bocado que Él βάψας del
verbo βάπτω “sumergir”), o sea que transporta en su
“pecho” a Jesús y al Malo, pero en su ser “ya era de noche” (Cfr. Jn 13, 30) o
sea que ya había optado, se había entregado al Malo. Pese a lo cual, Jesús no
interrumpe su amor, ni lo proscribe, como tampoco proscribe a Pedro aun cuando
lo niegue tres veces, y, más tarde, la única cuenta que le pedirá será si ha
aprendido a amar con constancia, sin rendirse. Tres veces podría entenderse
1ª. ¿Al fin amas?, 2ª ¿Te mantienes
amando? 3ª ¿Persistirás en ese amor? O, dicho de otra manera: ¿Has aprendido la
fidelidad perseverante del amor? Como lo dice San Juan de la Cruz: “Al atardecer de la vida, seremos examinados
en el amor” En su constancia, en su compromiso, en su
responsabilidad.
Hay más: En los versos Jn 13, 34c-35 nos dice que sólo si
verdaderamente nos amamos como Él nos ama, estaremos demostrando que somos sus
discípulos. Santa Francisca Javier Cabrini dice. «No pudiendo por mi
insuficiencia ser perfecta como yo quería… creceré en amor, amaré a Jesús
siempre más, me disolveré en amor por Él. El amor es fuerte… Nunca diré no a
Jesús, sino que buscaré ser generosa en todo y especialmente en las ocasiones
difíciles y de contrariedad, reflexionando que el amor se conoce en las
pruebas.»[4]
Todo
esto apunta a que amemos sin límites, sin discriminaciones, sin excepción, en
la Primera Lectura nos cuenta que las puertas de la fe se les habían franqueado
a los paganos. Esta fe, regida por el Mandamiento Nuevo, se ira
universalizando, devendrá “católica”. Y en la Segunda, se nos da cuenta que la
multitud eran “seres humanos” y que ellos conformaban “su pueblo” (Cfr. Ap 21,
3). Esta es la Nueva Jerusalén (la Vieja Jerusalén había sido destruida, junto
con todo “lo viejo”, porque todo lo que antes existía, entonces, dejará de existir
y Él mismo hará nuevas todas las cosas). Será una Nueva Creación, el Mundo
donde las creaturas se dedicaran a loar a Dios en Su Presencia. Para eso sirve
el amor que Jesús nos mandó, para dar paso al Reino de Dios, la Jerusalén, el
lugar donde Dios vive con los hombres. «La nueva Jerusalén es la nueva morada
de Dios en la tierra (21,39). Dios ya no habita en el Cielo o en un santuario,
sino en la nueva sociedad trascendente, creada por Dios en el mundo Nuevo… La
Biblia comienza con una sociedad idolátrica y opresora que quiere llegar hasta
el cielo, termina con una ciudad trascendente que desciende del cielo a la
tierra.»[5]
[1]
Galilea, Segundo. LA LUZ DEL CORAZÓN. Ed. San Pablo. Santafé de Bogotá-Colombia
1995 p. 129.
[2] Citado
por Buscaglia, Leo. EL AMOR. Ed. Diana Colombiana Bogotá-Colombia 1985 p. 142
[3]
Guerra Héctor L.C. y Ledesma, Juan pablo L.C. ¡VENID Y VERÉIS! LA EXPERIENCIA
DE UN AMOR QUE NO SE ACABA. Ed.Planeta. Barcelona-España 2009 pp. 80-81
[4]
Galilea, Segundo. Loc. Cit.
[5]
Richard, Pablo. APOCALIPSIS RECONSTRUCCIÓN DE LA ESPERANZA. Ed. Tierra Nueva.
Quito –Ecuador 1999 p. 225.
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