SALIR, IR, SEGUIR LA ESTRELLA
Is 60, 1-6; Sal
72(71), 1-2. 7-8. 10-11. 12-13; Ef 3, 2-3a. 5-6; Mt 2, 1-12
Señor, soy un hombre
que viene desde lejos,
que recorrió caminos
soleados,
rutas difíciles,
golpeadas por la tempestad.
Soy, Señor, un hombre
inquieto,
Insatisfecho de lo
que soy y de lo que tengo,
siempre en busca de
algo
Capaz de dar sentido
a mi vida y a mi esperanza.
Averardo Dini
… hemos visto salir
su estrella y venimos a adorarlo.
Mt 2, 2c
Por
los antecedentes, según lo que hemos leído últimamente, Jesús sería entregado a
San José, a Santa María, a los pastores. Todos ellos judíos. Entonces, ¿fue
entregado el Hijo de Dios en exclusividad a este pueblo?
Hoy
celebramos la Epifanía, que quiere decir “manifestación”, es decir, Dios se
manifiesta, ¿a quién? ¿a los judíos? No. En esta oportunidad se manifiesta a
los “Reyes Magos”, ¡que no eran judíos!, eran –como lo podemos leer en el
Evangelio de San Mateo, de donde proviene la perícopa que se lee en esta
Eucaristía- “de oriente”.
Quisiéramos
destacar dos vías “epifánicas” que usa Dios en esta oportunidad: la estrella y
los sueños. Estamos habituados a las manifestaciones de Dios por medio de
sueños, sin embargo, usar estrellas como medio de “comunicación”, es extraño a
la cultura judía, más bien adversa a este tipo de “signos”.
Nosotros
leemos un tipo de “inculturación” en esta epifanía: Queremos decir que Dios ha
escogido para manifestarse a cada cultura según su propia idiosincrasia: Los
“orientales” tenían este “lenguaje” para leer “los signos de los tiempos” y Dios
no tiene reparo en “adaptarse” a sus maneras.
Cuenta una
leyenda rusa que fueron cuatro los Reyes Magos. Luego de haber visto la
estrella en el oriente, partieron juntos llevando cada uno sus regalos de oro,
incienso y mirra. El cuarto llevaba vino y aceite en gran cantidad, cargado
todo en los lomos de sus burritos.
Luego de varios
días de camino se internaron en el desierto. Una noche los agarró una tormenta.
Todos se bajaron de sus cabalgaduras, y tapándose con sus grandes mantos de
colores, trataron de soportar el temporal refugiados detrás de los camellos
arrodillados sobre la arena. El cuarto Rey, que no tenía camellos, sino sólo
burros buscó amparo junto a la choza de un pastor metiendo sus animalitos en el
corral. Por la mañana aclaró el tiempo y todos se prepararon para recomenzar la
marcha. Pero la tormenta había desparramado todas las ovejitas del pobre
pastor, junto a cuya choza se había refugiado el cuarto Rey. Y se trataba de un
pobre pastor que no tenía ni cabalgadura, ni fuerzas para reunir su majada
dispersa.
Nuestro cuarto
Rey se encontró frente a un dilema. Si ayudaba al buen hombre a recoger sus
ovejas, se retrasaría de la caravana y no podría ya seguir con sus Camaradas.
El no conocía el camino, y la estrella no daba tiempo que perder. Pero por otro
lado su buen corazón le decía que no podía dejar así a aquel anciano pastor.
¿Con qué cara se presentaría ante el Rey Mesías si no ayudaba a uno de sus
hermanos?
Finalmente se
decidió por quedarse y gastó casi una semana en volver a reunir todo el rebaño
disperso. Cuando finalmente lo logró se dio cuenta de que sus compañeros ya
estaban lejos, y que además había tenido que consumir parte de su aceite y de
su vino compartiéndolo con el viejo. Pero no se puso triste. Se despidió y
poniéndose nuevamente en camino aceleró el tranco de sus burritos para acortar
la distancia. Luego de mucho vagar sin rumbo, llegó finalmente a un lugar donde
vivía una madre con muchos chicos pequeños y que tenía a su esposo muy enfermo.
Era el tiempo de la cosecha. Había que levantar la cebada lo antes posible,
porque de lo contrario los pájaros o el viento terminarían por llevarse todos
los granos ya bien maduros.
Otra vez se
encontró frente a una decisión. Si se quedaba a ayudar a aquellos pobres
campesinos, sería tanto el tiempo perdido que ya tenía que hacerse a la idea de
no encontrarse más con su caravana. Pero tampoco podía dejar en esa situación a
aquella pobre madre con tantos chicos que necesitaba de aquella cosecha para
tener pan el resto del año. No tenía corazón para presentarse ante el Rey
Mesías si no hacía lo posible por ayudar a sus hermanos. De esta manera se le
fueron varias semanas hasta que logró poner todo el grano a salvo. Y otra vez
tuvo que abrir sus alforjas para compartir su vino y su aceite.
Mientras tanto
la estrella ya se le había perdido. Le quedaba sólo el recuerdo de la
dirección, y las huellas medio borrosas de sus compañeros. Siguiéndolas rehízo
la marcha, y tuvo que detenerse muchas otras veces para auxiliar a nuevos
hermanos necesitados. Así se le fueron casi dos años hasta que finalmente llegó
a Belén. Pero el recibimiento que encontró fue muy diferente del que esperaba.
Un enorme llanto se elevaba del pueblito. Las madres salían a la calle
llorando, con sus pequeños entre los brazos. Acababan de ser asesinados por
orden de otro rey. El pobre hombre no entendía nada. Cuando preguntaba por el
Rey Mesías, todos lo miraban con angustia y le pedían que se callara.
Finalmente alguien le dijo que aquella misma noche lo habían visto huir hacia
Egipto.
Quiso emprender
inmediatamente su seguimiento, pero no pudo. Aquel pueblito de Belén era una
desolación. Había que consolar a todas aquellas madres. Había que enterrar a
sus pequeños, curar a sus heridos, vestir a los desnudos. Y se detuvo allí por
mucho tiempo gastando su aceite y su vino. Hasta tuvo que regalar alguno de sus
burritos, porque la carga ya era mucho menor, y porque aquellas pobres gentes
los necesitaban más que él. Cuando finalmente se puso en camino hacia Egipto,
había pasado mucho tiempo y había gastado mucho de su tesoro. Pero se dijo que
seguramente el Rey Mesías sería comprensivo con él, porque lo había hecho por
sus hermanos.
En el camino
hacia el país de las pirámides tuvo que detener muchas otras veces su marcha.
Siempre se encontraba con un necesitado de su tiempo, de su vino o de su
aceite. Había que dar una mano, o socorrer una necesidad. Aunque tenía temor de
volver a llegar tarde, no podía con su buen corazón. Se consolaba diciéndose
que con seguridad el Rey Mesías sería comprensivo con él, ya que su demora se
debía al haberse detenido para auxiliar a sus hermanos.
Cuando llegó a
Egipto se encontró nuevamente con que Jesús ya no estaba allí. Había regresado
a Nazaret, porque en sueños José había recibido la noticia de que estaba muerto
quien buscaba matar al Niño. Este nuevo desencuentro le causó mucha pena a
nuestro Rey Mago, pero no lo desanimó. Se había puesto en camino para
encontrarse con el Mesías, y estaba dispuesto a continuar con su búsqueda a
pesar de sus fracasos. Ya le quedaban menos burros, y menos tesoros. Y éstos
los fue gastando en el largo camino que tuvo que recorrer, porque siempre las
necesidades de los demás lo retenían por largo tiempo en su marcha. Así pasaron
otros treinta años, siguiendo siempre las huellas del que nunca había visto
pero que le había hecho gastar su vida en buscarlo.
Finalmente se
enteró de que había subido a Jerusalén y que allí tendría que morir. Esta vez
estaba decidido a encontrarlo fuera como fuese. Por eso, ensilló el último
burro que le quedaba, llevándose la última carguita de vino y aceite, con las
dos monedas de plata que era cuanto aún tenía de todos sus tesoros iniciales.
Partió de Jericó subiendo también él hacía Jerusalén. Para estar seguro del
camino, se lo había preguntado a un sacerdote y a un levita que, más rápidos
que él, se le adelantaron en su viaje. Se le hizo de noche. Y en medio de la
noche, sintió unos quejidos a la vera del camino. Pensó en seguir también él de
largo como lo habían hecho los otros dos. Pero su buen corazón no se lo dejó.
Detuvo su burro, se bajó y descubrió que se trataba de un hombre herido y
golpeado. Sin pensarlo dos veces sacó el último resto de vino para limpiar las
heridas. Con el aceite que le quedaba untó las lastimaduras y las vendó con su
propia ropa hecha jirones. Lo cargó en su animalito y, desviando su rumbo, lo
llevó hasta una posada. Allí gastó la noche en cuidarlo. A la mañana, sacó las
dos últimas monedas y se las dio al dueño del albergue diciéndole que pagara
los gastos del hombre herido. Allí le dejaba también su burrito por lo que
fuera necesario. Lo que se gastara de más él lo pagaría al regresar.
Y siguió a pie,
solo, viejo y cansado. Cuando llegó a Jerusalén ya casi no le quedaban más
fuerzas. Era el mediodía de un Viernes antes de la Gran Fiesta de Pascua. La
gente estaba excitada. Todos hablaban de lo que acababa de suceder. Algunos
regresaban del Gólgota y comentaban que allá estaba agonizando colgado de una
cruz. Nuestro Rey Mago gastando sus últimas fuerzas se dirigió hacia allá casi
arrastrándose, como si el también llevara sobre sus hombros una pesada cruz
hecha de años de cansancio y de caminos.
Y llegó. Dirigió
su mirada hacia el agonizante, y en tono de súplica le dijo:
– Perdóname. Llegué demasiado tarde.
– Perdóname. Llegué demasiado tarde.
Pero desde la
cruz se escuchó una voz que le decía:
– Hoy estarás conmigo en el paraíso.
– Hoy estarás conmigo en el paraíso.
Jesús
es la mayor revelación que Dios ha hecho a la humanidad, y Jesús vino al mundo
y vagó por las aldeas y ciudades, por los campos y por las calles, de Él
podemos decir –al leer los evangelios- que se hacía el encontradizo, que le
salía al paso a las personas. Se encontró con la Samaritana y charló con ella
en el brocal del pozo, se “encontró” con Mateo y lo llamó, se encontró con
Andrés y con Pedro, también con Felipe, al día siguiente. Se hizo el
encontradizo con Zaqueo, que esperaba verlo pasar subido en un árbol. Se hizo
el encontradizo con los leprosos, con la mujer que sufría de hemorragias, con
los paralíticos y con los ciegos, que lo llaman a gritos: Υἱὲ Δαυεὶδ Ἰησοῦ, ἐλέησόν
με. “Jesús, hijo de David, ten compasión de mí” Mc 10, 47; y, así podríamos
continuar, porque Él se deja encontrar, como lo hemos dicho antes, Él no se
esconde, no da la espalda, Él nos ha sido entregado.
El
Sacramento central, el eje de nuestra vida, es la mismísima Eucaristía, en Ella
Él se nos entrega; entrega inerme, entrega total, para que lo devoremos. Cuando
–algunas personas lo reciben en la mano- al tenerlo en el cuenco de nuestra
mano, lo descubrimos totalmente Inerme Indefenso, Dominado, Víctima. Tratemos
de recordarlo cuando ha estado así en “nuestras manos”, el Sacerdote nos lo
entrega, y en la entrega se encierra ese momento de absoluta docilidad, un “haz
conmigo lo que tú quieras”, un “”trátame como tu voluntad decida”. Decíamos que,
el “sacerdote nos lo entrega”, así como el Padre Celestial nos lo ha dado, por
eso, llamamos al Sacerdote, “Padre”, porque también él nos lo entrega, como un
“acto análogo”. Nuestro Belén sacramental porque Belén es “Casa de Pan”.
Vayamos
a la perícopa del Evangelio que leemos en esta fecha: Están, en primer término,
Jesús, que nos ha sido dado; luego Herodes; unos μάγοι ἀπὸ ἀνατολῶν “magos de
oriente”; los sumos sacerdotes y los escribas; y María.
Jesús
y María están allí juntos, entregados, juntos inermes, juntos ofrecidos. María,
como siempre, al cuidado de su Hijo.
Herodes
por su parte, el que se siente amenazado, el que hipócritamente dice querer
saber dónde está el Mesías para κἀγὼ ἐλθὼν προσκυνήσω αὐτῷ ir a “adorarlo”,
este es Herodes el ἐταράχθη “sobresaltado” que se sobresaltó junto con todo
Jerusalén. Si el Recién Nacido es Rey de los Judíos entonces representa para él
una amenaza, una “competencia”: «En el año 7 a.C., Herodes había hecho
ajusticiar a sus hijos Alejandro y Aristóbulo porque presentía que eran una
amenaza para su poder. En el año 4 a. C. había eliminado por la misma razón
también al hijo Antípater (cf. Stuhlmacher, p. 85)»[1]
Por
su parte los Sacerdotes y los escribas al ser consultados dan perfectamente las
señas de la cuna del Mesías, pero –parece increíble- «Estos tiene la respuesta
exacta. Mueven los ojos sobre las Escrituras, pero estas no mueven sus pies
hacia el Señor.»[2] El paralelismo en nuestras vidas es –como mínimo-
alarmante. ¿Cuántos de nosotros conocemos las Escrituras, sabemos las
respuestas exactas, pero no se nos mueven los pies, ni las manos, ni el
corazón?... nos hallamos ante esta dualidad entre vida y conocimiento; el
conocimiento ha sido esterilizado, se la ha amputado cualquier “fertilidad”, la
mente maneja datos, pero los datos no generan vida, son información muerta; o,
muchas veces, aún peor, generan quietismo, son freno, generan alienación,
letargo, indiferencia.
Están,
por otra parte, los Magos de Oriente, «No pertenecían al pueblo de Israel y por
tanto no estaban entre el pueblo elegido y privilegiado del que tanto se valían
los fariseos para discriminar a los que no eran de su raza. Pero eran
buscadores. Ni toda la ciencia, ni todo el conocimiento que habían acumulado en
sus vidas, les habían servido para darle esperanza y propósito a sus vidas;
ahora estaban frente a un misterio: un rey hecho niño.
Estos
sabios representan a los inquietos de hoy, a los que buscan, a los que se dejan
sorprender por lo pequeño y sencillo, a los que aún tienen capacidad de asombro
ante los milagros que suceden todos los días frente a nuestros ojos…»[3]
Estos
sabios son un modelo, un tipo para nosotros. Nos hacen una propuesta, tienen
para nosotros una oferta. Ellos buscan en las estrellas, en la naturaleza, en
la creación; pero también buscan en las Escrituras: han visto surgir su
estrella (en la naturaleza) pero saben que es el rey de los judíos (lo cual han
sabido en las Escrituras). Por eso ellos caracterizan al “buscador”. Sin
embargo, ellos no se limitan a buscar verdades “científicas”, buscan las
“verdades” más trascendentes, están buscando al Mesías, al Anunciado, al
Vaticinado, al Esperado. Y, a diferencia de los sacerdotes y los escribas,
ellos se ponen en camino, se desinstalan, se desacomodan, se toman molestias,
viajan grandes distancias en un momento histórico en el que viajar requería
“fastidiarse”, “correr riesgos”. Aquí vienen a cuentas y se acomodan
perfectamente unas palabras del Papa Francisco en la Evangelii Gaudium: #20.
“En la Palabra de Dios aparece permanentemente este dinamismo de «salida» que
Dios quiere provocar en los creyentes. Abraham aceptó el llamado a salir hacia
una tierra nueva (cf. Gn 12,1-3). Moisés escuchó el llamado de Dios: «Ve, yo te
envío» (Ex 3,10), e hizo salir al pueblo hacia la tierra de la promesa (cf. Ex
3,17). A Jeremías le dijo: «Adondequiera que yo te envíe irás» (Jr 1,7). Hoy,
en este «id» de Jesús, están presentes los escenarios y los desafíos siempre
nuevos de la misión evangelizadora de la Iglesia, y todos somos llamados a esta
nueva «salida» misionera…”
Más
adelante, en el numeral 23, nos dirá que: “La intimidad de la Iglesia con Jesús
es una intimidad itinerante, y la comunión «esencialmente se configura como
comunión misionera». Fiel al modelo del Maestro, es vital que hoy la Iglesia
salga a anunciar el Evangelio a todos, en todos los lugares, en todas las
ocasiones, sin demoras, sin asco y sin miedo. La alegría del Evangelio es para
todo el pueblo, no puede excluir a nadie. Así se lo anuncia el ángel a los
pastores de Belén: «No temáis, porque os traigo una Buena Noticia, una gran
alegría para todo el pueblo» (Lc 2,10). El Apocalipsis se refiere a «una Buena
Noticia, la eterna, la que Él debía anunciar a los habitantes de la tierra, a
toda nación, familia, lengua y pueblo» (Ap 14,6).”
Jesús, los reyes magos, buscando entre
las estrellas,
descubrieron la tuya y la siguieron.
Haznos descubrir tu presencia en medio
del ruido
y de nuestros ajetreos cotidianos.
Jesús, muéstranos tu estrella,
danos fuerza y valor para seguirla.
Jesús, ayúdanos a ser pequeñas y
alegres estrellas
para guiar y conducir a otros hasta
ti. Amén.
[1] Benedicto
XVI, LA INFANCIA DE JESÚS. Ed. Planeta, Bogotá – Colombia 2012. p.113
[2] Fausti,
Silvano. UNA COMUNIDAD LEE EL EVANGELIO DE MATEO. San Pablo. Bogotá-Colombia.
2ª reimpresión 2011. p. 27
[3] Pulido, Luis
Alfredo . mccj. UNA NAVIDAD CONTRACORRIENTE. En revista IGLESIA SINFRONTERAS. #
361. Dic 2012. pp. 46-48
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