Ex 16, 2-4. 12-15; Sal 77, 3. 4b. 23-24. 25 y 54; Ef.
4, 17. 20-24; Jn. 6, 24-35
Dejen que el Espíritu
renueve su mente y revístanse del nuevo yo, creado a imagen de Dios, en la
justicia y en la santidad de la verdad.
Ef 4, 24
La situación del pueblo
no se resuelve solamente con la comida. ¿Y el resto?
Ivo Storniolo
En
el caso de Jesús, el tema de su reinado, que no es el reinado de una sola
persona, sino el de la Trinidad, se tiene que entender que no se trata de
coronarlo Rey puesto que ya lo es. Tampoco se trata de concederle la Divinidad
porque Él la detenta por los siglos de los siglos. Se trata de poder, digámoslo
así, “acceder” a su realeza. Su realeza es lo que resulta desconcertante:
Acabamos de verlo alejarse, evadirse. Esquiva su “entronización”: “Jesús, conociendo que pensaban venir para
llevárselo y proclamarlo rey, se retiró de nuevo al monte, él solo.” (Jn 6,
15). Él no quiere este tipo de proclamaciones. Pero, echemos una mirada
analítica sobre tal actitud.
Ya
hemos dicho que “esta gente” quiere proclamarlo rey porque les ha saciado un
hambre, la física; preguntémonos si ¿esa podría ser la meta de Dios?, el
montaje de un restaurante popular que otorgue comida gratis. ¿Sería semejante
proyecto un “plan Salvífico”? Cierto que algunas personas requieren
urgentemente este pan, cierto que este milagro puede socorrer a algunos que
están muriendo de hambre, y no son pocos. Seguramente pensando en ellos Jesús
señaló: “Denles ustedes de comer” Mc 6, 37a. Para esos que están en la
inanición, el pan material es una urgencia impostergable, pero esa es sólo una
faceta de la gran tarea salvífica. Cuando nos reta a darles “nosotros mismo” de
comer nos señala una tarea que no es la salvífica, no es esa estrictamente
hablando la labor divina sino la competencia humana. Dios ilumine esta
paráfrasis: “Ocúpense ustedes de esa labor, a mí me compete una mayor, más
sublime, más humanizante”.
La
economía de salvación no se centra en el hambre inmediata, la salvación es un
proyecto más integral, más holístico –si se quiere-, va más allá de las
soluciones que llamaremos “parciales”; el ser humano requiere soluciones que lo
dignifiquen, que vayan más alto y más al fondo que el pan limosnero. (Queremos
insistir que este afán, también es válido, también hay que contestarlo, no es
menos importante, pero no es algo que no se habría podido resolver sin que Dios
se encarnara. Para aquel que no tiene ni un mendrugo, esa es la primera
urgencia, pero para muchos que tenemos resueltas estas necesidades, hay
apremios más acuciosos). No queremos de ninguna manera desviar la mirada del
pobre a quien Jesús mismo nos enseñó a mirar y a tender con opción
preferencial. No podemos ignorar al que pasa hambre física, pero tampoco el Rey
de Reyes ignorará al que está saciado de alimento pero sufre otras ansias. Se
trata –no lo olvidemos- de poner la realeza de Dios en su justa dimensión para
captar por qué rehusaba Jesús el reconocimiento como rey y por qué su reinado
es de otra especie.
Vemos,
de inmediato, que al hambre física Dios puede contestar con codornices, o puede
dejar al retirarse la capa de rocío, algo muy fino que alimenta, como semillas
de cilantro, amarillentas y que sustenta muy bien aun cuando no sepamos ni cómo
se llama y preguntemos: “¿Y esto que es?” (recordamos que en lengua hebrea ¿Qué
es? Suena como “man-hu”). Habría bastado Moisés. Dios podría nutrirnos sin
pasar por el pesebre, el destierro a Egipto, su vida en Nazaret y Galilea, sus
milagros y sus parábolas, su pasión y su crucifixión, y su entierro y
resurrección. Digamos que todos aquellos problemas “económicos” se pueden
resolver sin Jesús.
Jesús
vino a elevarnos, de nuestro egoísmo y limitación, de nuestra ceguera y
nuestras ambiciones, de nuestras avaricias y nuestras idolatrías esclavizantes.
Jesús vino y se hizo uno de nosotros para que nosotros pudiéramos alzarnos a la
categoría de hijos. Vino a sublimar nuestro “barro” y a dignificarlo como
barro-trascendente, barro capaz-de-fe. En fin, digámoslo breve pero
contundentemente, vino a participarnos su Realeza, porque sólo así podemos ser
capaces-de-Dios.
Si
Él se hubiera ocupado de ser Rey, de simplemente llenarnos la pancita, nosotros
seríamos más esclavos, más idolatras, cada día habríamos vivido añorando las
cebollas y las ollas de carne que comíamos en Egipto. Cada día seríamos más
fetichistas, más alienados, menos libres. Sí Él hubiera resuelto todos nuestros
afanes alimenticios y de techo y vestuario por arte y golpe de la varita
mágica, no pasaría de ser un mago de feria un Jesucristo Superstar, héroe
farandulero. Y nosotros, en vez de ser sus hermanos, seríamos cada día más
estiércol.
Por
eso, lo que Él hace es hacerse a Sí mismo pan-nutricio. Si el alma está en la
sangre, nos participa su alma dándonos a beber el Cáliz de su Sangre. Y sigue
transhistóricamente haciéndose pan para “cebar leones” –al decir de San Ignacio
de Antioquía- porque no nos infunde servilismo sino decencia, fuerza y dignidad.
Nos maravillan los santos, admiramos la valentía de los mártires, es que la
Eucaristía “ceba leones”.
Reflexionemos,
¿qué mogolla puede sacar de nosotros –barro vil- el destello fulgurante de la
santidad y la valentía desmedida de los mártires? ¿Cómo pueden, hombres –comunes
y corrientes- obrar milagros y enamorarnos de Cristo y hacer sobrevivir su memoria a través de más de veinte siglos?
Ese
es el verdadero estilo de Rey, no rey mundano sino Rey-Celestial. Un reinado
basado en la entrega, en la donación, en el servicio, en el perdón y el amor.
Un reinado que nos acrece, nos ensalza, nos participa todo lo de Él, para
recuperar lo que un malhadado error nos perdió, para deshacer el engaño de la
serpiente y abandonar las torpes idolatrías que el
Maligno-abundante-en-artimañas desparrama doquiera para nuestra perdición.
Jesús vino para rescatarnos la imagen y semejanza según la que fuimos creados.
¡Él pagó el rescate!
Para
eso precisamos a Jesús; los pasos no se podrían dar sin Él. Sólo Él es mayor
que las añagazas con las que el Ángel-caído quiere fraguar y eternizar nuestra
perdición. ¡Sólo su reinado nos hará libres! Él es el Rey que libera, el que no
cede a la tentación y nos enseña también
a rechazarla, a superarla. ¡Que entre el Rey de la gloria! ¡Que entre y pase al
fondo, a lo más hondo de nuestro corazón!
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