Hech 3, 13-15.17.19; Sal 4, 2. 7. 9; 2Jn 2,
1-5a; Lc 24, 35-48
El Resucitado es el Señor del Tiempo y de
la Historia. Y la liturgia de este Tercer Domingo de Pascua (ciclo B) está
tejida de tal manera que nos lo recuerda, clarificándonos. Al escuchar las
Lecturas correspondientes parecería que la Escritura es el eje de este Domingo,
y si afirmamos tal, no estamos descaminados. En esta tónica, quisiéramos
reflexionar ¿cómo se enseñorea el Señor del Tiempo y la Historia? La respuesta
que más pronto aflora a nuestro pensamiento –como lo hemos venido señalando- es
que Jesús tiene un modo muy especial, muy particular de enseñorearse porque su
manera de ejercer la soberanía no se parece para nada al paradigma al cual
estamos habituados. También hemos insistido que Él se adueña, se enseñorea con
el paradigma antípoda del habitual: sus vías son las contrarias, las opuestas.
Dios no piensa como pensamos los hombres: “Así como el cielo está por encima de
la tierra, así también mis ideas y mi manera de actuar está por encima de la de
ustedes. El Señor lo afirma.” (Is 55, 9). Jesús no necesitó resucitar para ser
Señor y Dueño del tiempo y de la historia. Lo ha sido desde siempre, es sólo
que ahora, que ha sido exaltado “a la derecha del Padre”, ha sido glorificado.
Es el Señor del Principio porque
ya al Principio “el Espíritu de Dios se movía sobre las aguas” (Ge 1, 2d). Es
Señor del pasado porque Dios-Padre, el Señor de los antepasados (Lucas
cita en esta perícopa de Hechos a Abraham, Isaac y Jacob porque de entre los
antepasados había que mencionar a los Patriarcas fundacionales) ἐδόξασεν
τὸν Παῖδα αὐτοῦ porque recibió de entre todos ellos por
decisión-elección de YHWH el más alto honor He 3, 13b. [el verbo δοξάζω
se refiere al reconocimiento de la calidad real, la frase tendría un
sentido de “lo honró reconociéndole su calidad de Príncipe-Heredero”; además Παῖδα,
más que “siervo” es “niño” o “Hijo” con tintes de mesianismo]. En
este episodio de los Hechos de los Apóstoles el señorío de Jesús se expone en
el poder sanador comunicado a sus Apóstoles; además del haber sido resucitado,
o sea, restablecido por sobre la violencia humana que se hizo recaer en Él.
Pero esta prerrogativa de recibir poderes sanadores y restaurativos en depósito
-de manos del Hijo a manos de los hijos-adoptivos- proviene de nuestro
compromiso “testimonial”; serán los testigos quienes adquirirán tal franquicia. Jesús fue victimizado y esto, en
el contexto señorial significa que aceptó cargar con ultrajes y
vejaciones hasta la muerte porque la obediencia significa ni el más leve
apartamiento de los designios expresados en el proyecto salvífico y ese
proyecto fue manifestado para nosotros “por medio de todos sus profetas” Cfr.
Hch 3, 18a. Pero el compromiso-misión de testimoniar nos lleva a una praxis en
el “hoy”, entonces, en el corazón de los “testigos” se dinamiza la Soberanía
del Señor del Tiempo y de la Historia en el presente.
El Señorío no se limita al pasado (donde
era un Señorío en potencia) sino que se proyecta hacía el futuro
conminándonos a la conversión: “Vuélvanse al Señor y conviértanse” (Hch 3, 19a)
la conversión es una praxis proyectiva hacía el futuro porque la conversión es
la construcción del Reino, dimensión actualizante de la Soberanía de Dios.
La praxis testimonial nos conduce a otra
vía de “revelación”, a otra forma “escritural”: la predicación, la transmisión
boca-a-oído, aquello que sin estar consignado en la Sagradas Escrituras, sin
embargo goza y ha gozado desde tiempos inmemoriales del reconocimiento de la
comunidad creyente: la tradición oral: «La tradición recibe la palabra de Dios,
encomendada por Cristo y el Espíritu Santo a los Apóstoles, y la trasmite
integra a los sucesores para que ellos, iluminados por el Espíritu de la
Verdad, la conserven, la expongan y la difundan fielmente en su
predicación”(CEC #81)
La predicación por medio del ejemplo, del
testimonio de vida es la tercera vía. Esta es la vía que nos insinuaba San
Francisco: “Predica el
evangelio en todo momento, y cuando sea necesario, utiliza las palabras”.
Estas tres vías constituyen –por así
decirlo- el sistema circulatorio de la fe que transporta la “sabia vital de la
fe” a través del organismo eclesial garantizando la comunicación
trans-generacional de las verdades que Dios nos ha descubierto por ser ellas
indispensables al proceso soteriológico.
Todo eso no nos puede conducir a la
apoteosis del individualismo. Creer en Jesús implica un “estar en comunidad”,
desarrollar un sentido de pertenencia, saber que juntos recibimos la “Presencia
del Resucitado” con mayor claridad y nitidez que apartados de nuestros hermanos
en la fe. Para ello no basta “ir a misa”, tampoco es suficiente “llevar el
mercado para la comunicación cristiana de bienes” o “socorrer al necesitado”;
todo eso está muy bien y es parte esencial de la comunidad creyente, sin esos
elementos no hay fe, no somos discípulos en ningún sentido… y sin embargo,
faltan dos puntales.
El Domingo pasado vimos que Tomás que no
estaba con su comunidad se perdió la revelación del Resucitado y en
consecuencia se quedó sin creer, lleno de dudas, de incredulidad. Sabemos que los
discípulos de Emaús, que iban huyendo, desvinculándose de la Comunidad necesitaron
que Jesús fuera corriendo a “rescatarlos” y sólo así se cargaron de la “fe”
indispensable para no “desertar”, sólo así lo reconocieron. En el Evangelio de
hoy, los de Emaús unidos a los ἕνδεκα “Once”, así al calor de la
“comunidad” reciben “la segunda dosis” y ven nuevamente al Resucitado y se les
instruye: “no se trata de un fantasma”.
Aquí viene la ratificación de lo que venimos
argumentando: Se hace comunidad asistiendo a misa, ejercitando las obras
corporales y espirituales de misericordia pero hay dos cositas claves: a) Leer
la Sagrada Escritura, y para que sea con espíritu comunitario, no leamos donde
caiga, en la página que abramos. ¡No! Lo preferible es seguir la lectura que
propone la Liturgia de la lglesia, leamos lo que señala la Santa Madre Iglesia
para la Liturgia del Día, así aun leyendo a solas, estaremos vinculados a la
catolicidad de la comunidad creyente. b) La santa Madre Iglesia nos propone
otra fórmula orante de ser comunidad: La liturgia de las horas, que es un
acercamiento al salterio que nos conduce a orar en comunidad con toda la
Iglesia.
El Señor del Tiempo y de la Historia lo es
porque nos une, partiendo de pequeñas comunidades, en una Comunidad Universal
Transhistórica donde unos peregrinan en la tierra, otros difuntos se purifican
y otros glorificados disfrutan de la contemplación del Rostro de Dios (CEC
#954). Esa Iglesia va –paulatinamente- construyendo la Soberanía de Dios haciéndose
Pueblo de Dios, (mejor aún, Nuevo pueblo de Dios), formado por “ciudadanos” que
son “Hombres Nuevos”, renovados en Jesús Resucitado. Esa Transhistoricidad Universal
es el significado de “Católica”.
El discipulado que nos hace Hombres Nuevos en
el Resucitado bebe en esa fuente escrituristica y “precisamente en esto
conocemos que estamos unidos a Él”.
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