2 Cro 36, 14-16. 19-23; Sal 136, 1-2. 3. 4. 5. 6; Ef 2, 4-10;
Jn 3, 14-21
“O estás en el camino del amor, o estás en el camino de la
hipocresía. O te dejas amar por la misericordia de Dios, o haces lo que
quieres, según tu corazón, que se endurece más, cada vez, en este camino"
Papa Francisco
Claridad[1]
Dios no se
encuentra
en el
Templo,
sino en la
vida
- “No busquéis a Dios”, dijo el Maestro.
“Limitaos a mirar... y ¡todo os será revelado!”.
- “Pero ¿Cómo hay que mirar?”.
- “Siempre que miréis algo, tratad de ver lo que hay en ello, nada más”.
Los discípulos quedaron perplejos, de modo que el Maestro lo puso más
fácil: “Por ejemplo, cuando miréis a la luna tratad de ver la luna y nada más”.
- “¿Y qué otra cosa que no sea la luna puede uno ver cuando mira a la
luna?”.
- “Una persona hambrienta podría ver una bola de
queso. Un enamorado, el rostro de su
amada".
La
carta de identidad del discípulo es la búsqueda. La búsqueda es esa especie de
“sed” del espíritu que nos impulsa a salir en procura de un encuentro con Dios.
La búsqueda es expresión de la sed de Dios. Sin embargo, cuando vamos
“buscando” debemos procurar cierta claridad sobre lo que estamos buscando.
Somos muchos los que en el éxodo de la búsqueda pasamos por el lado o
–inclusive- nos damos de bruces con “lo buscado” y pasamos de largo porque no
alcanzamos a distinguirlo. Triste destino el de aquel que busca, encuentra, y
no reconoce su hallazgo. ¿Cómo puede pasar que esté buscando, lo encuentre y no
lo reconozca? Los fariseos no eran precisamente “judíos malos”, eran buscadores
empedernidos que al buscar la Verdad se encontraron con un “trozo de verdad”
brillante, lo suficientemente brillante (pero lo suficientemente limitado para
que fuera una verdad-truncada, valga decir, una mentira disfrazada de verdad),
para que en su afán de búsqueda quedaran deslumbrados y encandelillados con su
destello. Esa es –por demás- la tarea del Malo, sacar lustre a trozos de
mentira (o, a trozos de verdad parcial) para “alienar” a los “buscadores”. Los
fariseos se encontraron con la Ley que recibió Moisés y la “fetichizaron” al
punto de reducir la fe a sólo uno de sus elementos, uno de sus aspectos, una de
sus facetas; por muy importante que fuera, no alcanzaba la plenitud del Rostro
de Dios, era medio, no fin en sí mismo. Vieron la luna y creyeron distinguir en
ella “una bola de queso”.
Digámoslo
sinópticamente, no basta hallar las tablas de la Ley si no “metanoizamos”
nuestro corazón (con lo que queremos decir, “transformarlo”, “convertirlo”,
“transmutarlo”, para que no sea un “corazón de piedra” sino un “corazón de
carne”, para que llegue a ser un corazón misericordioso). Con un corazón
convertido la Ley no será una fuerza enajenante sino un puente humanizante.
Nicodemo es la personificación de esa situación en el Evangelio de San Juan.
Nicodemo representa al hombre viejo, él debe morir para dar paso al
hombre-nuevo, hombre humanizado según la perspectiva de Jesús.
Si
vamos a la Segunda Lectura, enseguida se nos revela: “La misericordia y el amor
de Dios son muy grandes; porque nosotros estábamos muertos por nuestros
pecados, y él nos dio la vida con Cristo y en Cristo”. Esta vida según lo que
dice San Pablo en la Carta a los Efesios, en la perícopa de la Eucaristía de
este Cuarto Domingo de Cuaresma, implica morir y llegar a ser hombres nuevos,
renaciendo del espíritu –lo que no requiere volver al vientre materno- resucitando,
καὶ συνήγειρεν καὶ συνεκάθισεν ἐν τοῖς ἐπουρανίοις ἐν Χριστῷ Ἰησοῦ, “Con Cristo y en Cristo nos ha
resucitado y con Él nos ha reservado un sitio en el cielo”. (Ef 2, 6)
Nuestro
extravío, “la práctica de abominables costumbres paganas mancharon la casa del
Señor” así hemos sido llevados cautivos a Babilonia, en esta tierra se nos ha
llenado la vida de amargura –era previsible que alejarnos de Dios nos llenara
de quebrantos y aflicción- así que, sin poder entonar ningún canto festivo, nos
hemos dedicado a llorar de nostalgia junto a los ríos de Babilonia. Este
retrato de nuestra situación se entresaca de la Primera Lectura y del Salmo. Pero, la promesa de la Alianza está viva, el
Señor moverá e inspirará el corazón del Ciro de turno, en la Persia de Turno.
El Señor obrará prodigios y nos repatriará. Es más, ya nos ha enviado la Luz,
en la Persona de su Hijo. Está en nuestras manos huir de la Luz o acercarnos a
ella. ¿Cómo nos alejamos de la Luz? El Evangelio lo declara sin ambages,
obrando el mal, ὁ δὲ ποιῶν τὴν ἀλήθειαν ἔρχεται πρὸς τὸ φῶς, ἵνα
φανερωθῇ αὐτοῦ τὰ ἔργα ὅτι ἐν θεῷ ἐστὶν εἰργασμένα. “en cambio el que obra el bien,
conforme a la verdad, se acerca a la Luz para que se vea que sus obras están
hechas según Dios”. (Jn 3, 21)
Pero
no serán las obras las que nos salven, ἵνα μή τις καυχήσηται “para que nadie pueda presumir”;
también ellas son sólo mediación, el que nos salva es Nuestro Redentor por
mediación de la fe, que no se debe a nosotros mismos sino que es puro regalo,
obra de la gratuidad Divina. ¡Vengamos a la Luz! Podremos entonar los alegres
cantos de Sión.
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