Is 50, 4-7; Sal 21, 8-9. 17-18a. 19-20. 23-24; Fil 25 6-11; Mc 15, 1-39.
…podemos ofrecer tres cosas: el
Evangelio; el crucifijo y el testimonio de nuestra fe, pobre, pero sincero. El
Evangelio: ahí podemos encontrar a Jesús, escucharlo, conocerlo. El crucifijo:
signo del amor de Jesús, que se entregó por nosotros. Y después una fe que se
traduce en gestos simples de la caridad fraterna.
Papa
Francisco
Hay dos figuras del Antiguo
Testamento que se deben tener en cuenta para poder entender qué clase de Mesías
es el Señor Jesús. “Nazareo” y “Siervo Sufriente”. La figura del Nazareo la
encontramos ya en Números 6,2, pero, nos parece de la mayor importancia para
entender el Nazareo, ver la descripción de los castigos que merecerá quien
atente contra uno de ellos, para conocerlo vayamos a Amos 2,13-16; por su
parte, el Siervo Sufriente es patrimonio Isaiano (del Deutero-Isaías, escrito
por allá hacia el 560 aC. Durante el cautiverio en Babilonia) en los capítulos
40-55, muy en particular en el capítulo 53. Todo en el Primer Testamento
pre-anuncia a Jesús, y estas dos figuras son vaticinio del Salvador y nos
ayudan a modular la comprensión de su mesianismo.
Con frecuencia se nos hace
incomprensible cómo fue posible tanto entusiasmo al recibir a Jesús que entraba
en Jerusalén para, después, con un cambio tan radical, pedir que lo mataran y
prefirieron a Barrabás antes que exonerar a Jesús.
Quizás cuando Jesús entraba
en Jerusalén visualizaban al líder-guerrero que restablecería el poder del
Trono de David y los libraría del dominio romano. Además, si era la fiesta de
Pascua, la fecha venía muy bien, es la fiesta de la “liberación”, cuando Dios
obró prodigiosamente a favor de la liberación del pueblo de Israel de la dominación
egipcia. Parecía lícito esperar que Dios obrara nuevamente, dando a la piedra
de la honda de David el poderío para librarlos del gigantón Goliat; o, que
separara nuevamente las aguas del Jordán para que los Israelitas lo cruzaran a
pie enjuto. Este pueblo escogido se había acostumbrado a ser el consentido de
Dios y lo que esperaban –más que al Mesías- era una nueva maravilla. Así es la
mente infantil: Sin duda pensaba este pueblo escogido que “mi Papá le puede
pegar a tu papá”.
Entre las maneras como Dios
le hablaba a su pueblo, por boca de los profetas, eran los “signos”. Si Dios es
coherente con sus signos, el Mesías debería entrar en Jerusalén en una biga,
una triga o una cuadriga, según era el uso de los carros de guerra romanos; o a
lomo caballo –como mínimo- como lo hacían los guerreros al entrar triunfantes.
Pero no. He aquí que el Señor llega en su deslumbrante cabalgadura: πῶλον “Un
burro”. Uno no podría negarse a entender la simbología. El Señor, según lo
leemos en el Evangelio, no deja espacio a ninguna ambigüedad. Su cabalgadura es
la más humilde, la menos guerrera; no presagia ningún militar victorioso, no
pronostica héroe bélico.
«Todas las experiencias de
Dios del Antiguo Testamento iban encaminadas, como revelación progresiva, hacia
la revelación de Dios que realizaría Jesús… Lo que hace Jesús es… que… Reúne
toda la tradición en apretada síntesis y le da las últimas pinceladas,
resultando una obra maravillosa, nunca antes vista en su plenitud.»[1]
Más tarde, verlo aprendido,
golpeado, humillado, abandonado de sus habituales, reducido a un guiñapo, todo
proyectaba la imagen de un anti-Mesías según sus expectativas. Que entrara en
un burrito se le podía perdonar –al fin de cuentas así aparecía en una
profecía- pero verlo desvalido, abandonado, sin ni siquiera una “cuadrilla” de
hombres que lo secundaran. Fue eso lo que los defraudó y la decepción la
pagaron con su traición. Le dieron la espalda.
Pero, el entusiasmo inicial,
especialmente porque se trataba de Galileos propensos a las soluciones
guerreristas, inclinados a la conspiración y a los atentados “terroristas” puso
nerviosos a los herodianos, a los del Sanedrín, a los saduceos, que corrieron a
alertar al procurador alarmándolo con la perspectiva de un alzamiento.
¿Pueden figurarse hasta qué
limites pudo acrecentarse este nerviosismo al ver que Jesús llegó directamente
al templo? Basta recordar que ¡el corazón de este sistema estaba, precisamente,
en el Templo! Y Jesús llegó directo al Templo, lo enjuicio con su mirada,
revisó todo y salió con su “pandilla” de Doce.
Nadie logra descifrar lo que
proponía el jinete de este borreguil trono. Hablamos de trono porque así lo
tomó la gente: Le habían puesto “sus capas encima” para dignificar el trono,
“le extendieron sus capas a lo largo del camino” para honrarlo, “Gritaban
¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! Ahí viene el bendito reino
de nuestro padre David!”. Seguramente a todos esos se les pusieron los nervios
de punta. Sus mentes debieron pasar lista a la lista de sicarios de la época.
Pero su propuesta apuntaba
en la dirección de gestos sencillos de fraternidad, de solidaridad, de
“samaritanidad”. Este paso adelante en la madurez de nuestra fe estamos
llamados a darlo los creyentes de hoy, «La muerte de Jesús, de hecho, es una
fuente inagotable de vida nueva, porque lleva en sí la fuerza regeneradora del
amor de Dios», nos dijo el Papa Francisco en el Ángelus del Domingo pasado (V
de Cuaresma); bebamos nosotros las aguas de Vida de esta fuente y concentrémonos
en «la coherencia de vida: entre lo que decimos y lo que vivimos, coherencia
entre nuestra fe y nuestra vida, entre nuestras palabras y nuestras acciones»
como nos pidió el Papa desde el balcón del palacio apostólico: Nosotros no
podemos continuar con una fe deformada, cargada de falsas expectativas. ¡Hay
que corregir la visión! No sigamos esperando que Él nos dé. ¡Es hora para dar
nosotros! ¡Demos caridad coherente!
[1] Caravias,
José Luis. sj. DE ABRAHAM A Jesús. Ed. Tierra Nueva Centro Bíblico “Verbo
Divino”. Quito-Ecuador 2001 p. 167