sábado, 16 de febrero de 2013

CONTRA TENTACIÓN, IDENTIDAD ESPIRITUAL



Dt  26, 4-10; Sal 91(90), 1-2. 10-15;Ro 10-8-13; Lc 4, 1-13.



Necesidad de tener identidad

Existe una dialéctica entre el concepto de “individuo” y el de “identidad”. La identidad podríamos definirla grosso modo como el conjunto de afirmaciones que contestan a la pregunta “¿Quién soy?” Pero, contestar a la pregunta sobre mi identidad implica poder establecer dónde empieza y donde termina mi “ser”, es decir, poder establecer unos límites donde empieza el no-yo.

Esta frontera es tanto más borrosa cuento el “no-yo” como el “yo” son fluidos, es decir, cambian con el tiempo y según las relaciones que establezco con el “no-yo”.

Podríamos afirmar que esos “limites” cambian histórica y políticamente. Se puede ejemplificar el cambio político observando la plasticidad de la frontera entre el “yo” y el “no-yo” en una pareja que pasa de la amistad al noviazgo, y luego del noviazgo al matrimonio, y luego del matrimonio a la paternidad compartida. El cambio histórico podría ejemplificarse observando la misma plasticidad en cuanto a la frontera entre el “yo” y el “no-yo” de un bebé, un niño, o del mismo llegado a la adolescencia, a la adultez, y posteriormente, a la senilidad.

La palabra “individuo” tiene su origen latino en la idea de in-divisibilidad. In-dividuo significa in-diviso. Con afán pedagógico, solemos insistir también en el significado de la palabra “diablo” que se deriva de “diábolo”=el que divide. El individuo es entero, indiviso; mientras que “el pecador”, aquel en quien el Diablo ha logrado hacer mella, está dividido, fraccionado, roto.



El problema surge cuando se pierde de vista la identidad del individuo y se piensa de él (o de sí mismo) como si fuera una isla que termina exactamente allí donde termina la tierra y empieza el agua. Pero el individuo no acaba allí, se extiende más allá según la “conciencia –temporal” o histórica de sí-mismo y según sus nexos con otros. Sabemos, y es una verdad de Perogrullo, que no somos autosuficientes, comemos lo que otros cultivan, producen, procesan, preparan; nos vestimos con lo que otros fabrican, confeccionan; usamos un lenguaje y por tanto empleamos palabras y conceptos que otros han creado y articulado en el sentido de utilizarlas y aplicarlas en su intento de “comunicarse”; convivimos con otros, amamos a otros, afectamos a otros. Como dijera John Donne, “Ningún hombre es una isla”:

«¿Quién no echa una mirada al sol cuando atardece?
¿Quién quita sus ojos del cometa cuando estalla?
¿Quién no presta oídos a una campana cuando por algún hecho tañe?
¿Quién puede desoír esa campana cuya música lo traslada fuera de este mundo?   

Ningún hombre es una isla entera por sí mismo.
Cada hombre es una pieza del continente, una parte del todo.
Si el mar se lleva una porción de tierra, toda Europa queda disminuida, como si fuera un promontorio, o la casa de uno de tus amigos, o la tuya propia.
Ninguna persona es una isla; la muerte de cualquiera me afecta, porque me encuentro unido a toda la humanidad; por eso, nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti.»

Allí están, quien hizo la campana, quien la colgó en algún campanario, quien la tañe, el cadáver, sus dolientes, y yo, que no me puedo desligar absolutamente de ninguno de ellos a pesar de mi alteridad, la vida y la muerte de cualquiera me afectan; mis fronteras no son como las de la isla, son tan fluidas que se expanden o se retraen según la diástole y la sístole de mi egoísmo, de mi avaricia, de mi despotismo, de mi autoritarismo, de mi vanidad y de mi sed de figurar.

Jesús se retira, llevado por el Espíritu, el mismo Espíritu que Él nos entrega con su Pascua, al desierto, a la soledad donde en “tranquila-lucha” profundiza su identidad. Sólo alguien con muy clara identidad puede resistir el embate del Malo que procura “astillar” al Hombre, “dividirlo”, “fracturarlo”, “desmoronarlo”, “desportillarlo”.



¿Dónde ataca el Malo? Precisamente en la línea de flote de la “persona” «las tres líneas que constituyen nuestra existencia: haber-poder-valer.»[1]

El individuo cercenado por el individualismo o sea la fetichización del individuo es conducido a verse a sí mismo como una isla que empieza y termina allí donde empieza y termina su piel, así como la isla ingenuamente cree empezar y terminar allí donde ve los bordes del agua lindando con sus orillas, inconsciente que por debajo, en el fondo, es una con la continuidad continental y su a-isla-miento es sólo aparencial.

«Sin el continuo descubrimiento de mi identidad, sin el retorno a la raíz del ser que es un giro hacía Dios, me identifico con las cosas, me siento a su merced, disponible, sin peso específico propio, y sigo “cosificando” a las criaturas, incapaz de descubrir el orden dinámico que, en el fondo, es la adoración existencial del mundo… Separamos, así, la historia del individuo de la historia del mundo; hacemos de la “historia del alma”, la “historia”. Y cuando el hombre sin identidad se pierde en la historia y su conciencia ya no es capaz de emerger de ella, el mundo se vuelve fútil.»[2]

Reconocer tu propia raíz

La Primera Lectura, tomada del Deuteronomio, (igual que todas las citas Escriturales que usa Jesús para responderle al Diablo) nos habla de los orígenes del “Pueblo Escogido”. No fue escogido por fuerte, por militarmente poderoso, por la singular belleza de esta raza, ni por su acrisolada fidelidad. Su elección como pueblo escogido suena a ironía: Es el pueblo más impropio para su elección. Pero al releer la Sagrada Escritura descubrimos que Dios siempre elige al más débil, al más pequeño, al menos agraciado, al más pobre: Estamos pensando en la elección de Abrahán, de Jacob, de David, de Mateo de Saulo…



¿Qué debemos hacer cada vez que nos presentamos ante Dios? Reconocer nuestro origen, en el caso del “Pueblo Escogido”, decir:
 אֲרַמִּי֙  אֹבֵ֣ד  אָבִ֔י  וַיֵּ֣רֶד  מִצְרַ֔יְמָה  וַיָּ֥גָר  שָׁ֖ם  בִּמְתֵ֣י מְעָ֑ט  “Mi padre fue un arameo errante, que bajó a Egipto y se estableció allí con muy pocas personas;…” (Dt. 26, 5b)  וַיָּרֵ֧עוּ  אֹתָ֛נוּ  הַמִּצְרִ֖ים  וַיְעַנּ֑וּנוּ  וַיִּתְּנ֥וּ  עָלֵ֖ינוּ  עֲבֹדָ֥ה  קָשָֽׁה׃ “Los egipcios nos maltrataron, nos oprimieron y nos impusieron una dura esclavitud”. (Dt 26, 6).

Este ritual repetido en la presentación de las primicias de cada cosecha permitirían al Judío reconocer con humildad sus orígenes, saber a ciencia cierta que era la Graciosa e inmerecida Bendición de Dios expresada en una patria cuya tierra manaba leche y miel.

No recibieron las preferencias de Dios por mérito propio sino por pura gratuidad brotada de la infinita Misericordia del Señor.

Recordar que Dios nos oye

Para este Primer Domingo de Cuaresma tenemos un Salmo Cuaresmal por excelencia. Se trata del Salmo 91(90), se trata de un Salmo de Peregrinación venidos desde todos los puntos a la visita del precepto judío al Templo, han peregrinado desde sus puntos de habitación hasta el Corazón de Israel, hasta el atrio del templo. El salmo tiene dos partes principales, después de la exclamación inicial (formada por los versos 1 y 2), viene una catequesis, que se hacía en las propias puertas del Templo, se trata de los versos 3-8; que junto con el verso 9 no se leen en esta fecha, es una especie de segunda exclamación inicial de la segunda parte. Los versos 10-16 si se leen, la respuesta de Dios ofreciendo su defensa y protección; después de la “incubación” se recibe el “oráculo” (versos 14-16) que, está pronunciado en primera persona:

Puesto que tú me conoces y me amas, dice el Señor,
Yo te libraré y te pondré a salvo.
Cuando tú me invoques yo te escucharé,
Y en tu angustia estaré contigo,
te libraré de ella y te colmaré de honores.

La conciencia de nuestra propia identidad nos hace sentirnos resguardados por la Infinita Misericordia del Señor. No sólo sabemos nuestro origen sino que además identificamos a nuestro Cuidador.

Según lo que somos así procedemos

El valor de la identidad es que nos permite actuar con seguridad y con “profesionalismo”. Por ejemplo el médico, que se sabe preparado y bien capacitado actúa en consonancia; el bombero, combate el fuego y con “profesionalismo” enfrenta las llamas y las sofoca; el electricista, sabiendo que ha recibido la capacitación indispensable y que cumple con los requisitos profesionales, instala o resuelve las dificultades en las instalaciones eléctricas. Y, el adagio popular conmina a cada profesional a dedicarse a lo suyo en conformidad con los principios de la subsidiariedad: “Zapatero a tus zapatos”.

¿En qué consistiría pues esa subsidiaridad de la fe? Nos responde San Pablo en Romanos 10, 8-13. En dos cosas:

a)    Declarar con la boca el señorío de Jesús
b)    Creer con el corazón que su Padre lo resucitó de entre los muertos.

No basta reconocer el señorío de Jesús en nuestro fuero interno, es preciso comunicarlo, proclamarlo. ¿Quién podría callar tal Verdad y no compartirla? Siendo, como lo es, una Verdad de semejante calibre y con semejantes consecuencias en toda nuestra existencia que compromete nuestra salvación, ¿Quién podría guardar silencio y escatimarla para sí solo? Al revés, ¡ay de mí si no lo anuncio!(1Cor 9, 16c).

Tampoco puedo aceptar mi fe “de dientes para afuera” y salvarme. Mi aceptación de la Resurrección debe enraizarse en el núcleo mismo de mi identidad; es un fundamento de mi vida de creyente, que repercutirá e iluminará mi actuar. Resonará desde los meollos de  mi ser hasta la punta misma de cada una de mis acciones. (Cf. Lc 19, 40). Mi identidad me compromete, tiene consecuencias en mi vida práctica, dota de una orientación definida mi manera de ser y todas mis decisiones. Específicamente, me compromete a vivir como hermano de todos mis semejantes puesto que todos ellos comparten conmigo la misma paternidad, y en el crucificado, la misma hermandad, la misma fraternidad.

Al decir fraternidad, debemos tomar en cuenta que se trata de una fraternidad ampliamente inclusiva, como lo leemos en Romanos: “Ya que no existe diferencia entre judío y no judío, ya que uno mismo es el Señor de todos, esplendido con todos los que lo invocan, pues todo el que invoque al Señor como a su Dios, será salvado por Él. Ro 10, 12-13.

Todo esto lo dice San Pablo refiriéndose a lo que escribió Moisés. Dice que allí dice que… Por eso, el traductor pone al inicio de la perícopa de hoy: “La Escritura afirma…” Ro 10, 8a.


¿Dónde está la fuente de nuestra Identidad?

Dijimos más arriba que Jesús apela a las Sagradas Escrituras para responder los ataques del Diablo. Esto además nos enriquece puesto que nos da un indicativo de las fuentes mismas de nuestra identidad. Nuestra identidad no es una adivinanza, no tenemos que leerla en una bola de cristal, ni consultar a los nigromantes para hallarla. ¡Tampoco amerita horóscopos, zodiacos ni barajas de naipes!



Dios no escatimó su Misericordia sino que se nos reveló, para conocer nuestra identidad están las Sagradas Escrituras sobre las cuales vela con maternal cuidado pastoral nuestra Santa Madre Iglesia. Su celo pastoral las guarda de caprichosas interpretaciones, de toda tergiversación. Ella, en su desvelado cuidado las alumbra con la Lámpara de la Sagrada Tradición, y con igual celo pastoral las Anuncia y nos convoca también a todos los bautizados para que con igual celo las difundamos cumpliendo el encargo de declarar con la boca el Señorío de Jesús y creer con el corazón que fue resucitado.

Una palabra sobre nuestro Papa

Existe un paralelismo evidente entre el episodio de las tentaciones y la decisión de Benedicto XVI, nuestro querido Pontífice y Vicario de Jesús en la tierra.

Puede existir la tentación de perpetuarse en la Sede Petrina hasta la muerte como la tradición lo había establecido. Empero, para bien de la Iglesia y no por intereses personales ni mucho menos por alguna especie de traición; para una Comunidad de fe que necesita de un líder lleno de vitalidad capaz de moverse a todo lo largo y lo ancho del planeta con agilidad para responder a la demanda de todos los pueblos de la tierra que lo llaman y lo invitan y lo quieren ver; con una decisión que seguramente le ha costado lágrimas, se hace a un lado, para darle paso a un Sucesor que tenga las capacidades físicas que la era de la globalización exige.



No se está retirando de la Iglesia y no se trata de algún sisma soterrado como la prensa amarillista –siempre a la caza de escándalos atractivos para sus consumidores- se afana en suponer y descubrir.

Hay, eso sí un contraste con Su Santidad Juan Pablo II, quien manifestó no abdicar porque Jesús no se había bajado de la cruz. Podemos afirmar que Juan Pablo II quien llegó al pontificado a la temprana!!!  Edad de 58 años y con casi 27 años en el Pontificado tuvo tiempo y vitalidad suficientes para “echar a  rodar la bola” que por su propia inercia podía resistir su menguada agilidad de los últimos tiempos, para –gozando de los frutos de su obra en todos los años anteriores - mantenerse hasta el último momento en el Solio Pontificio.

Benedicto ha asumido la Sede de Pedro con 78 años, después de haber servido a su Iglesia desde el Arzobispado (desde el 24 de marzo de 1977) y desde el Cardenalato  (desde el 27 de junio de 1977), o sea, durante 36 años; era, como se pensó desde el principio, un Papado de Transición. Nos parece valiente y casi heroica su abdicación que trae a La Iglesia la oportunidad de una oleada de Nueva Savia a la Barca de Pedro, desde la cual Jesús –el mismo hoy, mañana y siempre- sigue predicando a través de su Vicario y por medio de  todos los que en nuestra calidad de bautizados somos Iglesia, nuevo Pueblo de Dios, sus elegidos.

Como Iglesia que somos, nos confiamos a la gracia del Espíritu Santo que pilotará esta Barca Apostólica y con toda seguridad nos dotará del Pontífice que la Iglesia Católica requiere hoy y para los años venideros. De este momento histórico la Iglesia saldrá fortalecida si a nuestra fe no le pasa lo que a Pedro cuando caminó sobre las aguas.



A Benedicto XVI no podemos más que agradecerle toda una vida de solidez cristiana y su pastoreo de la grey, ya desde los tiempos del II Concilio Vaticano, ha sido un verdadero intelectual acorde con los albores del siglo XXI, un Papa sabio, inteligente, y su inteligencia se ha mostrado esplendorosamente sabia rayando en la santidad, aunada a su obediencia al hálito del Espíritu Santo, que sopla donde quiere, y que esta vez ha soplado en el velamen de su corazón. Ahora se retirará a su desierto: un convento, para consagrase a la contemplación. Al Papa decimos muchas gracias Siervo Fiel.



[1] Paoli, Arturo. LA PERSPECTIVA POLÍTICA DE SAN LUCAS. Ed. Siglo XXI Editores. 5ta ed. 1973. Bs As. –Argentina p. 29
[2] Paolo, Arturo. DIÁLOGO DE LA LIBERACIÓN. Ed. Carlos Lohlé. Bs. As. Argentina 1970  p. 184

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