Dt 26, 4-10; Sal 91(90), 1-2. 10-15;Ro 10-8-13;
Lc 4, 1-13.
Necesidad de tener
identidad
Existe
una dialéctica entre el concepto de “individuo” y el de “identidad”. La
identidad podríamos definirla grosso modo como el conjunto de afirmaciones que
contestan a la pregunta “¿Quién soy?” Pero, contestar a la pregunta sobre mi
identidad implica poder establecer dónde empieza y donde termina mi “ser”, es
decir, poder establecer unos límites donde empieza el no-yo.
Esta
frontera es tanto más borrosa cuento el “no-yo” como el “yo” son fluidos, es
decir, cambian con el tiempo y según las relaciones que establezco con el
“no-yo”.
Podríamos
afirmar que esos “limites” cambian histórica y políticamente. Se puede
ejemplificar el cambio político observando la plasticidad de la frontera entre
el “yo” y el “no-yo” en una pareja que pasa de la amistad al noviazgo, y luego
del noviazgo al matrimonio, y luego del matrimonio a la paternidad compartida.
El cambio histórico podría ejemplificarse observando la misma plasticidad en
cuanto a la frontera entre el “yo” y el “no-yo” de un bebé, un niño, o del
mismo llegado a la adolescencia, a la adultez, y posteriormente, a la
senilidad.
La
palabra “individuo” tiene su origen latino en la idea de in-divisibilidad.
In-dividuo significa in-diviso. Con afán pedagógico, solemos insistir también
en el significado de la palabra “diablo” que se deriva de “diábolo”=el que
divide. El individuo es entero, indiviso; mientras que “el pecador”, aquel en
quien el Diablo ha logrado hacer mella, está dividido, fraccionado, roto.
El
problema surge cuando se pierde de vista la identidad del individuo y se piensa
de él (o de sí mismo) como si fuera una isla que termina exactamente allí donde
termina la tierra y empieza el agua. Pero el individuo no acaba allí, se
extiende más allá según la “conciencia –temporal” o histórica de sí-mismo y
según sus nexos con otros. Sabemos, y es una verdad de Perogrullo, que no somos
autosuficientes, comemos lo que otros cultivan, producen, procesan, preparan;
nos vestimos con lo que otros fabrican, confeccionan; usamos un lenguaje y por
tanto empleamos palabras y conceptos que otros han creado y articulado en el
sentido de utilizarlas y aplicarlas en su intento de “comunicarse”; convivimos
con otros, amamos a otros, afectamos a otros. Como dijera John Donne, “Ningún
hombre es una isla”:
«¿Quién no echa una mirada al
sol cuando atardece?
¿Quién quita sus ojos del cometa cuando estalla?
¿Quién no presta oídos a una campana cuando por algún hecho tañe?
¿Quién puede desoír esa campana cuya música lo traslada fuera de este mundo?
¿Quién quita sus ojos del cometa cuando estalla?
¿Quién no presta oídos a una campana cuando por algún hecho tañe?
¿Quién puede desoír esa campana cuya música lo traslada fuera de este mundo?
Ningún hombre es una isla
entera por sí mismo.
Cada hombre es una pieza del continente, una parte del todo.
Si el mar se lleva una porción de tierra, toda Europa queda disminuida, como si fuera un promontorio, o la casa de uno de tus amigos, o la tuya propia.
Cada hombre es una pieza del continente, una parte del todo.
Si el mar se lleva una porción de tierra, toda Europa queda disminuida, como si fuera un promontorio, o la casa de uno de tus amigos, o la tuya propia.
Ninguna persona es una isla;
la muerte de cualquiera me afecta, porque me encuentro unido a toda la
humanidad; por eso, nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por
ti.»
Allí están, quien hizo la campana, quien la colgó
en algún campanario, quien la tañe, el cadáver, sus dolientes, y yo, que no me
puedo desligar absolutamente de ninguno de ellos a pesar de mi alteridad, la
vida y la muerte de cualquiera me afectan; mis fronteras no son como las de la
isla, son tan fluidas que se expanden o se retraen según la diástole y la
sístole de mi egoísmo, de mi avaricia, de mi despotismo, de mi autoritarismo, de
mi vanidad y de mi sed de figurar.
Jesús se retira, llevado por el Espíritu, el mismo
Espíritu que Él nos entrega con su Pascua, al desierto, a la soledad donde en
“tranquila-lucha” profundiza su identidad. Sólo alguien con muy clara identidad
puede resistir el embate del Malo que procura “astillar” al Hombre, “dividirlo”,
“fracturarlo”, “desmoronarlo”, “desportillarlo”.
¿Dónde ataca el Malo? Precisamente en la línea de
flote de la “persona” «las tres líneas que constituyen nuestra existencia:
haber-poder-valer.»[1]
El individuo cercenado por el individualismo o sea
la fetichización del individuo es conducido a verse a sí mismo como una isla
que empieza y termina allí donde empieza y termina su piel, así como la isla
ingenuamente cree empezar y terminar allí donde ve los bordes del agua lindando
con sus orillas, inconsciente que por debajo, en el fondo, es una con la
continuidad continental y su a-isla-miento es sólo aparencial.
«Sin el continuo descubrimiento de mi identidad,
sin el retorno a la raíz del ser que es un giro hacía Dios, me identifico con
las cosas, me siento a su merced, disponible, sin peso específico propio, y
sigo “cosificando” a las criaturas, incapaz de descubrir el orden dinámico que,
en el fondo, es la adoración existencial del mundo… Separamos, así, la historia
del individuo de la historia del mundo; hacemos de la “historia del alma”, la
“historia”. Y cuando el hombre sin identidad se pierde en la historia y su
conciencia ya no es capaz de emerger de ella, el mundo se vuelve fútil.»[2]
Reconocer tu propia raíz
La Primera Lectura, tomada del Deuteronomio, (igual
que todas las citas Escriturales que usa Jesús para responderle al Diablo) nos
habla de los orígenes del “Pueblo Escogido”. No fue escogido por fuerte, por
militarmente poderoso, por la singular belleza de esta raza, ni por su
acrisolada fidelidad. Su elección como pueblo escogido suena a ironía: Es el
pueblo más impropio para su elección. Pero al releer la Sagrada Escritura
descubrimos que Dios siempre elige al más débil, al más pequeño, al menos
agraciado, al más pobre: Estamos pensando en la elección de Abrahán, de Jacob,
de David, de Mateo de Saulo…
¿Qué debemos hacer cada vez que nos presentamos
ante Dios? Reconocer nuestro origen, en el caso del “Pueblo Escogido”, decir:
אֲרַמִּי֙ אֹבֵ֣ד אָבִ֔י וַיֵּ֣רֶד מִצְרַ֔יְמָה וַיָּ֥גָר שָׁ֖ם בִּמְתֵ֣י מְעָ֑ט “Mi padre fue un arameo errante, que
bajó a Egipto y se estableció allí con muy pocas personas;…” (Dt. 26, 5b) וַיָּרֵ֧עוּ אֹתָ֛נוּ הַמִּצְרִ֖ים וַיְעַנּ֑וּנוּ וַיִּתְּנ֥וּ עָלֵ֖ינוּ עֲבֹדָ֥ה קָשָֽׁה׃ “Los egipcios nos maltrataron, nos oprimieron y
nos impusieron una dura esclavitud”. (Dt 26, 6).
Este ritual repetido en la presentación de las
primicias de cada cosecha permitirían al Judío reconocer con humildad sus
orígenes, saber a ciencia cierta que era la Graciosa e inmerecida Bendición de
Dios expresada en una patria cuya tierra manaba leche y miel.
No recibieron las preferencias de Dios por
mérito propio sino por pura gratuidad brotada de la infinita Misericordia del
Señor.
Recordar que Dios nos oye
Para este Primer Domingo de Cuaresma tenemos un
Salmo Cuaresmal por excelencia. Se trata del Salmo 91(90), se trata de un Salmo
de Peregrinación venidos desde todos los puntos a la visita del precepto judío
al Templo, han peregrinado desde sus puntos de habitación hasta el Corazón de
Israel, hasta el atrio del templo. El salmo tiene dos partes principales, después
de la exclamación inicial (formada por los versos 1 y 2), viene una catequesis,
que se hacía en las propias puertas del Templo, se trata de los versos 3-8; que
junto con el verso 9 no se leen en esta fecha, es una especie de segunda
exclamación inicial de la segunda parte. Los versos 10-16 si se leen, la respuesta
de Dios ofreciendo su defensa y protección; después de la “incubación” se
recibe el “oráculo” (versos 14-16) que, está pronunciado en primera persona:
Puesto
que tú me conoces y me amas, dice el Señor,
Yo te
libraré y te pondré a salvo.
Cuando
tú me invoques yo te escucharé,
Y en tu
angustia estaré contigo,
te
libraré de ella y te colmaré de honores.
La conciencia de nuestra propia identidad nos
hace sentirnos resguardados por la Infinita Misericordia del Señor. No sólo
sabemos nuestro origen sino que además identificamos a nuestro Cuidador.
Según lo que somos así procedemos
El valor de la identidad es que nos permite
actuar con seguridad y con “profesionalismo”. Por ejemplo el médico, que se
sabe preparado y bien capacitado actúa en consonancia; el bombero, combate el
fuego y con “profesionalismo” enfrenta las llamas y las sofoca; el
electricista, sabiendo que ha recibido la capacitación indispensable y que
cumple con los requisitos profesionales, instala o resuelve las dificultades en
las instalaciones eléctricas. Y, el adagio popular conmina a cada profesional a
dedicarse a lo suyo en conformidad con los principios de la subsidiariedad:
“Zapatero a tus zapatos”.
¿En qué consistiría pues esa subsidiaridad de
la fe? Nos responde San Pablo en Romanos 10, 8-13. En dos cosas:
a)
Declarar con la boca el señorío de Jesús
b)
Creer con el corazón que su Padre lo resucitó
de entre los muertos.
No basta reconocer el señorío de Jesús en
nuestro fuero interno, es preciso comunicarlo, proclamarlo. ¿Quién podría
callar tal Verdad y no compartirla? Siendo, como lo es, una Verdad de semejante
calibre y con semejantes consecuencias en toda nuestra existencia que compromete
nuestra salvación, ¿Quién podría guardar silencio y escatimarla para sí solo?
Al revés, ¡ay de mí si no lo anuncio!(1Cor 9, 16c).
Tampoco puedo aceptar mi fe “de dientes para
afuera” y salvarme. Mi aceptación de la Resurrección debe enraizarse en el
núcleo mismo de mi identidad; es un fundamento de mi vida de creyente, que
repercutirá e iluminará mi actuar. Resonará desde los meollos de mi ser hasta la punta misma de cada una de
mis acciones. (Cf. Lc 19, 40). Mi identidad me compromete, tiene consecuencias
en mi vida práctica, dota de una orientación definida mi manera de ser y todas
mis decisiones. Específicamente, me compromete a vivir como hermano de todos
mis semejantes puesto que todos ellos comparten conmigo la misma paternidad, y
en el crucificado, la misma hermandad, la misma fraternidad.
Al decir fraternidad, debemos tomar en cuenta
que se trata de una fraternidad ampliamente inclusiva, como lo leemos en
Romanos: “Ya que no existe diferencia entre judío y no judío, ya que uno mismo
es el Señor de todos, esplendido con todos los que lo invocan, pues todo el que
invoque al Señor como a su Dios, será salvado por Él. Ro 10, 12-13.
Todo esto lo dice San Pablo refiriéndose a lo
que escribió Moisés. Dice que allí dice que… Por eso, el traductor pone al inicio
de la perícopa de hoy: “La Escritura afirma…” Ro 10, 8a.
¿Dónde está la fuente de nuestra Identidad?
Dijimos más arriba que Jesús apela a las
Sagradas Escrituras para responder los ataques del Diablo. Esto además nos
enriquece puesto que nos da un indicativo de las fuentes mismas de nuestra
identidad. Nuestra identidad no es una adivinanza, no tenemos que leerla en una
bola de cristal, ni consultar a los nigromantes para hallarla. ¡Tampoco amerita
horóscopos, zodiacos ni barajas de naipes!
Dios no escatimó su Misericordia sino que se
nos reveló, para conocer nuestra identidad están las Sagradas Escrituras sobre
las cuales vela con maternal cuidado pastoral nuestra Santa Madre Iglesia. Su
celo pastoral las guarda de caprichosas interpretaciones, de toda
tergiversación. Ella, en su desvelado cuidado las alumbra con la Lámpara de la
Sagrada Tradición, y con igual celo pastoral las Anuncia y nos convoca también
a todos los bautizados para que con igual celo las difundamos cumpliendo el
encargo de declarar con la boca el Señorío de Jesús y creer con el corazón que
fue resucitado.
Una palabra sobre nuestro Papa
Existe un paralelismo evidente entre el
episodio de las tentaciones y la decisión de Benedicto XVI, nuestro querido
Pontífice y Vicario de Jesús en la tierra.
Puede existir la tentación de perpetuarse en la
Sede Petrina hasta la muerte como la tradición lo había establecido. Empero,
para bien de la Iglesia y no por intereses personales ni mucho menos por alguna
especie de traición; para una Comunidad de fe que necesita de un líder lleno de
vitalidad capaz de moverse a todo lo largo y lo ancho del planeta con agilidad
para responder a la demanda de todos los pueblos de la tierra que lo llaman y
lo invitan y lo quieren ver; con una decisión que seguramente le ha costado
lágrimas, se hace a un lado, para darle paso a un Sucesor que tenga las
capacidades físicas que la era de la globalización exige.
No se está retirando de la Iglesia y no se
trata de algún sisma soterrado como la prensa amarillista –siempre a la caza de
escándalos atractivos para sus consumidores- se afana en suponer y descubrir.
Hay, eso sí un contraste con Su Santidad Juan Pablo
II, quien manifestó no abdicar porque Jesús no se había bajado de la cruz.
Podemos afirmar que Juan Pablo II quien llegó al pontificado a la temprana!!! Edad de 58 años y con casi 27 años en el
Pontificado tuvo tiempo y vitalidad suficientes para “echar a rodar la bola” que por su propia inercia
podía resistir su menguada agilidad de los últimos tiempos, para –gozando de los
frutos de su obra en todos los años anteriores - mantenerse hasta el último
momento en el Solio Pontificio.
Benedicto ha asumido la Sede de Pedro con 78
años, después de haber servido a su Iglesia desde el Arzobispado (desde el 24
de marzo de 1977) y desde el Cardenalato (desde el 27 de junio de 1977), o sea, durante
36 años; era, como se pensó desde el principio, un Papado de Transición. Nos
parece valiente y casi heroica su abdicación que trae a La Iglesia la
oportunidad de una oleada de Nueva Savia a la Barca de Pedro, desde la cual
Jesús –el mismo hoy, mañana y siempre- sigue predicando a través de su Vicario
y por medio de todos los que en nuestra
calidad de bautizados somos Iglesia, nuevo Pueblo de Dios, sus elegidos.
Como Iglesia que somos, nos confiamos a la
gracia del Espíritu Santo que pilotará esta Barca Apostólica y con toda
seguridad nos dotará del Pontífice que la Iglesia Católica requiere hoy y para
los años venideros. De este momento histórico la Iglesia saldrá fortalecida si
a nuestra fe no le pasa lo que a Pedro cuando caminó sobre las aguas.
A Benedicto XVI no podemos más que agradecerle
toda una vida de solidez cristiana y su pastoreo de la grey, ya desde los
tiempos del II Concilio Vaticano, ha sido un verdadero intelectual acorde con
los albores del siglo XXI, un Papa sabio, inteligente, y su inteligencia se ha
mostrado esplendorosamente sabia rayando en la santidad, aunada a su obediencia
al hálito del Espíritu Santo, que sopla donde quiere, y que esta vez ha soplado
en el velamen de su corazón. Ahora se retirará a su desierto: un convento, para
consagrase a la contemplación. Al Papa decimos muchas gracias Siervo Fiel.
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