Subir a la montaña
Nuestra
experiencia señala momentos cruciales en los cuales alcanzamos una particular
profundización en el conocimiento de una persona. Se nos ocurre decir, a manera
de ejemplo, cuando de pronto, hemos conocido un médico, y lo visitamos con
regularidad, y hasta lo hacemos nuestro médico personal, hasta ahí lo tenemos
por un “buen médico”, pero cierto día, nos enteramos que ha logrado sanar un
enfermo muy grave, o que está atendiendo a un grupo de enfermos de cierta afección
y logrando avances donde otros no estaban logrando nada, o leemos en los
periódicos que ha descubierto cierto medicamento dirigiendo un grupo de
investigación, o que vienen pacientes de otros países para hacerse tratar por
él, o que ha sido galardonado por su ejercicio profesional, en ese punto, el
“buen médico” pasa a ser una “eminencia” en su profesión, y, lo empezamos a ver
con otra mirada, le reconocemos su autoridad científica, y empezamos a tenerle
aún mayor confianza, en sentido médico por supuesto.
Usamos
la palabra figura, en expresiones tales como “una figura en el mundo del arte”,
“una figura pública”, “una verdadera figura en el contexto de la moda”, “tal
persona ocupa un lugar destacado siempre que nos referimos a las figuras
discográficas”, … parece ser que este giro en el uso de la palabra figura nos
viene del mundo teatral, donde significaba “personaje principal“ de una obra
escénica. Así una persona que era una figura periodística, a través de la
columna que presentaba en un diario, se “transfigura” en un reconocido filósofo
por medio de la publicación de un libro, por ejemplo, o por un ciclo de
conferencias muy publicitadas, o por alcanzar cierta notoriedad como profesor
de esta cátedra en una universidad de cierto prestigio. Lo que queremos
subrayar con estos ejemplos es el proceso “transfigurativo” que alcanzan las
personas, en la medida en que las conocemos mejor, o –aunque es lo mismo- que
llegamos a ver en ellas, una faceta que nos era desconocida, que traspasa los
límites de la rotulación que previamente habíamos operado.
Recordamos
que a Jesús se le había rotulado como Juan
el Bautista, Elías, Jeremías o algún
profeta cf. Mt 16, 14, en el sinóptico de Lucas dice que la gente
ve en Jesús a un “profeta de los antiguos” que ha resurgido, o sea, la “segunda
venida” de uno de los profetas pretéritos Cf. Lc 9, 19. Si, esta es una
rotulación, metía a Jesús simplemente en el pote de los profetas; Pedro da un
paso más, reconoce en Él al “Mesías”, al “Cristo” Cf.Lc 9, 20. En la perícopa de
la Transfiguración que leemos en este Segundo Domingo de Cuaresma, damos otro
paso, reconocemos a Jesús, no como un simple profeta, sino que ahora sabemos
que Jesús es el Hijo de Dios, su Elegido cf. Lc 9, 35.
De
otra parte, cuando alguien va progresando, cada vez es más reconocido y va de
mejor en mejor, alcanzando cada vez mayores logros, comparando su situación con
el ascenso a una montaña, decimos que va “cuesta arriba”; si se nota una
desmejora en su status, si por el contrario, avanza de las “maduras hacia las
duras”, decimos que “va en bajada” y esta vez estamos aludiendo al descenso de
la montaña. El punto de inflexión, donde se pasa de la mejoría hacía la
decadencia, es “la cima”, siempre guardando la analogía con la montaña.
Con
carácter de anécdota: en los primeros días del año, a un grupo de once amigos,
todos vecinos de la misma parroquia, y todos más o menos participes de la vida
parroquial -colaboradores en mayor o menor grado de la pastoral eclesial- les
propusimos una peregrinación a un Santuario cercano, se trataba de subir, orar,
asistir a la Eucaristía, y bajar. ¡Sólo tres de ellos nos han acompañado! ¡Que
rico la pasamos allí, además, casi que hicimos nuestras tres chozas allí,
comiendo tamal con chocolate!
El profeta Abram
La
perícopa que forma la Primera Lectura de este segundo Domingo de Cuaresma, está
tomada del Génesis, capítulo 15, versos 5 – 12 y 17-18, o sea del 5-18 excepto
los 4 versos 13-16. Se trata de la Alianza que el Señor sella con Abram
(todavía no le había cambiado el nombre por el de Abraham).
El
Señor le ofrece una tierra la franja que va desde el rio de Egipto, el Nilo,
hasta el Rio Éufrates, y una descendencia más amplia que el número de las
estrellas. Y como Alianza בְּרִ֣ית [berit], le señala una
liturgia para “sellar” este pacto: el Sacrificio de una ternera, una cabra, un
carnero(todos ellos de tres años), una tórtola y un pichón. Por su parte el Señor
pasa, en medio de una densa oscuridad, en forma de brasero humeante y de
antorcha encendida (cualquier similitud con la nube y las vestiduras
resplandecientes es pura coincidencia) coincidencia puesto que son los signos
conexos con la Presencia de Dios, la Shekina en una Teofanía.
Así es, se trata de otra teofanía, Dios se está
PRESENTANDO ante Abram, y le habla y sella el pacto de la Alianza, consumiendo
los animales que partidos por la mitad, mitades que son puestas en el ara del
sacrificio una frente a la otra (menos las aves que no fueron partidas.
Gianfranco Ravasi presenta su análisis de esta
perícopa señalando cómo Abram entra en la categoría de los profetas porque esta
Teofanía reviste la estructura verbal típica del diálogo Dios-profeta: «En la
célebre perícopa de Gn 15, 1-6, tan apreciada por Pablo Rm (4, 3), se introduce
en escena dos veces a Abrahán con la terminología típica de la revelación profética:
“En aquellos días Abrahán recibió en una visión la palabra del Señor… (v.1) El
Señor le dijo lo siguiente” (v. 4)»[1]
Salmo del huésped del Señor.
Se atribuye este Salmo 27(26) a David quien
manifiesta que quiere ser siempre huésped en el templo de YHWH יְהוָ֤ה: אַחַ֤ת
׀ שָׁאַ֣לְתִּי מֵֽאֵת־יְהוָה֮
אֹותָ֪הּ אֲבַ֫קֵּ֥שׁ שִׁבְתִּ֣י
בְּבֵית־יְ֭הוָה כָּל־יְמֵ֣י חַיַּ֑י
לַחֲזֹ֥ות בְּנֹֽעַם־יְ֝הוָ֗ה
וּלְבַקֵּ֥ר בְּהֵיכָלֹֽו׃ una
cosa pido al Señor, eso buscaré: habitar en la casa del Señor todos los días de
mi vida. Gozar de la dulzura del Señor adorando en su Templo.
También en este caso se trata de una teofanía. La
“figura” del Salmo es, en este caso, el Rey. Primero lanza una exclamación de
confianza en Dios, su protección. En la segunda parte señala los posibles
peligros y la intervención de YHWH que lo salva. Luego, en la tercera parte,
señala su situación tan difícil y los muchos trabajos por los que pasa, finalmente,
en la cuarta parte se pronuncia el oráculo: «Ten confianza y espera en el
Señor. Se valiente. Ten valor, ten confianza en el Señor.» Por esta razón se le
ha denominado salmo dela Confianza.
Podríamos decir que el meollo sálmico es la
oración. Todo el ruego, la presentación de la delicada situación por la que se
atraviesa es una verdadera plegaría. Todo el salmo está construido en clave
orante.
La tarea es permanecer en la fidelidad
La Carta a los Filipenses es una exhortación a
vivir en la fidelidad al Señor. Habrá sin duda una segunda venida, la Parusía,
cuando el Señor volverá revestido de gloria y hará de nuestro cuerpo miserable
un cuerpo glorioso.
Aquí nos habla San pablo de nuestra ciudadanía
verdadera. El Cielo. Por eso debemos ser fieles a las enseñanzas de San Pablo
imitándolo en su ejemplo. Y no vivir como enemigos de la cruz, viviendo según
su κοιλία vientre, lo cual conduce
a su perdición.
Los que viven según su vientre están
verdaderamente confundidos: se enorgullecen de lo vergonzoso y, por el
contrario, viven sólo de lo terrenal, descuidando los asuntos de nuestra
verdadera patria (recordemos que patria es la heredad recibida del padre, si
llamamos Padre a Dios, la tierra que Él nos dará, no es la franja del Nilo al Éufrates,
sino la Vida de la Gracia.
Por lo tanto, hemos de vivir como amigos de la
Cruz. Porque la cruz señala la vía de la Salvación.
La transfiguración
¿Por qué se va Jesús al monte? Para orar. Así
como busco enfrentarse a la búsqueda de su identidad y a la lucha en el
desierto (lo contrario del Paraíso Terrenal, de donde nuestros Primeros Padres
se hicieron expulsar), esta vez Jesús se retira a la montaña para sumirse en
oración. Allí no lo acompañan todos sus discípulos. Sólo van Pedro, Santiago y
Juan, «No podemos dejar de ver la relación con Éxodo 24, donde moisés lleva
consigo en su ascensión a Aarón, Nadab, y Abihú…»[2].
«De nuevo nos encontramos –como en el Sermón de
la Montaña y en las noches que Jesús pasaba en oración- con el monte como lugar
de máxima cercanía de Dios; de nuevo tenemos que pensar en los diversos montes
de la vida de Jesús como en un todo único: el monte de la tentación, el monte
de su gran predicación, el monte de la oración, el monte de la transfiguración,
el monte de la angustia, el monte de la cruz y por último, el monte de la ascensión…»[3]
«Pero resaltan en el fondo también el Sinaí, el
Horeb, el Moria, los mkontes de la revelación del antiguo Testamento, que son
todos ellos al mismo tiempo montes de la pasión y montes de la revelación y, a
su vez, señalan al monte del templo, en el que la revelación se hace liturgia.»[4]. A
nuestra mirada falta hacer mención aquí del Monte Carmelo donde Elías cito a
los falsos profetas, profetas de Baal de quien ningún dios aceptó las ofrendas,
mientras las ofrendas hechas por Elías fueron consumidas por el fuego del
señor, consumiendo hasta el agua que en cantidades muy generosas, durante la
liturgia de su culto había hecho derramar el Profeta. Elías dio la orden de
atrapar a los profetas de Baal y él mismo con sus propias manos los degolló.
1Re 18, 20-40.
Leemos en el Libro del Sirácida «”Entonces
surgió un profeta como fuego, cuyas palabras eran horno encendido” (Si 48, 1).
El símbolo de Elías es el fuego. Y no sólo por la famosa ordalía del Carmelo (1Re
18), sino también por celo imposible de encadenar de su testimonio encendido ya
en su mismo nombre: “¡Sólo el señor es Dios!” Elías es la personificación del
ideal profético incluso si sus palabras de fuego no se fijan nunca en una página
escrita…»[5]
Tenemos que prolongar la cita de Ravasi
buscando justificar por qué están junto a Jesús Moisés, cuya presencia en esta
teofanía es explicable y atribuible a su importancia como líder de la
liberación del Pueblo escogido de manos de Faraón. Su teofanía de la “Zarza
Ardiente” lo justifica con creces, su recepción de las Tablas de la Ley ratifica
la lógica Divina al juntar a los Enviados de Dios, junto con Jesús, cúspide de
toda revelación. Sin embargo, tal vez sea menos evidente por qué Elías. El otro
día supimos de un niño que preguntó ¿Cómo sabían los discípulos que eran precisamente
Moisés y Elías? Ya vemos por qué Moisés, sigamos citando a Ravasi para comprender,
o al menos vislumbrar, ¿por qué el otro acompañante de Jesús era precisamente Elías?
«El Jesús que nos ofrece las páginas de Lucas
remite con frecuencia a la figura de Elías. Más aún, parece que a Jesús le
gustaba presentarse bajo el perfil del ardiente profeta de Israel. En el
discurso programático pronunciado en la Sinagoga de Nazaret, se refiere explícitamente
al milagro de la viuda de Sarepta (Lc 4, 25-26), con quien está vinculada
también la resurrección del hijo de la viuda de Naím (Lc 7, 11-17) Elías y
Moisés acompañan a Jesús en la gloria de la Transfiguración (Lc 9, 30-33) ; a
él alude Jesús una vez más cuando exclama: ¡Fuego he venida a encender en la
tierra y ¡qué he de hacer sino que arda!” (Lc 12, 49). Y en la mente de Jesús está
presente la escena de Elías que llama a Eliseo, a quien encuentra “mientras
araba con doce yuntas de bueyes” (1R 19, 19), cuando declara: “El que echa mano
al arado y sigue mirando atrás, no vale para el Reino de Dios”(Lc 9, 62).»[6]
«No todos reconocen a Elías como profeta de Yavé.
Para Acab, el rey, es el “enemigo” (1Re. 21, 20); el “flagelo de Israel” (1 Re.
18, 17). Para los funcionarios del rey, es un desconocido de apariencia
extraña, vestido de pieles (2 re. 1, 6-8). Para la reina Jezabel, es una persona
peligrosa que debe ser exterminado lo más rápido posible (1Re. 19, 2). Los
grandes no lo reconocen porque defienden intereses contrarios… Los pequeños
reconocen en Elías el “hombre de Dios que habla las palabras de Dios, porque
tiene los mismos intereses; su práctica está de acuerdo con las consecuencias
de la alianza… Sólo la práctica, de acuerdo con las exigencias de la alianza y
de la ley de Dios, es la que abre los ojos para poder descubrir el llamado de
Dios presente en las personas y en los hechos de la vida. Así era en los
tiempos de Elías, y así continua siendo hoy. Sólo los pequeños supieron reconocer
la verdadera identidad del profeta y aceptar su mensaje.»[7]
[1]
Ravasi, Gianfranco. LOS PROFETAS. Ed. San Pablo Santafé de Bogotá 1996. p. 12
[2] Benedicto
XVI. JESÚS DE NAZARET. Ed. Planeta Bogotá – Colombia 2007 p. 360
[3]
Ibid
[4]
Ibid
[5]
Ravasi, Gianfranco. Op. Cit. p. 13
[6]
Ibid. pp.13-14
[7]
Mesters, Carlos. EL PROFETA ELÍAS. HOMBRE DE DIOS. HOMBRE DEL PUEBLO. Colección
Biblia 13. p. 33