So
2, 3; 3, 12-13; Sal 145, 7. 8-9a. 9bc-10; 1Cor 1, 26-31; Mt 5, 1-12a
El Reino es todo lo que
Tú, oh Dios mío, has querido hacer, haces y harás por nosotros, por mí.
Martini, Carlo María.
De
fondo, nos proponemos ver la justicia, la pobreza, la felicidad y -a través de
ellas- el Reino de Dios desde otro ángulo, enfocándolos en otra perspectiva. No
desde nuestra óptica humana, sino tratar de verlos con la mirada de Dios,
lógicamente suplicándole nos ilumine, sine qua non, todo es tiniebla,
incertidumbre, olvido. «El modo de reinar de Dios se puede describir también
como una acción que vuelve a colocar cada cosa en su sitio preciso, como la
voluntad santa y perfecta de Dios que tiene en cuenta cada realidad, hace
justicia a cada uno, aún más, logra la perfecta realización de toda aspiración
y deseo, colma toda expectativa y toda medida humana»[1].
Las
bienaventuranzas son como la constitución del Reino de Dios, ¡Esplendidas! En
ellas se cumplen estos rasgos fundamentales: Es ley suprema de un estado, que
establece las libertades y los derechos esenciales de sus ciudadanos y es
también freno y cortapisa de los poderes que estructuran ese estado. Poniéndole
cotas al absolutismo. Dios se deja delimitar para que lo reconozcamos, para
nada arbitrario o caprichoso. Aquí, en cambio, el Rey-Juez establece lo que le
agrada, señala quienes le simpatizan, reconoce en su dinámica de donación de la
dicha, unos parámetros que dirigen sus fallos; señala a los que Él ve como
víctimas, y es a ellos a quienes resarcirá entregándoles la plenitud de la
dicha: Su Amor y Su Amistad. No es que ame la pobreza por sí misma, es que le
hiere que la fomenten. Le enardece quienes la forjan.
«La
proclamación de las “bienaventuranzas” abre el primero de los cinco grandes
discursos de Jesús sobre el que está construido el Evangelio de Mateo; son el
eco de los que Moisés había dirigido al pueblo de la Antigua Alianza, a la vez
que nos describe las características del nuevo pueblo de Dios. Pueblo de los
mansos, de los amantes de la justicia y de la paz, los que lloran, los
perseguidos, los marginados, los despreciados. Pueblo que busca a Dios y se
entrega. Pueblo formado por los que no tienen importancia ni prestigio, en
ellos se revela más claramente la sabiduría y la fuerza de Dios.
Lo
que se nos transparenta es el señorío bueno y paternal de Dios que se hace
presente en Jesús. Dios es Rey, pero Él se impone una Constitución, se
auto-limita porque su Reinado, su Señorío es bueno, manso, tierno y paternal; como
un papá, su “anonadamiento”, simula -que igual que su bebé- Él tampoco puede.
No es un tirano absoluto, es un Pastor a Quien importa el “bienestar” de su
pueblo, para quienes quiere la más cabal felicidad. Seguramente aquí lo que más
nos interesa es lo de paternal, pues se trata de un Dios que sabe ser
Dios-Padre.
Sin
embargo, la dificultad estriba en las diversas interpretaciones que se les
puede dar a las bienaventuranzas. Ellas fueron trasmitidas con palabras que se entienden
de muy diversas formas. Durante el destierro o poco después, los profetas
anuncian que Dios va a reinar, que finalmente se va a manifestar como ese
Buen-Rey que es. ¿Qué signos da Jesús de ello? Él afirma que, por Su medio llega el Reino de
Dios, por eso los llama dichosos. Toda la historia de Jesús contada por los
Evangelios es la comunicación de este feliz augurio: ya no habrá pecado, ya no
habrá enfermedad, los ciegos verán, los paralíticos podrán saltar, los venidos
a menos serán los venidos a más en el Reino, a ellos será a quienes Él llamará
para que apacienten sus ovejas, habrá pan en abundancia, el agua será transformada
en Vino y podremos contemplar su rostro radiante y sus vestiduras blanquísimas,
estaremos satisfechos en su contemplación.
Pero…,
hasta la fecha no hemos visto evolucionar la situación en esta dirección, «Si
es este el sentido de lo que proclamaba Jesús, hay que reconocer que se
engañó…, porque sigue habiendo pobres, sigue habiendo injusticias… Plantear
esta cuestión es constatar que, desgraciadamente, nosotros los cristianos no
hemos realizado nuestra tarea… No se pueden proclamar las bienaventuranzas sin
hacer todo lo posible para que desaparezca la pobreza en todas sus formas, la
enfermedad, la injusticia… Hay que luchar para que no haya pobres, pero hay que
hacerlo con un corazón de pobre. Sólo quien tenga estas disposiciones del
corazón podrá ayudar a los pobres sin aplastarlos con su piedad.»[2]
«Cuando
el hombre empieza a mirar y a vivir a través de Dios, cuando camina con Jesús,
entonces vive con nuevos criterios… Jesús es el Hijo… Por eso, sólo Él es el
que…trae la paz. Establecer la paz es inherente a la naturaleza del ser Hijo.»[3] Dios requiere nuestro
asentimiento, como antes requirió el Virginal permiso, necesita nuestro aporte,
como confirmación de que aceptamos su reinado, que obedientes (ob-audientes)
anhelamos que Él reine; «Dios se inclina misericordiosamente sobre el hombre,
esclavo del mal, del pecado, de la muerte, y lo hace pasar de la dolorosa
condición de siervo a la alegre condición de hijo liberado, reconciliado y
amado. Para el discípulo de Cristo, el Reino se convierte en el valor último,
en el bien absoluto, en la meta definitiva hacia la cual polarizar toda la
existencia.»[4]
¡Por eso nos llama bienaventurados, y lo somos!
«Por
tanto, detrás de las bienaventuranzas se esconde un misterioso trastorno
antropológico que consiste en pasar del tener al ser, incluso del ser al dar,
del tener para sí al ser para los demás Acogiendo la dinámica de este vado
fundamental para el hombre, alcanzaremos el secreto de Dios que es al mismo
tiempo el verdadero secreto del hombre donarse, ser para el otro»[5] La materia prima, así como
el plano-patrón están dados en las Bienaventuranzas, pero la idea eje, el
núcleo esencial, el Espíritu de este proyecto reposa en un abajamiento, en una
dinámica descendente: «La purificación del corazón se produce al seguir a
Cristo, al ser uno con Él. “Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en
mí” (Ga 2,20). Y aquí surge algo nuevo: el ascenso a Dios se produce
precisamente en el descenso del servicio humilde, en el descenso del amor, que
es la esencia de Dios y, por eso, la verdadera fuerza purificadora que capacita
al hombre para percibir y ver a Dios… La verdadera “moral” del cristiano es el
amor. Y este, obviamente, se opone al egoísmo; es un salir de uno mismo, pero
es de este modo como el hombre se encuentra consigo mismo.»[6] «… humildad, pobreza,
sencillez, pequeñez, disponibilidad a la acción de Dios en cualquier situación…
comunidad de pobres, de gente que sabe orar y alabar a Dios, que no tiene nada
para sí, sino que comparte gustosamente, que está llena de alegría y anuncia la
Buena Nueva con la vida.»[7] ¡Venga a nosotros tu
Reino!
[1] Martini,
Carlo María. LAS BIENAVENTURANZAS. Ed. San Pablo. Santafé de Bogotá-Colombia
1997. p.12-13
[2] Charpentier,
Ettienne. PARA LEER EL NUEVO TESTAMENTO. Editorial verbo Divno Estella-Navarra.
2004 p. 106
[3] Benedicto
XVI, JESÚS DE NAZARET. PRIMERA PARTE. Ed. Planeta. Bogotá-Colombia 2007. p. 113
[4] Martini,
Carlo María. POR LOS CAMINOS DEL SEÑOR. MEDITACIONES PARA CADA DÍA. Ed. San
Pablo. Santafé de Bogotá-Colombia 1995. p.444
[5]
Ibid p 485
[6] Benedicto
XVI, Op.Cit. pp. 1224. 129.
[7] Martini,
Carlo María. LAS BIENAVENTURANZAS. Ed. San Pablo. Santafé de Bogotá-Colombia
1997. p.73