2Sam 5, 1-3; Sal
122(121), 1-5; Col 1, 12-20;
Lc 23, 35-43
Dios todopoderoso y
eterno… haz que toda la creación, liberada de la esclavitud del pecado sirva a
Tu Majestad y Te glorifique sin fin.
De la Oración Colecta
El Señor ha jurado a David una promesa que no
retractará:
“A uno de tu familia pondré sobre tu trono…”
Sal 132(131), 11
En la Primera Lectura, Dios comisiona a David para un cargo
que tiene una doble función: pastorear y ejercer jefatura, este cargo es
precisamente la Realeza. Nos encontramos con el vocablo וַיִּמְשְׁח֧וּ
“lo ungieron” derivado del verbo מָשַׁח [machash] “ungir”. El
Ungido, es el Mesías (מָשִׁיחַ), el Mesías es
Dios-Vicario.
Ungir
Desde tempranos episodios bíblicos nos encontramos con esta
acción, derramar aceite y sobarlo para que el aceite penetre y empape, es un
acto consagratorio, para poner algo
aparte y significar que esto ya no es común y corriente, sino que ¡es
especial¡, ha sido separado de lo “común” para ponerlo al servicio de Dios,
como quien dice, “de ahora en adelante,
es posesión de Dios”. Quien es ungido rey, está puesto al servicio de Dios
para apacentar y dirigir. Al hablar de “unción” tenemos que mencionar cuando
Jacob durmió usando como cabecera una piedra y soñó ver que los ángeles de Dios
subían y bajaban por una escalera que unía el Cielo y la tierra, esto ocurrió
en Betel (Gen 28, 10); la palabra סֻלָּם֙ que hemos traducido escalera también
significa plano inclinado o terraplén, con antecedente en las entradas de
templos mesopotámicos. Pero bueno, la mención de la escala de Jacob está
motivada porque él al despertarse שׂוּם “enderezó” la piedra que le había servido de almohada,
derramando aceite sobre ella, -es decir- que la ungió. ¿Qué pensó Jacob sobre
este sueño? ¿A qué conclusión llegó? Lo podemos leer en Gen 28, 17bcd: “Este
lugar es muy sagrado. Aquí está la casa de Dios (Bet-el)[1];
es la puerta del Cielo”. Muy fijo está, en nuestra mente, el rito de Dedicación
de un Templo, cuando el Obispo unge las paredes y el Altar, precisamente
derramando aceite sobre ellos, en fiel imagen de la hechura de Jacob en Bet-el.
La unción es pues un acto
litúrgico por medio del cual lo material, común y corriente es puesto aparte,
consagrado para el servicio de Dios y está puesto como un canal material para
que el Poder Divino se manifieste a través de esa materialidad. Así el Altar
–por ejemplo- deja de ser una mesa común y corriente para convertirse en un
“Altar” o sea un Ara Sacrificial, donde Dios se hará presente y con su Poder
Divino trasformará el Pan (común y corriente) y el vino (también común y
corriente) para que sean el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de
Nuestro Señor Jesucristo.
Jesucristo o sea Jesús el
Cristo, (recordemos que Cristo significa precisamente “Ungido” en griego; lo
que en hebreo se dice: Mesías), es puesto aparte, fue Consagrado para que a
través de Él se manifestara el Poder Divino. Esta manifestación se sale de lo común y corriente,
corresponde a poderes que están más allá de la carne, más allá de lo material.
Así que Jesús fue ungido
como lo fue David, en este episodio del Segundo Libro de Samuel para fungir
como Rey. Pero un detalle importante es que la unción no es la que da el poder
porque David ya venía liderando a aquel pueblo así como Jesús era Hijo de Dios
y el Elegido desde siempre antes de los siglos, y por los siglos de los siglos.
Uno de los frutos del Ungido es la victoria. El Poder
Divino obra sus prodigios y vence a los enemigos, derrota pueblos, los hace
vasallos y los pone al servicio de Dios. Recordemos que Dios es, además, Dios
de los Ejércitos, de los ejércitos que alcanzan la victoria –no por su propia
fuerza- sino porque Dios obra, a través de la materialidad del Rey, dando a su
ejército (en este caso el ejército es cósmico, son los astros y planetas, todas
las constelaciones, en orden de batalla, o sea, perfectamente organizados, con
la totalidad de la armonía), la victoria.
Para concluir subrayemos que David fue ungido מֶ֫לֶך [Melek]; pero –lo
mencionamos más arriba- ya desde antes fungía como tal: “tú eras el que
conducía a Israel”. Pero, quizá lo más importante es que este texto nos dice
para qué se nombra Rey (Ungido), ¿cuál es su misión? Una doble misión,
insistimos:
a)
Para Pastorear (dirigir)
b)
Para guiar (gobernar)
Lo leemos en el verso 2Sam
5, 2e. Ese “pastoreo” en el texto bíblico está descrito con una expresión más
cercana a alimentar: רָעָה que es el verbo que
corresponde a llevar a pastar al ganado, pero también significa cuidarlo y
atenderlo, además de apacentarlo; de la misma manera, la expresión hebrea para
guiar es נָגִיד que significa liderarlo, capitanearlo,
conducirlo, como el pastor guía sus ovejas; es una suerte de capitaneo en el
sentido de ir a la cabeza, comandando el redil, así como Jesús lideró el acceso
al Cielo, cuya Sangre nos ha franqueado las puertas de la Vida Eterna, Él es el
Primero, el primogénito de los Resucitados; y es en ese sentido que el Rey no
sólo es la Casa de Dios, sino también, las Puertas del Cielo, como pensó Jacob
de la Piedra en Betel, que le sirvió de almohada. (Cfr. Gen 28, 17d) puesto
que por la Puerta que es Jesús pasamos a la Vida Plena, o sea, la Eterna.
Jerusalén: Ciudad de la Paz
Hacia Jerusalén (que
–como una especie de ironía- traduce “Ciudad de la Paz”) sube el pueblo en peregrinación.
Esta subida es un acto de fe, es una marcha que ratifica con hechos el Amor a
un Dios que ha pactado con su pueblo una Alianza de Amor recíproco. Lo decimos
declamando el adagio popular, “hechos son amores y no buenas razones”, en este caso, el hecho es
caminar, salir de la seguridad de la vivienda, inclusive de las pequeñas
comodidades que uno se va construyendo en casa, para vagar por el camino hacía
una ciudad, la Ciudad santa donde ese Dios ha querido edificarse “su Casa”, el
Templo, el lugar de encuentro entre los enamorados, Dios y su pueblo, en mutua
fidelidad. Y todo judío, para expresar y ratificar que reconoce a su Dios como
Dios, debía subir a Jerusalén, al menos una vez en su vida. Esta peregrinación
es “memorial” de varias peregrinaciones que el pueblo de Israel hace:
a)
De Egipto fue a la
tierra de Canaán y la conquistó y allí se plantó.
b)
Después de ser
llevados en esclavitud a Babilonia, retornaron y reconstruyeron su Templo.
c)
La marcha
litúrgica-ritual, la peregrinación que hacían anualmente o, por lo menos una
vez en la vida, como se ha dicho.
d)
La “peregrinación”
definitiva, la escatológica, el Templo Celestial
Este grupo de quince
salmos que en el salterio ocupan los numerales
120(119) al 134(133), va marcando las diversas etapas de esta peregrinación. En
este Domingo, el Salmo nos coloca ante la “Casa de YHWH”, estamos ante las
propias puertas de la Ciudad Sagrada y se imparte una verdadera “catequesis”,
un invitatorio a la oración.
Esta oración es una
toma de conciencia, así como nosotros, cuando estamos conscientes de nuestras
acciones, reconocemos la profundidad cultual de visitar el Templo, así el
pueblo judío que peregrina a su Santuario, la Casa de YHWH, que al entrar en
Jerusalén “ya los pies están pisando los umbrales”.
Un aspecto muy
notable de la “peregrinación” es la conciencia de no creer en soledad, de no
ser individuos separados, aislados, cada uno creyendo por su lado, sino hacerse
conscientes de formar parte de una Comunidad, de un pueblo “ungido”, para
nosotros –católicos- del Cuerpo Místico de Cristo.
Jerusalén nos habla
de:
a)
El lugar geográfico
donde Jesús halló su centro cultual, donde se relacionó con su Padre,
donde discutió con los Doctores de la
Ley, donde se quedó porque sintió que debía “ocuparse de las cosas de su Padre”
Cfr. Lc 2, 41-52.
b)
Donde Jesús, en su
paso por este mundo, murió y resucitó.
c)
Vino el Espíritu
Santo en Pentecostés.
Ahora bien. Esa
conciencia “corporativa”, conciencia de un “nosotros”, de ser célula del Cuerpo
Místico de Cristo, infunde sentimientos de solidaridad, permite que se salga
del egoísmo y se dé realce a la fraternidad, a la claridad de ser hijos del
mismo Padre, hermanos en Cristo Jesús, entonces, como lo dice el salmista: לְ֭מַעַן אַחַ֣י וְרֵעָ֑י
“Por el amor que tengo a mis hermanos…” Sal 122(121), desea
la שָׁל֣וֹם “paz”, pide ט֣וֹב “bienes” para los demás.
Como notamos, en la
palabra יְרוּשָׁלִָ֑ם Jerusalén está contenida la raíz שָׁל֣וֹם [Shalom], y
tendría que ser si admitimos su Reinado, que el lugar del Templo fuera también
el lugar donde domine la Paz de Dios: ¿Lo reconocemos como nuestro Rey? O, ¿nos
sublevamos?
Trono: Sede
del Rey
El Evangelio del Domingo de Jesucristo Rey del Universo nos
habla del Trono Real. Uno dice Trono Real e inmediatamente piensa en una gran
silla, cómoda, muelle, tapizada en terciopelo, abullonada, adornada con toda
clase de galas, es la silla del gobernante (Pastor y Jefe). Quizás eso sólo
muestra la idea errónea que nos hemos hecho del “gobernante”. Quizás, esa silla
no sea para nada cómoda, nada muelle; quizás –en cambio- para el gobernante
honesto, el que viene a pastorear, a liderar a su pueblo hacia pastos
abundantes, sea la silla más incómoda: ¡pues ese es el Trono Real de Jesús, la Cruz
de su entrega total!
Se le reta a probar, se le desafía para que demuestre su
poder:
a) Que se salve a sí mismo
b) Que se salve a sí mismo
y arrastre a otros a la salvación.
Esa es nuestra visión de “poder”, necesaria la advertencia
que San Lucas nos entregó en el capítulo 17 de su Evangelio “El reino de Dios no vendrá con señales
externas que se puedan observar. No dirán: "¡Mirad, aquí está!" o
"¡Allí está!" (Lc 17, 20b-21a), Había dicho Jesús. Luego no podemos
jugar con nuestras reglas sino acomodarnos a la definición de Dios y, no
podemos juzgar desde nuestros juicios limitados, sino tratar de entender. Pero
la Escritura lo afirma, en las tres lenguas oficiales de aquel momento
histórico, Él es el Rey.
Si tratamos de verlo desde nuestros parámetros, no veremos
nada. Se requiere una actitud especial, un don particular, no cualquiera puede
distinguir el Reino, no todos reconocen al Rey, esta es una Cristofanía, una
revelación de Dios. Parecería que en todo el contexto de la perícopa para este
Domingo 34º del tiempo ordinario, del ciclo C, sólo un malhechor, otro
supliciado es capaz de ver en Aquel Cuajaron de Sangre, en ese cuerpo
destrozado por el látigo y por un sinfín de vejaciones y atropellos, al Rey, al
Dueño del Reino.
Cómo es el Reino. ¿Qué os place?, ¿un brochure turístico?,
¿un plegable con fotos a todo color? Simplemente una palabra de la perícopa lo
define: El Paraíso.
Pero Él no está allí lacerado para obrar a su favor, para
hacer alarde de destrezas mágicas. ¡No! ¡Jesús no es un mago de circo! No está
allí para eso. Entonces, ¿para qué está en la cruz? ¿Por qué no nos muestra su
infinito poder?...
Respuesta
a los Hermanos de Colosas
San Pablo nos contesta en su carta a los Colosenses.
a) Nos ha liberado
b) Reconcilia
c) Nos da la Paz
La epístola a los Colosenses gira en torno al tema de la
primogenitura. ¿Pero, en qué consiste este concepto desde la mentalidad judía?
a) A falta del Padre o en
su ausencia, detentará la autoridad de su Padre.
b) Su herencia será
doblemente mayor
c) El primogénito sucederá
al Rey en el Trono.
No tenemos nada que envidiar. Somos hijos de Dios también
porque el Primogénito no hizo nada para sí mismo, no quería sacar partido
propio de sus ventajas. Su dedicación, su aplicación, se concentra en los que
necesitan, y no entra en el juego de hacerse monito de circo, miquito de bazar.
En conclusión, Jesús hizo lo que hizo no para lucro o
usufructo propio, sino para servir a su “prójimo”. No buscaba nada, sino que te
quería a Ti (y a mí), te amaba a Ti, fue a Ti a quien vino a buscar y a salvar.
¿Y la sangre? Se derramo para convertirse en el Rey de la
Paz. Harto de sacrificios de animales, de toros y machos cabríos, ovejas y
palomas; ahora, no quiere más sacrificios cruentos. Que la de Él hubiera sido
la última sangre que se hubiera derramado. Su desangramiento es un ¡Alto! A
toda violencia sucesiva, a todo derramamiento de sangre. Quiere la paz de los
verdaderos hermanos.
Él es el Primogénito en doble dimensión, como nos lo comenta
San Pablo con lucidez prístina: Cristo es el primogénito de la creación”, eso
está bien, pero aún hay más: Él es el Principio, el primogénito de entre los
muertos…para que sea el primero en todo.”
Y eso está resumido en una frase contundente: Dios quiso,
(fue el propio Dios quien lo quiso) que en Cristo habitará toda plenitud πλήρωμα (pleroma). O sea, que
Él es el Todo y hacía Él todo tiende, porque todo aspira a la perfección y a
plenificarse en Cristo.
Por eso es urgente
acogerse a su Reinado. Buscar su trono, si fuese necesario aceptar todo lo
incómodo y doloroso que es el trono de la cruz. Evitar todo dolor, mientras se
pueda, toda violencia, hasta donde sea posible. Empezar a construir; y, aquí
más que nunca vale la frase de San Agustín "Reza como si todo dependiera
de Dios, trabaja como si todo dependiera de ti". Y –todavía hay más-
repetir otra vez lo ya dicho: nada por egoísmo, nada por propio interés, que el
único interés sea servir y lo único que busquemos sea convertirnos en reflejo
del Rey, así lo que alcancemos sea solamente un pálido reflejo.
[1] En el texto bíblico leemos בֵּ֣ית אֱלֹהִ֔ים o sea Bet Elohim.
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