Jos 24, 1-2. 15-17. 18; Sal 33, 2-3. 16-17. 18-19.
20-21; Ef 5, 21-32; Jn. 6, 60-69.
Los textos sagrados
contienen un aspecto de la verdad de Cristo, un rasgo de su personalidad o un
acontecimiento de su vida que aparecen y deben ser comprendidos y entendidos
para poder llevarnos a la plenitud de aquella verdad que durante la
transustanciación se hace presente, no en la palabra sino en el ser.
Romano Guardini
… si nosotros somos
trasparencia de Dios, somos la palabra de Dios caminando en dos pies… ¿Qué es
un cristiano? Un sacramento de Jesucristo, o sea un Jesucristo que en pleno
siglo XXI camina en dos pies por las calles.
Gustavo Baena, s.j.
La
Eucaristía -dice en el numeral 1324 del Catecismo de la Iglesia Católica- es
fuente y cima de toda la vida cristiana; y, en el numeral 10 de la Sacrosantum
Concilium dice, que la Liturgia es la cumbre a la cual tiende la actividad de
la Iglesia y al mismo tiempo la fuente de donde mana toda su fuerza. Hay, en la
Liturgia Eucarística dos momentos vitales que quisiéramos destacar para que en
lo sucesivo les diéramos realce en nuestro corazón y dejemos que penetren en
nosotros meditando en ellos a medida que nos adentramos en la celebración; que
cómo -quizá lo hayan notado- lo hemos venido haciendo de un tiempo para acá: se
trata de la Antífona de Entrada y de la oración colecta. Vemos que en ellas se
nos dan luces claras para una mejor y mayor comprensión de la liturgia de la
Palabra y de la Eucaristía entera.
La
Antífona de Entrada, por lo general, hace referencia a algún Salmo, por
ejemplo, para este Domingo XXI (B), se trata (de manera cifrada) del Salmo 85,
en los versos del 1 al 3: allí se dice: “Inclina a mi tu oído, y escúchame:
Salva, Señor a tu siervo, que confía en ti. Ten piedad de mí, Señor, que a ti
te estoy llamando todo el día”. Quisiéramos presentarles ahora el texto del
Salmo sin cifrar, para que confirmemos que la Antífona no se desvía ni un ápice
del texto original:
Inclina tu oído, Señor, respóndeme,
Que soy un pobre desamparado.
Guarda mi vida, que soy un fiel tuyo,
Salva a este tu siervo, que confía en Ti,
Dios mío.
Como
descubren, se trata simplemente de una apropiación del Salmo para convertirla
en una plegaria de los fieles que acudimos a la Celebración. “¿A quién iremos?”
Pero uno tiene que ir por alguna razón, y aquí aprendemos que acudimos a Él
porque en Él reconocemos a un Dios que salva al quién confía en Él.
La
Oración Colecta es otro momento muy especial donde el Sacerdote recoge todo lo
que trae los fieles y hace con ello un ramillete que pone en el Altar como
súplica que hace sinopsis. Escuchémosla con profunda atención e identifiquémonos
con ella detectando como nuestro corazón es una de las flores del manojo: “Oh
Dios que unes los corazones de tus fieles en un m ismo deseo, concede a tu
pueblo amar lo que mandas y desear lo que promete, para que en medio de las
inconstancias del mundo permanezcan firmes nuestros corazones en las verdaderas
alegrías”. Evidentemente esto lo pedimos -no podía ser de otra manera: “Por nuestro
Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina por los siglos de los siglos. Amén.
Aquí,
nos parece de vital importancia que reconocemos que Dios es el único que puede
unificar y hacer converger nuestros múltiples anhelos, nuestros caprichosos y
muy cambiantes corazones, para que sepamos desear lo que nos hará
verdaderamente felices en la verdadera dicha, que es la dicha Celestial: y eso
es, aprender a querer lo que Dios quiere.
Esta
vez, serán las palabras de San Pedro las que nos conduzcan a un salto
monumental. Es un salto de la tierra al
Cielo. Antes, la gente andaba buscando a Jesús por más pan. Pedro, lleva la
vocería de muchos corazones que han alcanzado a vislumbrar cuál es el verdadero
nutriente que se ha de perseguir: las Enseñanzas del Divino Maestro. Pedro no
le dice ¿a quién iremos?, sólo tú multiplicas los panes y nos sacias el hambre
material; no, él nos indica que el alimento que da Jesús y que sólo Él puede
darnos, es el alimento espiritual, su Palabra. Este Domingo, XXI Ordinario del
ciclo B, hemos alcanzado el “desenlace” del capítulo sexto de San Juan: Jesús
es el Pan de Vida eterna, pero ese Pan es el Pan de la Palabra. Porque las
palabras de Jesús son “Palabras de Vida Eterna”. En una guía Catequética para
la Preparación el sacramente de la Confirmación leemos: «el Cuerpo de Cristo y
su Sangre es realmente la palabra de la Escritura, es la enseñanza de Dios.»[1] Nosotros sentimos que, si
bien el Alimento Espiritual es la Eucaristía, es la Palabra proclamada la que
lleva ese nutriente y lo hace vital, hasta el último rincón del ser. La Palabra
hace dinámico en el ser la Comunión, la hace nutritiva. De otra manera, la
Comunión queda -por decirlo de alguna manera- pasiva.
No
es fácil digerir esta aclaración. Hay que pasar de la imagen del Mesías como
gobernante poderoso, como rey conquistador y avasallador de otros pueblos; pero
además, también hay que superar la comprensión del Mesías como un solucionador
de los problemas económicos y de las dificultades materiales. Esa es una
verdadera roca de tropiezo, (que es el significado de la palabra “escandalo”).
Para esos “seguidores” ¡todo el castillo de naipes se viene abajo!
Con
no poca frecuencia se ha difundido una perspectiva religiosa que nos muestra a
Dios como un solucionador de nuestros problemas, algo así como si Dios fuera
unas muletas o una silla de ruedas para ir por la vida arrastrando nuestra
invalides espiritual. Esa era, precisamente la mirada de los que siguieron a
Jesús porque había dado de comer a toda una muchedumbre. Vimos como Jesús
evadió ese paradigma apartándose de esa gente para que tuvieran que hacer
prevalecer otro enfoque: Jesús los libera, los hace libres de la relación con
un Dios milagrero, apartándose a la montaña. (Cfr. Jn 6, 15)
En
la siguiente etapa de este capítulo nos fue “catequizando” para que
comprendiéramos que la fe verdadera es el esfuerzo por el rescate de nuestra
imagen de Dios, desdibujada por el pecado. No se trata -como algunos piensan-
de ir a Tierra Santa y poner el pie donde Jesús los puso; sino de vivir
Jesús-mente, porque somos hijos, hemos de actuar con la dignidad de hijos, no
imitando a Jesús, porque cada hijo tiene su propia identidad, y ningún hijo es
igual a otro; sino dejando que esa “imagen y semejanza” salga a flote, se nos
vea. Digamos mejor que, hemos de “alimentarnos” de su Cuerpo y de su Sangre
para que su “genética” re-active en nosotros todo cuanto tenemos de sus Divinos
cromosomas en nosotros. Llevamos un tesoro en vasijas de barro, pero –dentro de
nosotros- está ese tesoro, ¡que la vasija se rompa para dejar ver la riqueza de
la que es portadora!
¿Cómo
identificar todos esos rasgos divinos que están en nuestro ser, heredados de
Papá-Dios y ocultos por la mancha del pecado? Lo primero, sumergiendo nuestra impureza
en su Sangre purificadora. Pero, además, y no menos importante, empapándonos
hasta saturarnos de sus Enseñanzas. Ahí cobra toda su importancia y
trascendencia la Palabra de Dios. Toda la Palabra, toda la Sagrada Escritura,
enriquece nuestra vida; no estamos hablando de la Biblia bonita de gran tamaño,
que adorna la sala en repujado atril. Estamos hablando de hacer de la Palabra
“carne y sangre” nuestra, allí entran todos los rasgos, las peticiones
confiadas que el Padre nos dirige, lo que –esperando nuestra obediencia, o sea,
nuestra atenta escucha y acatamiento- Él nos propone.
Observemos
que aquí se trenzan los dos luminosos haces de la liturgia: la mesa del Pan con
la mesa de la Palabra. Vamos a aproximarnos con un enfoque ingenuo pero
clarificador: ¿Uno alcanza a misa si alcanza a la consagración, o si alcanza a
la comunión? Tomemos como referencia la parábola de la Fiesta: Si a uno lo
invitan a una fiesta, ¿llega al final?, solo para pasar a manteles porque no
nos interesa charlar con el homenajeado y compartir con él, no nos interesa ni
lo que piensa , ni lo que dice,… mejor dicho, no nos interesa, ni siquiera,
saber que le celebran, el cumpleaños, un éxito, su promoción laboral…¿?, vamos
porque podemos sacar partido de la comida que van a servir, o por hacer acto de
presencia y dejar constancia que si estuvimos, quizás apareciendo en una de las
fotografías que, en el momento del ponqué, tomen.
«…
la eucaristía… se realiza en una conjunción de acto y palabra… La palabra en la
misa es, ante todo, de naturaleza reveladora. A través de ella Dios dice al
hombre quién es Él y qué es el mundo que tiene ante sus ojos, manifiesta su
voluntad y hace su promesa.… La palabra de Dios es un gran misterio. En ella
habla Él mismo, pero con la lengua de los hombres… (A) esta palabra. No le
haríamos justicia si simplemente atendiéramos a su contenido expresable
conceptualmente… la palabra es algo más: contenido y forma, sentido y amor,
espíritu y corazón, un todo entero y oscilante; no es una comunicación simple
que uno piensa y entiende, sino un ser que proviene de ella y con el cual uno
se encuentra…. Donde quiera que encontremos esta Palabra, allí reina el poder
creador de Dios. Escuchar su palabra quiere decir entrar en el espacio de la
posibilidad sagrada donde aparecerán el nuevo hombre, el nuevo cielo y la nueva
tierra.»[2] Entonces no basta llegar a
la comunión, no basta llegar a la elevación; lo deseable, lo hermoso es llegar
antes, alcanzar a escuchar con toda el alma la proclamación de la Palabra y
saborear lo que nuestro Amigo nos dice, oír con oídos enamorados lo que Él dice
de “viva voz”, “que los humildes lo escuchen y se alegren”, procurando asirlo
con la materialidad y concreción de una semilla entre nuestras manos para
plantarla, con nuestras mejores habilidades de jardinería, en el huerto de
nuestro corazón. No son semillas de trigo para –más tarde- amasar pan; son el
Pan de la Palabra. Palabras que son espíritu y Vida.
[1] Gutiérrez
M. María Oliva y Valero C., Yolanda. CONSAGRADOS PARA SER TESTIGOS. PREPARACIÓN
PARA CELEBRAR LA CONFIRMACIÓN. Itinerario 5. Instituto Catequístico -Diócesis
de Zipaquirá. Guía del Catequista p. 46
[2]
Guardini, Romano.
PREPAREMOS LA EUCARISTÍA. Ed. San Pablo Bogotá-Colombia 1ª ed. 2009. pp.
No hay comentarios:
Publicar un comentario