Ez 37,12-14; Sal
129,1-2. 3-4ab. 4c-6. 7-8; Rm 8,8-11; Jn 11,1-45
En
un mundo “sin Dios”, el mal ya no tiene sentido, se convierte en “fatalidad”
implacable contra la cual una sola actitud es posible: la rebelión. Pero seamos
claros, esta rebelión es radicalmente estéril, ya que el “mal” de la muerte lo
superará. La ola de incredulidad del mundo occidental corresponde al “malestar
existencial”, a una profunda desesperación, a un frenesí de gozo inmediato (¿no
es esto también un embrutecimiento estéril?) el condenado a muerte se divierte”
como puede, para no pensar en el fatal desenlace.
Noël Quesson
Hay, en la perícopa del Evangelio Joánico,
una palabra que me parece clave: En el verso Jn 11, 44 aparece Λύσατε,
que viene del verbo
λύω, significa “desátenlo”,
“libérenlo”, “quítenle las ataduras”, “des-alienen-lo”. El muerto, al ser amortajado,
queda como atado, amarrado, impedido de moverse, de avanzar. Pueden llevarlo y
ponerlo donde se les ocurra, donde a cualquiera otro se le antoje. Esta
situación -que estamos viviendo- tiene alguna similitud, el Covid-19, nos ha
limitado, nos ha puesto junto a Lázaro. Estamos aguardando que el Señor venga y
nos llame con su Voz Potente, que es el “llamado” que nos saca. ¡Todo esto
sucedió para que creamos que a Jesús lo ha enviado el Padre!
¿Qué significa Jesús? Significa “Dios
Salva”, “YHWS es salvación”. Y, de ello podríamos derivar la caleidoscópia de
sus implicaciones. Pero, una y otra vez resurge la pregunta: ¿De qué nos salva
Dios? O, ¿Cómo salva Dios? Y el Evangelio de Juan, en el capítulo 11, que es el
que se proclama en este V Domingo de Cuaresma, es una página bíblica que se
aboca a contestar ese interrogante que se había vuelto neurálgico en el momento
histórico que le correspondió vivir y en el que se movió la existencia de la
comunidad joánica donde se redactó. Esta comunidad se vio enfrentada a la
persecución y a una de sus consecuencias, tener que entregar la vida en
martirio. También se vieron expulsados de la Sinagoga, y desplazados de las
comunidades judías, predominantemente fariseas del momento. Fue el momento en
el que tuvieron que segregarse del judaísmo.
Este texto plantea, pues, un
interrogante de no poca monta para esas comunidades y esencial para nuestras comunidades de hoy: ¿Nos
salva de la muerte? Pero, si de todos modos vamos a morir, entonces ¿de qué es
que nos salva? Para nosotros, hoy, se plantea urgente poder responder al asunto
de la mal llamada “resurrección de Lázaro” ya que Lázaro, simplemente aplazó su
muerte, pero, de todas maneras, más adelante murió. Es decir, se pone a la
orden del día el interrogante sobre la “vida perdurable”, esa que enunciamos a
veces diciendo “no morirá para siempre”. A un paso de celebrar la Semana Santa,
entonces, encaramos además la pregunta sobre la –esa sí verdadera- Resurrección
de Jesús, que se levantó de la tumba para nunca más morir. Habría entonces, por
lo menos dos clases de resurrección, que –como truco gráfico- podríamos
distinguir, poniendo la una con “r” minúscula, mientras la otra, la escribiremos
con mayúscula, para distinguir la que sólo es aplazamiento de la otra, de la
que es paso a la “Vida Eterna”.
Pero más allá del asunto de su
distinción, al escribirlas, está lo verdaderamente interesante: ¿Qué es qué?
Anticipemos la existencia de una muerte
irreversible, que sería la que acarrea el pecado, ese grave pecado que nos
cierra las puertas a la vida perdurable
y que por eso merece el calificativo de “pecado mortal”.
Ganamos un punto de comprensión si a
la Resurrección a la Vida Eterna le planteamos dos condicionantes:
·
Haber
aceptado en Jesús –nuestro Dios y Salvador- la posibilidad de una Vida más allá
de la “muerte física” (por llamarla de alguna manera), y
·
Morir
(la muerte física) en Estado de Gracia, es decir, libres de las consecuencias
del Pecado Mortal.
Habría, por otra parte, una muerte
rotunda, sin la esperanza de ningún “Después”, la muerte de quien haya vivido
sin alcanzar y disfrutar de la Victoria de Jesús sobre la muerte, Victoria que
consiste no en librarse de la muerte que hemos llamado física, sino en poderla trascender para alcanzar el Don de la
Vida Perdurable; que dicho sea de paso, es la vida en plenitud, que consistiría
en la intensificación de todo lo que reboza” vida, de todo lo que destella
plenitud, de toda perfección imaginable, vida indefectible.
Un signo es, por definición, –no lo
olvidemos- algo que, nos habla de otra cosa. Recordemos aquí, muy venido al
caso, que en San Juan no se llaman “milagros”, los portentos hechos por Jesús,
sino “signos”. Es así como tenemos que abordar esta página bíblica,
conscientes de que no nos habla de la Resurrección, sino de la resurrección,
pero nos la indica, constituyéndose en un signo de aquella, apuntando a la vez
que preludiando la que sucederá en Jerusalén, esta antesala, ocurre a contada
distancia de la siguiente, en בית עניא
Betania (casa de frutos), y los frutos que allí se cosechan son los
muchos que creyeron en Él.
¿Cómo es que una “resurrección” se
constituye en “signo” de la Resurrección? Pues, cuando ya habían pasado los
días en que toda “marcha atrás era posible”; ya olía, ya la descomposición
había empezado, la muerte había sembrado las señales inconfundibles de su
victoria, ya era imposible que estuviera vivo, y sólo el poder de Dios,
actuando por medio del Quien se llama “Dios salva”, podía Vencer.
Es por eso que Jesús se demora, Él, en
su infinita bondad, sabiendo que este “signo” nos era necesario, deja que
trascurra el plazo necesario, para que luego, cuando Él lo traiga del mundo
irreversible, a todos nos sea visible su Victoria, ¡la Gloria de Dios! Es por
eso que Jesús se demora, no es un capricho, teníamos que ver que no era que
estaba “dormido”, no era que estuviera “cataléptico”. Era que estaba muerto,
pero muerto-muerto y “bien muerto”; y, pese a eso, hasta los muertos le
obedecen.
La demora de Jesús, que María le
reprocha, era necesaria para ti y para mí, para que pudiéramos creer, no en la
resurrección, porque esa la hemos visto varias veces, aún en ciertas
situaciones clínicas, donde se logra con maniobras de resucitación; sino en la
que no podemos ver y sólo podremos testimoniar cuando la estemos disfrutando.
«Los minutos son largos, la noche se
hace interminable. Pero el centinela “sabe” que la aurora vendrá ciertamente.
¡Con qué impaciencia, el vigilante, acecha los primeros rayos, los primeros
signos de la aurora! Ahora bien, lo que espera el creyente, es Dios. “Mi alma
espera al Señor más que el centinela a la aurora”. Jamás se dio una mejor
definición de la esperanza.»[1]
Todavía tenemos otro detalle que, a
nuestro parecer, no se puede quedar en el tintero: Se trata del verso 44, donde
leemos –refiriéndose a Lázaro- que: “El muerto salió, atado de pies y con las
manos vendadas, y su rostro envuelto en un sudario.” Ante lo cual, recogemos el
siguiente comentario: «La vida nueva depende de la acción solidaria y amorosa
de la comunidad. “Y Jesús gritó en alta voz: ¡Lázaro, ven afuera!” (11, 43).
¡Atención! La comunidad es la que ayuda a resucitar a Lázaro, desatándole las
manos y los pies. La comunidad es la que les devuelve la vida a sus propios
miembros, la que ayuda a liberarse del miedo de la muerte, del miedo que
paraliza. En el grito de Jesús y de la comunidad está el amor por la vida.
Todos y todas están llamados a salir del sepulcro, a asumir el compromiso con
la justicia y, si fuere necesario, entregar la vida libremente: “Si el grano de
trigo que cae en la tierra no muere, queda infecundo; pero si muere, producirá
mucho fruto” (1, 2; cf. 10,18)»[2]
…la
acción liberadora de Jesús. Pero su acción liberadora quiere comprometer a
todos los que lo siguen… La acción liberadora de Jesús implica nuestra práctica
de liberación: desatar a las personas de todos los lazos que las sujetan a una
situación de muerte. Al obrar así estaremos continuando lo que Jesús hizo, con
el fin de que todos tengan vida en abundancia.[3]
Nosotros estamos llamados a correr a
desatar, a tener frente al momento, una actitud liberadora. La seguridad de la
victoria de Dios. No podemos quedarnos apabullados, ni arrinconados y
temblorosos. Tenemos que com-padecernos como Jesús, llorar con los que lloran,
orar por los que “han dado el paso”, reír con los que ríen, con los que logran
superar la enfermedad; lanzarnos a la acción solidaria, consoladora, fraternal,
esperanzada. Es hora de movilizar todos nuestros recursos espirituales, acatar
la cuarentena en cuanto y en tanto, aminora notablemente la movilidad del virus,
asumir todas las medidas asépticas que permitan reducir la expansión del
contagio; es la hora de recordar que el autocuidado redunda en el cuidado de
nuestro prójimo. Mientras, confiados en que más pronto que tarde, resonará la
Voz que nos resucitará de este trance.
Inevitablemente habrá los que luego –una
vez superada la crisis- corran donde los
fariseos, una vez más, a fraguar y complotar para matar al que da la Vida (Jn
11, 46-53). Porque los esbirros de la muerte no descansan intentando maniatar a
“YHWH-el que-desata”, al Liberador. Pero su Luz Resucitada, no detiene su
Avance, su Resplandor. ¡Preparemos para mirar Al-que-Traspasaron!
[1]
Noël Quesson. 50 SALMOS
PARA TODOS LOS DÍAS. GUÍAS PARA LA ORACIÓN Y LA MEDITACIÓN COTIDIANAS. Ed. San
Pablo. Santafé de Bogotá-Colombia 1996 p. 215 Meditando el Salmo 129
[2]
Centro Bíblico Verbo.
LA NUEVA VIDA NACE DE LA COMUNIDAD. EL EVANGELIO DE JUAN. Ed. San Pablo. Bogotá
Colombia 2010. p. 82
[3] José Bortolini. CÓMO LEER EL EVANGELIO DE JUAN. EL CAMINO DE VIDA. Ed.
San Pablo. Bogotá-Colombia 2002. p. 123