Is
60, 1-6; Sal 72(71), 1-2. 7-8. 10-11. 12-13 (R.: cf. 11); Ef 3, 2-3a. 5-6; Mt 2, 1-12
Señor, soy un hombre que viene desde lejos,
que recorrió caminos soleados,
rutas difíciles, golpeadas por la tempestad.
Soy, Señor, un hombre inquieto,
Insatisfecho de lo que soy y de lo que tengo,
siempre en busca de algo
capaz de dar sentido a mi vida y a mi
esperanza.
Averardo Dini
Dios
ha escogido encarnarse en un momento histórico preciso y en un lugar geográfico
determinado. Siguiendo una tradición propia de su fe, el pueblo de Israel se
creyó dueño de su monopolio, de su exclusividad. El don del Mesías –pensaban
ellos- era propiedad de su gente, de su raza, de los que profesaban su credo. Sin
embargo, Jesús, el Mesías anunciado, ya en la Sagrada Escritura se mostraba
como una promesa para todos los pueblos; su reinado no habría de tener límites,
“…de mar a mar se extenderá su reino y (desde el Rio Éufrates hasta) [de
un extremo] al otro de la tierra.” Sal 72(71), 8.
Es
muy importante en este contexto (recordemos que texto alude a “tejido”) el
argumento de San Pablo en su carta a los Efesios, de donde proviene la perícopa
de la Segunda Lectura en la liturgia de “la Epifanía” del Señor: “…por el
Evangelio, también los paganos son συνκληρονόμα coherederos de la misma herencia, σύσσωμα miembros del mismo cuerpo y συμμέτοχα participes de la misma promesa en
Jesucristo. Este argumento desarraiga el concepto de monopolio racial o
teologal de la manifestación-revelación de Dios, no es patrimonio judío, es
herencia universal y todos nosotros sus coherederos.
Podemos
entender mejor esta catolicidad de la Epifanía tomando en consideración cuatro
numerales del Catecismo de la Iglesia Católica:
31 Creado a imagen de Dios, llamado a
conocer y amar a Dios, el hombre que busca a Dios descubre ciertas
"vías" para acceder al conocimiento de Dios. Se las llama también
"pruebas de la existencia de Dios", no en el sentido de las pruebas
propias de las ciencias naturales, sino en el sentido de "argumentos
convergentes y convincentes" que permiten llegar a verdaderas certezas.
Estas
"vías" para acercarse a Dios tienen como punto de partida la
creación: el mundo material y la persona humana.
32 El mundo:
A partir del movimiento y del devenir, de la contingencia, del orden y de la
belleza del mundo se puede conocer a Dios como origen y fin del universo.
San
Pablo afirma refiriéndose a los paganos: "Lo que de Dios se puede conocer,
está en ellos manifiesto: Dios se lo manifestó. Porque lo invisible de Dios,
desde la creación del mundo se deja ver a la inteligencia a través de sus
obras: su poder eterno y su divinidad" (Rm 1,19-20; cf. Hch 14,15.17; 17,27-28; Sb 13,1-9).
Y
San Agustín: "Interroga a la belleza de la tierra, interroga a la belleza
del mar, interroga a la belleza del aire que se dilata y se difunde, interroga
a la belleza del cielo [...] interroga a todas estas realidades. Todas te
responde: Ve, nosotras somos bellas. Su belleza es su proclamación (confessio).
Estas bellezas sujetas a cambio, ¿quién las ha hecho sino la Suma Belleza (Pulcher),
no sujeta a cambio?" (Sermo 241,
2: PL 38, 1134).
37 Sin embargo, en las condiciones
históricas en que se encuentra, el hombre experimenta muchas dificultades para
conocer a Dios con la sola luz de su razón:
«A
pesar de que la razón humana, sencillamente hablando, pueda verdaderamente por
sus fuerzas y su luz naturales, llegar a un conocimiento verdadero y cierto de
un Dios personal, que protege y gobierna el mundo por su providencia, así como
de una ley natural puesta por el Creador en nuestras almas, sin embargo hay
muchos obstáculos que impiden a esta misma razón usar eficazmente y con fruto
su poder natural; porque las verdades que se refieren a Dios y a los hombres
sobrepasan absolutamente el orden de las cosas sensibles, y cuando deben
traducirse en actos y proyectarse en la vida exigen que el hombre se entregue y
renuncie a sí mismo. El espíritu humano, para adquirir semejantes verdades, padece
dificultad por parte de los sentidos y de la imaginación, así como de los malos
deseos nacidos del pecado original. De ahí procede que en semejantes materias
los hombres se persuadan de que son falsas, o al menos dudosas, las cosas que
no quisieran que fuesen verdaderas (Pío XII, enc.Humani generis: DS 3875).
38 Por esto el hombre necesita ser
iluminado por la revelación de Dios, no solamente acerca de lo que supera su
entendimiento, sino también sobre "las verdades religiosas y morales que
de suyo no son inaccesibles a la razón, a fin de que puedan ser, en el estado
actual del género humano, conocidas de todos sin dificultad, con una certeza
firme y sin mezcla de error" (ibid., DS 3876; cf. Concilio Vaticano
I: DS 3005; DV 6; santo Tomás de Aquino, S.Th. 1, q. 1 a. 1, c.).
Podemos
resumir diciendo que Dios se nos revela y se manifiesta a través de la
creación, sin embargo, nuestra visión se haya como “entorpecida”, como
“incapacitada” por el pecado; en su Misericordia Él ha establecido otros “canales”
para que nos podemos acercar, para que lo podemos conocer, porque Él no quiere
esconderse, no quiere burlarse de nosotros ocultándose; por el contrario, Él
“primerea” como dice el Papa Francisco con su neologismo, Él se da a conocer,
se ofrece, nos sale al encuentro. Ese hacerse el encontradizo es una “epifanía”
permanente.
Jesús es la mayor revelación que Dios ha hecho a
la humanidad, y Jesús vino al mundo y vagó por las aldeas y ciudades, por los
campos y por las calles, de Él podemos decir –al leer los evangelios- que se
hacía el encontradizo, que le salía al paso a las personas. Se encontró con la
Samaritana y charló con ella en el brocal del pozo, se “encontró” con Mateo y
lo llamó, se encontró con Andrés y con Pedro, también con Felipe, al día
siguiente. Se hizo el encontradizo con Zaqueo, que esperaba verlo pasar subido
en un árbol. Se hizo el encontradizo con los leprosos, con la mujer que
sufría de hemorragias, con los paralíticos y con los ciegos, que lo llaman a
gritos: Υἱὲ Δαυεὶδ Ἰησοῦ, ἐλέησόν με. “Jesús,
hijo de David, ten compasión de mí” Mc 10, 47; y, así podríamos continuar,
porque Él se deja encontrar, como lo hemos dicho antes, Él no se esconde, no da
la espalda, Él nos ha sido entregado.
El Sacramento central, el eje de nuestra vida, es
la mismísima Eucaristía, en Ella Él se nos entrega; entrega inerme, entrega
total, para que lo devoremos. Cuando –algunas personas lo reciben en la mano-
al tenerlo en el cuenco de nuestra mano, lo descubrimos totalmente Inerme
Indefenso, Dominado, Víctima. Tratemos de recordarlo cuando ha estado así en
“nuestras manos”, el Sacerdote nos lo entrega, y en la entrega se encierra ese
momento de absoluta docilidad, un “haz conmigo lo que tú quieras”, un “”trátame
como tu voluntad decida”. Decíamos que, el “sacerdote nos lo entrega”, así como
el Padre Celestial nos lo ha dado, por eso, llamamos al Sacerdote, “Padre”,
porque también él nos lo entrega, como “acto paternal análogo”. Nuestro Belén
sacramental porque Belén es “Casa de Pan”.
Vayamos a la perícopa del Evangelio que leemos en
esta fecha:
Está, en primer término, Jesús, que nos ha sido
dado; luego Herodes, unos μάγοι ἀπὸ ἀνατολῶν “magos
de oriente”, los sumos sacerdotes, los escribas, y María. Jesús y María están
allí juntos, entregados, juntos inermes, juntos ofrecidos. María, como siempre,
al cuidado de su Hijo.
Herodes por su parte, el que se siente amenazado,
el que hipócritamente dice querer saber dónde está el Mesías para κἀγὼ
ἐλθὼν προσκυνήσω αὐτῷ ir a “adorarlo”, este es Herodes el ἐταράχθη
“sobresaltado” que se sobresaltó junto con todo Jerusalén. Si el Recién Nacido
es Rey de los Judíos entonces representa para él una amenaza, una
“competencia”: «En el año 7 a.C., Herodes había hecho ajusticiar a sus hijos
Alejandro y Aristóbulo porque presentía que eran una amenaza para su poder. En
el año 4 a. C. había eliminado por la misma razón también al hijo Antípater
(cf. Stuhlmacher, p. 85)»[1]
Por su parte los Sacerdotes y los escribas al ser
consultados dan perfectamente las señas de la cuna del Mesías, pero –parece
increíble- «Estos tiene la respuesta exacta. Mueven los ojos sobre las Escrituras,
pero estas no mueven sus pies hacia el Señor.»[2] El
paralelismo en nuestras vidas es –como mínimo- alarmante. ¿Cuántos de nosotros
conocemos las Escrituras, sabemos las respuestas exactas, pero no se nos mueven
los pies, ni las manos, ni el corazón?... nos hallamos ante esta dualidad entre
vida y conocimiento; el conocimiento ha sido esterilizado, se la ha amputado
cualquier “fertilidad”, la mente maneja datos, pero los datos no generan vida,
son información muerta; o, muchas veces, aún peor, generan quietismo, son
freno, generan alienación, letargo, indiferencia.
Están, por otra parte, los Magos de Oriente, «No
pertenecían al pueblo de Israel y por tanto no estaban entre el pueblo elegido
y privilegiado del que tanto se valían los fariseos para discriminar a los que
no eran de su raza. ¡Pero eran buscadores! Ni toda la ciencia, ni todo el
conocimiento que habían acumulado en sus vidas, les habían servido para darle
esperanza y propósito a sus vidas; ahora estaban frente a un misterio: un rey
hecho niño. Estos sabios representan a los inquietos de hoy, a los que buscan,
a los que se dejan sorprender por lo pequeño y sencillo, a los que aún tienen
capacidad de asombro ante los milagros que suceden todos los días frente a
nuestros ojos…»[3]
Estos sabios son una modelo, un tipo para
nosotros. Nos hacen una propuesta, tienen para nosotros una oferta. Ellos
buscan en las estrellas, en la naturaleza en la creación; pero también buscan
en las Escrituras: han visto surgir su estrella (en la naturaleza, señal cósmica)
pero saben que es el rey de los judíos (lo cual han sabido por las Escrituras).
Por eso ellos describen al “buscador”. Sin embargo, ellos no se limitan a
buscar verdades “científicas”, buscan las “verdades” más trascendentes, están
buscando al Mesías, al Anunciado, al Vaticinado, al Esperado. Y, a diferencia
de los sacerdotes y los escribas, ellos se ponen en camino, se desinstalan, se
desacomodan, se toman molestias, viajan grandes distancias en un momento
histórico en el que viajar requería “fastidiarse”, “correr riesgos”. Aquí vienen
a cuentas y se acomodan perfectamente unas palabras del Papa Francisco en la Evangelii
Gaudium: #20. “En la Palabra de
Dios aparece permanentemente este dinamismo de «salida» que Dios quiere
provocar en los creyentes. Abraham aceptó el llamado a salir hacia una tierra
nueva (cf. Gn 12,1-3). Moisés escuchó el llamado de Dios: «Ve, yo te
envío» (Ex 3,10), e hizo salir al pueblo hacia la tierra de la promesa
(cf. Ex 3,17). A Jeremías le dijo: «Adondequiera que yo te envíe irás» (Jr
1,7). Hoy, en este «id» de Jesús, están presentes los escenarios y los
desafíos siempre nuevos de la misión evangelizadora de la Iglesia, y todos
somos llamados a esta nueva «salida» misionera…”
Más adelante, en el numeral 23, nos dirá que: “La intimidad de la
Iglesia con Jesús es una intimidad itinerante, y la comunión «esencialmente se
configura como comunión misionera». Fiel al modelo del Maestro, es vital que
hoy la Iglesia salga a anunciar el Evangelio a todos, en todos los lugares, en
todas las ocasiones, sin demoras, sin asco y sin miedo. La alegría del
Evangelio es para todo el pueblo, no puede excluir a nadie. Así se lo anuncia
el ángel a los pastores de Belén: «No temáis, porque os traigo una Buena
Noticia, una gran alegría para todo el pueblo» (Lc 2,10). El
Apocalipsis se refiere a «una Buena Noticia, la eterna, la que él debía
anunciar a los habitantes de la tierra, a toda nación, familia, lengua y
pueblo» (Ap 14,6).”
Jesús,
los reyes magos, buscando entre las estrellas,
descubrieron
la tuya y la siguieron.
Haznos
descubrir tu presencia en medio del ruido
y
de nuestros ajetreos cotidianos.
Jesús,
muéstranos tu estrella,
danos
fuerza y valor para seguirla.
Jesús,
ayúdanos a ser pequeñas y alegres estrellas
para
guiar y conducir a otros hasta ti. Amén.
[1]
Benedicto XVI, LA INFANCIA DE JESÚS. Ed. Planeta, Bogotá – Colombia 2012. p.113
[2]
Fausti, Silvano. UNA COMUNIDAD LEE EL EVANGELIO DE MATEO. San Pablo.
Bogotá-Colombia. 2ª reimpresión 2011. p. 27
[3]
Pulido, Luis Alfredo . mccj. UNA NAVIDAD CONTRACORRIENTE. En revista IGLESIA
SINFRONTERAS. # 361. Dic 2012. pp. 46-48
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