IV ADVIENTO (A)
Is
7, 10-14; Sal 24(23), 1-2. 3-4ab. 5-6(R.: cf. 7c y 10b); Rom 1, 1-7; Mt 1,
18-24
El Hijo de Dios, en
su encarnación, nos invitó a la revolución de la ternura.
Evangelii Gaudium #
88.
Papa Francisco
Profecía
de una עַלְמָה [‘almah] - madre
Para entender la profecía de Isaías es necesaria
una breve digresión: Nuestro Papa Emérito escribió: «… aquello que la Escritura
ha querido decir en muchos lugares, sólo se hace visible ahora, por medio de
esta nueva historia. Es una narración que nace en su totalidad de la Palabra
pero que da precisamente a la Palabra ese pleno significado suyo que antes no
era aún reconocible. La historia que se narra aquí no es simplemente una
ilustración de las palabras antiguas, sino la realidad que aquellas palabras
estaban esperando. Esta no era reconocible en las palabras por sí solas, pero
las palabras alcanzan su pleno significado a través del evento en el que ellas
se hacen realidad…. hay efectivamente palabras en el Antiguo Testamento que
permanecen, por decirlo así, todavía sin dueño… el verdadero protagonista de
los textos se hace aún esperar. Sólo cuando él aparece, las palabras adquieren
su pleno significado… esas palabras que,
por el momento, siguen a la espera de la figura de la que están
hablando.
También la historiografía del cristianismo de los
orígenes consiste precisamente en asignar su protagonista a estas palabras que
siguen a la espera. De esta correlación entre las palabras “en espera” y el reconocimiento
de su protagonista finalmente manifestado se ha desarrollado la exegesis
típicamente cristiana, que es nueva, y sin embargo, sigue siendo totalmente
fiel a la palabra originaria de la Escritura.»[1]
Volvamos ahora sobre la perícopa de Isaías que
nos ocupa en este IV Domingo de Adviento, tomada del capítulo 7, el primero de
los seis capítulos, del 7 al 12, denominados “libro del Emmanuel”: «Como
garantía de la propuesta profética se ofrece una señal que tiene la función de
certificar la ayuda divina… Asistimos, en cambio, al juego de esgrima del
hombre que alega una aparente religiosidad (“no quiero tentar al Señor”: ver
Sal 78, 18.41.56; 106, 14; Ex 17, 7) como mampara para esconder un vacío de fe.
En efecto, el rey no puede mostrarse explícitamente incrédulo, rechazando la
propuesta isaina, pero no puede tampoco pedir el signo milagroso porque
quedaría luego comprometido y atado. Opta entonces por un pretexto evasivo.
Pero la maniobra no hiere al profeta, sino al mismo Dios que a los ojos de Isaías
parece romper sus relaciones con Acaz: nótese el cambio de pronombre en el v.
11 (“tu Dios”) y en el v. 13 (“mi Dios”). “No has mentido a los hombres sino a
Dios” (Hch. 5,4)……. Para que el signo sea perceptible a los oyentes debe
contener datos verificables y comprensibles, de lo contrario ya no sería tal. Además, ya en este punto la
finalidad no es la de dar solidez a la fe del monarca, sino confesar la
fidelidad del Señor que supera las incredulidades humanas… La señal…la
concepción y el nacimiento de un hijo… que aparece en el embrollado horizonte
del reino de Acaz, nacerá de una ‘almah, término hebreo que indica una mujer
joven que aún no ha dado a luz y que puede ser desposada o núbil (Gn 24, 43; Ex
2, 8; Ct 1, 3; 6, 7-8; Pr 30, 19). Es fácil pensar que los oyentes de Isaías
identificaran inmediatamente a esa mujer en la joven esposa del soberano, Abí,
hija de Zacarías (2Cro 29, 1)… La señal, por tanto, comenzaría reafirmando la
continuidad de la dinastía davídica
según la promesa de Natán (2S7) que se realiza con el nacimiento de Ezequías, rey fiel y piadoso
(2R 18-20)…………………………. Es natural, entonces, que los elementos de la señal
mesiánica alcancen en esta perspectiva una nueva fisonomía. La cual aparece
inmediatamente en el vocablo que señala a la madre de Ezequías, que en la
versión griega de los Setenta y en la cita del Evangelio de Mateo (1,23) es
traducido “virgen”. Tras el rostro, aunque justo, de Ezequías, la tradición
hebrea habría intuido al Mesías Salvador y el Cristianismo la figura de Cristo,
Hijo de Dios, rey y sacerdote, presencia perfecta de Dios en la carne y tiempo
del hombre. En realidad, el centro de la señal no era tanto el modo (virginal)
del nacimiento, cuanto el nacimiento mismo, el significado encerrado en el
nombre y el destino futuro. Pero el profeta fijaba también la mirada más allá
de ese primer plano todavía empañado e imperfecto, hacia una salvación y
liberación más excepcional.»[2]
¡YHWH ENTRA A REINAR!
Los salmos del Reino, como se ha comentado en
repetidas ocasiones, servían al propósito de procesionar con el Arca de la
Alianza para entronizarla en el Sancta Sanctórum. Todo esto en el marco
de una parodia, como en los reinos antiguos se hacía, al rey se le confería o
se le ratificaba –en el curso de las fiestas anuales- su realeza; sin embargo,
el pueblo judío era consciente de los límites de la parodia, a Dios no se le
puede dar su reinado, ni quitárselo, ni ratificárselo; no puede ser removido,
ni derrocado; simplemente se trataba de un acto cultual para loar la Grandeza del
Rey de la Gloria, Dueño y Señor de toda la creación. El Salmo 24(23) es un salmo dialogado, a dos
coros, podríamos suponer uno de ellos, el pueblo que procesiona, el otro,
formado por los guardianes del templo, los sacerdotes, los levitas encargados
de preservar la sacralidad y la pureza del Templo (La Tienda del Encuentro). Se
habla de una catequesis a las puertas del propio Templo; podríamos también
imaginar una guardia con “lanzas cruzadas” impidiendo el paso, cerrando la
entrada, a manera de “puertas” que se niegan a permitir el avance. Entonces se
les da la orden, ¡permítanles entrar!, retiren las lanzas, franqueen el paso,
en otras palabras: שְׂא֤וּ שְׁעָרִ֨ים רָֽאשֵׁיכֶ֗ם וְֽ֭הִנָּשְׂאוּ פִּתְחֵ֣י עֹולָ֑ם וְ֝יָבֹ֗וא מֶ֣לֶךְ הַכָּבֹֽוד׃
“¡Ábranse,
puertas eternas! ¡Quédense abiertas de par en par, y entrará el Rey de la
Gloria!
No
es el pueblo quien procesiona, en este caso, es Dios mismo que viene y va a
entrar. ¿A dónde va a entrar? Va a entrar de su Dimensión Divina, en la
nuestra; del Kairos va a pasar al Cronos, va a entrar en la historia. Así que
el Salmo pide que se franqueen las puertas para que nazca el Niño Dios. En vez
de ir el pueblo hacia el Templo Santo, el Tres Veces Santo viene hacia
nosotros, ha tenido Compasión de nosotros y viene a Reinar.
Pero
aquí hay otro cambio radical, al que nos hemos referido con frecuencia, se
trata de la manera de Reinar que tiene Dios. Dios no reina por la fuerza, sino
por la fuerza del Amor. Por la Ternura-Real-del Bebé-que-es-Dios.
“¡Portones, alzad los dinteles,
que se alcen las antiguas compuertas:
va a entrar el Rey de la Gloria!”
Evangelio Católico: Para toda la raza humana
Excepto el 3er Domingo de Adviento –Domingo de
Gaudete, cuando leímos de la Carta de Santiago- los otros tres Domingos de
Adviento nos ocupa la Carta a los Romanos. Todo parece indicar que los
cristianos de Roma desconocían a San Pablo, y que Pablo había estado intentando
llegar a ellos para llevarles la Buena Nueva y llegar a otros gentiles que no
habían sido evangelizados aún. «Pablo escribe esta carta a la comunidad de
Roma; compuesta por convertidos del judaísmo y de la gentilidad, según parece
entre los años 57-58, desde Corinto… Esta carta es la más teológica de todas;
en ella retoma las ideas de otra Carta suya, a los gálatas –que escribió antes
que esta-, pero aquí las expone de una manera más ordenada y matizada»[3].
Para mostrar la autoridad que le asiste para
predicar y enseñar el Evangelio, San Pablo muestra, en el saludo de esta carta
que es la perícopa que nos ocupa en este IV Domingo de Adviento del ciclo A,
sus acreditaciones:
i)
Siervo de Cristo Jesús
ii)
Apóstol por un llamado de Dios
iii)
Escogido para proclamar el Evangelio de Dios
iv)
Por Cristo Jesús, nuestro Señor, recibió la
gracia y la misión de apóstol, para hacer que los hombres lleguen a la
obediencia de la fe; y con eso será glorificado su nombre.
v)
“Me ha enviado al mundo de los paganos”, al que
pertenece también la Comunidad de Roma, a la que dirige esta carta. Cfr. Rom 1,
1-6.
«Los miembros judíos querían imponer la
obligación de observar la ley judaica a los miembros que se habían convertido
del paganismo, diciendo que sin ley no podría haber salvación. En esa cuestión
Pablo entra de lleno. Les demuestra que el único que puede salvar es Dios y que
el salva no sólo a los judíos sino también a toda la humanidad destruida por el
pecado. Y Dios salva por medio de Jesucristo.
Para que la humanidad se salve, Dios concede una
amnistía general. Pero para recibirla impone una sola condición: que el hombre
crea en Jesucristo como la suprema manifestación del amor de Dios a los hombres
y se haga su discípulo.»[4]
Dios jugó primero, tomó la iniciativa salvífica,
envió a su Hijo, para Él se pide que se abran las puertas, para que entre de la
Dimensión Divina en nuestra dimensión. Ahora, como leemos en Apocalipsis
“¡Vamos!, anímate y conviértete. Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguien
escucha mi voz y me abre, entraré a su casa a comer, Yo con él y él conmigo.” (Ap
3, 19b-20). “Está a la puerta y llama… ¿a qué llama, cuál es el objeto de su
llamada? La respuesta viene aquí, en esta perícopa de Romanos que leemos en
este Domingo. Dice que: “…a los que Cristo Jesús ha llamado; a ustedes a
quienes Dios quiere y que fueron llamados a ser santos.” (Rom 1, 7b). Entonces
el κλητοῖς ἁγίοις· “llamado es a ser santos”. No nos podemos hacer
los desentendidos frente a esta apelación tan clara y contundente, que es la
misión de San Pablo, y hoy por hoy, la de la Iglesia: ¡Llamar a la santidad!
La perícopa concluye con la fórmula de saludo, examinémosla:
«Conforme al modelo universal de aquel momento, las cartas de Pablo,
encabezadas por la superscriptio (nombre del mitente) y la adscriptio
(nombre del destinatario), comenzaban con un saludo o salutatio. Los griegos
saludaban con khaire (alégrate), los judíos con eleos kai eirene (misericordia
y paz). Pues bien, Pablo y los cristianos empiezan a hacerlo de esta forma:
Gracia y
paz a vosotros,
de parte
de Dios, nuestro Padre,
y de
Jesucristo, el Kyrios (Señor).
Esta fórmula de saludo, repetida en Gal 1, 3;
1Cor 1, 3; 2Cor 1, 2; Rom 1, 7; Flp 3; Ef 1, 2, refleja la experiencia más
antigua de la Iglesia: por gracia de Jesús, los cristianos viven ya en
la paz de Dios; ellos se encuentran vinculados a Dios que es Padre y a
Jesús que es el Señor. Esta forma de ver en unidad al Padre Dios y al
Kyrios Jesús (que después aparecerá como Hijo) constituye el principio de la fe
trinitaria de la Iglesia…».[5]
Del linaje de David
La perícopa del Evangelio que ha correspondido en
este IV Domingo de Adviento -que tantas veces hemos leído y que tan bien
conocemos- contiene tantos y tantos detalles que su estudio minucioso está más
allá del aliento de nuestro cometido. Sin embargo, queremos tocar –de todos y
de tantos- cuatro de ellos.
Primero, ¿dónde está puesto el foco? «A
diferencia de Lucas, Mateo habla de esto exclusivamente desde la perspectiva de
San José, que, como descendiente de David, ejerce de enlace de la figura de
Jesús con la promesa hecha a David.»[6]
En segundo lugar, el tema del “hombre justo”. En este
texto se hace referencia a San José diciendo que δίκαιος ὢν “era
hombre justo” «… (zaddik)… ofrece un cuadro completo de San José y, a la vez,
lo incluye entre los grandes figuras de la Antigua Alianza, comenzando por
Abraham, el justo. Si se puede decir que la forma de religiosidad que aparece
en el Nuevo testamento se compendia en la palabra “fiel”, el conjunto de una
vida conforme a la Escritura se resume en el antiguo Testamento con el término
“justo”…. (Y refiriéndose al Salmo 1, dice que…) La imagen de los cauces de
agua de las que se nutre ha de entenderse naturalmente como la Palabra viva de
Dios, en la que el justo hunde las raíces de su existencia. La voluntad de Dios
no es para él una ley impuesta desde fuera, sino gozo»[7]
Ahora, en tercer lugar, examinemos la
manifestación del “mensaje” de Dios, comunicado por el ángel, que es diferente
en su entrega para María que para San José: «Mientras que el ángel “entra”
donde se encuentra María (Lc 1, 28), a San José sólo se le aparece en sueños,
pero en sueños que son realidad y revelan realidades. Se nos muestra una vez
más un rasgo esencial de la figura de San José: su finura para percibir lo
divino y su capacidad de discernimiento. Sólo a una persona íntimamente atenta
a lo divino, dotada de una peculiar sensibilidad por Dios y sus senderos, le
puede llegar el mensaje de Dios de esta manera… El mensaje que se le consigna
es impresionante y requiere una fe excepcionalmente valiente… Mateo había dicho
antes que José estaba “considerando en su interior” (enthyméthèntos) cuál
debería ser la reacción justa ante el embarazo de María»[8]
Para no fatigarlos, quisiéramos considerar sólo un
cuarto y –por ahora, último- asunto: El nombre de Jesús: «Es el mismo nombre
que el ángel había indicado a María para que se le pusiera el niño: el nombre
Jesús (Jeshua) significa YHWH es salvación. El mensajero de Dios que
habla a José en sueños aclara en qué consiste esa salvación: “Él salvará a su
pueblo de los pecados.”… con el término “Emmanuel” nos referimos al Mesías.
Pero la idea del Mesías se ha desarrollado plenamente sólo en el período del
exilio y sucesivamente después.»[9]
Gestando futuro
«Rahner se atrevía a insistir en que “la Navidad
es la fiesta en la que no se celebra un acontecimiento del pasado, que ocurrió
una vez y ya pasó, sino algo presente, que es, al mismo tiempo, el comienzo de
un futuro eterno que se nos acerca. Es la fiesta del nacimiento de la eterna
juventud. Nos ha nacido un niño y en Él se injerta definitiva y triunfalmente
en este mundo la eterna juventud de Dios”.»[10]
La Navidad en nuestra mente está asociada con el
Árbol de Navidad, el Pesebre, las galletas, la Cena de Nochebuena que , en
muchas ocasiones, se empieza a disponer con más de un mes de anticipación; las
bebidas alcohólicas: el vino, el champagne, y otros; los buñuelos, la natilla y
los regalos. A esta enumeración –no exhaustiva- debemos añadirle, por lo menos,
la mención de la Novena de Aguinaldos. Pero, el tema central, el Nacimiento de
Nuestro Señor y Salvador no aparece en todo el contexto. En este contexto, -pese
a que la Novena y los Villancicos hacen mención del Niño Dios- el fenómeno
religioso se difumina y se diluye, como lo denuncia Martín Descalzo, “con
toneladas de azúcar”.
«¿Acaso hay algo más pastelero, más suave, más
dulce, más cursi, inerme, inútil, acariciador y blandengue? ¿Y la puerta del
futuro? ¿No es acaso Navidad un concentrado de recuerdos, el pasado del pasado,
el ayer del ayer, lo definitivamente congelado en las páginas de la historia?
……………………………………………………………………………………………………….
No exagero. No ironizo. Decidme ¿Cuántos, cuántos
hombres hay hoy en la tierra que se alimentan de la esperanza de que el mundo
será refundido, de que nacerá el hombre nuevo, de que el hombre y Dios
participaran de una misma y verdadera vida, de que Belén acabará siendo la
patria de todos los nacidos? No nos engañemos. Hace demasiado tiempo que no
esperamos nada. Hace demasiado tiempo que nadie vive “tenso” hacia ese futuro.
El champagne es una buena disculpa para entretener esa espera en la que nadie
sabe si está esperando algo.»[11]
En algún momento señalábamos que la Iglesia, en
ese momento en cabeza de San Pablo, se vio obligada a predicar que la “Parusía”
“no estaba a la vuelta de la esquina”; pero, el anuncio del Evangelio no puede
–so pretexto de esto- olvidar que el hecho de su “demora”, no significa que no
va a llegar nunca, o que su demora se extiende a una fecha por allá en el borde
del infinito, en los linderos de la eternidad. También queremos repetir
-machaconamente- que Jesús enseñó que ἰδοὺ γὰρ ἡ βασιλεία τοῦ Θεοῦ ἐντὸς ὑμῶν ἐστιν. “he aquí, sin embargo, que el Reino de Dios está
en medio de ustedes” (Lc 17, 21b), no es algo a futuro, es algo que germina
entre nosotros; germina y brota, y καὶ καθεύδῃ καὶ ἐγείρηται νύκτα καὶ ἡμέραν, καὶ ὁ σπόρος βλαστᾷ καὶ μηκύνηται ὡς οὐκ οἶδεν αὐτός. “Esté
dormido o despierto, sea de noche o de día, la semilla brota y crece sin que él
sepa cómo”. Mc 4, 27.
« El Señor está aquí. El Señor de la creación y de mi vida. Ese Dios no
mira ya, desde el eterno “todo en uno y de una vez” de su eternidad, el eterno
cambio de mi vida destrozada. La eternidad se hace tiempo, el Hijo se hace
hombre, la eterna razón del mundo, lo que da sentido a toda realidad, se hace
carne, humano. Y, por ello, se transforman el tiempo y la vida del hombre,
Porque Dios mismo se ha hecho hombre. No en cuanto que hubiera dejado de ser el
mismo Verbo eterno de Dios con toda su gloria y felicidad incomprensible. Pero
se ha hecho verdaderamente hombre. Y ahora a él mismo le interesa este mundo y
su destino. Ahora no es sólo su obra, sino un trozo de él mismo.
Desde
este momento está él también sobre la tierra, y las cosas no le son a él más
propicias que a nosotros. No se le otorga ninguna concesión especial, sino que
comparte la misma suerte con todos nosotros: hambre, fatiga, enemistad, la
amargura de la muerte y de una muerte miserable. Y lo más inverosímil es que la
infinitud de Dios reciba y acepte la limitación humana, que la felicidad
suprema reciba la tristeza de la tierra, la vida y la muerte. Pero sólo
ella, esa oscura luz de la fe, hace nuestras noches claras, ella sola hace las
noches santas.
Cuando
decimos: “Es Navidad”, afirmamos que Dios ha dicho al mundo su última, su más
profunda y bella palabra en el Verbo hecho carne; una palabra que ya no se
puede retirar, porque es la obra definitiva de Dios, porque es Dios mismo en el
mundo. Y esta palabra dice: “Te amo, a ti, mundo, a ti, hombre o mujer”. Es una
palabra completamente inesperada, inverosímil.
Y
ahora reina una silenciosa tranquilidad en el mundo, y todo el ruido, que se
llama orgullosamente historia del mundo y propia vida, es sólo el ardid del
eterno amor, que quiere hacer posible una libre respuesta del hombre a su
última palabra.
Desde
el centro vital de la realidad, que es el Verbo hecho carne, todo tiende, con
la inflexibilidad del amor, hacia Dios, sin que ante Él tenga que quedar el
mundo reducido a cenizas por el ardiente fuego de su santidad y justicia. Todo
tiempo queda abrazado por la eternidad, por esa eternidad que se convirtió en
tiempo. Toda lágrima queda ya enjugada en lo más íntimo, porque Dios mismo la
ha llorado y la ha enjugado en sus propios ojos. Toda esperanza está ya en
posesión, porque Dios es ya poseído por el mundo.
Navidad
es la fiesta en la que se celebra, no un acontecimiento pasado que ocurrió una
vez y pasó, sino algo presente… Nos ha nacido un niño. Pero no es un niño que
comienza ya a morir en el momento en que empieza a vivir. Es el niño en el que
se injerta definitiva y triunfalmente... la eterna juventud de Dios.»[12]
[1] Benedicto XVI LA INFACIA
DE JESÚS. Ed. Planeta. Colombia 2012 pp. 22-25
[2] Ravasi, Gianfranco. LOS
PROFETAS. Ed. San Pablo 1996. Santafé de Bogotá D. C. -Colombia pp. 74-76
[3] Miranda, José Miguel.
LECCIONES BÍBLICAS. GUÍA PRACTICA PARA EL CONOCIMIENTO DE LA BIBLIA. Ed San
Pablo Santafé de Bogotá D.C. – Colombia 2001 pp. 182-183
[4] Storniolo, Ivo y Martins
Balancin, Euclides. CONOZCA LA BIBLIA San Pablo. Bogotá D. C. – Colombia 5ª
reimpresión 2002 p. 103
[5] Charpentier, Ettienne.
PARA LEER EL NUEVO TESTAMENTO. Ed Verbo Divino Navarra- España 2004 p. 61
[6] Benedicto XVI. Op. Cit. p.
44
[7] Ibid. pp. 45-46
[8] Ibid. pp. 47-48
[10] Martín Descalzo, José
Luis. BUENAS NOTICIAS. Ed. Planeta Barcelona – España 1998 p. 93
[11] Ibid p. 94
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