Is 6, 1-2. 3-8; Sal
138( 137), 1-2a. 2bc. 3. 4-5.7cd. 8bc; 1Cor 15, 1-11; Lc5, 1-11
La educación del
evangelizador significa, ante todo, dar a estos el verdadero sentido del perdón
misericordioso de Dios sobre el pecado de los hombres.
Carlo María Martini
Nos
hemos movido en el contexto del Cuerpo Místico de Cristo, allí hemos
considerado los carismas y, entre todos ellos, Dios nos dice que debemos
quedarnos con el Amor porque es el mejor carisma. Hemos empezado a ver, muy
especialmente en la Primera Lectura del Domingo pasado el tema de la vocación;
ahora, debemos voltear a ver hacia el contenido de esa vocación, Dios nos
llama, ¿a qué nos llama? ¿Qué se espera del que es vocacionado? Ya lo hemos
dicho: A evangelizar, para que seamos portadores de la “Buena Nueva”.
Aquí
nos parece supremamente conveniente revisar lo que dice su Santidad Paulo VI en
la Evangelii Nuntiandi, numeral 14: “La
Iglesia lo sabe. Ella tiene viva conciencia de que las palabras del Salvador:
"Es preciso que anuncie también el reino de Dios en otras ciudades"[1],
se aplican con toda verdad a ella misma. Y por su parte ella añade de buen
grado, siguiendo a San Pablo: "Porque,
si evangelizo, no es para mí motivo de gloria, sino que se me impone como
necesidad. ¡Ay de mí, si no evangelizara!"[2]. Con
gran gozo y consuelo hemos escuchado, al final de la Asamblea de octubre de
1974, estas palabras luminosas: "Nosotros queremos confirmar una vez más
que la tarea de la evangelización de todos los hombres constituye la misión
esencial de la Iglesia"[3]; una
tarea y misión que los cambios amplios y profundos de la sociedad actual hacen
cada vez más urgente. Evangelizar constituye, en efecto, la dicha y vocación
propia de la Iglesia, su identidad más profunda. Ella existe para evangelizar,
es decir, para predicar y enseñar, ser canal del don de la gracia, reconciliar
a los pecadores con Dios, perpetuar el sacrificio de Cristo en la santa Misa,
memorial de su muerte y resurrección gloriosa.”
Quizás, por ahora nos baste separar en la
evangelización dos momentos, la etapa inicial y luego la profundización y
maduración catequética. La Segunda Lectura de este V Domingo Ordinario nos trae
un ejemplo kerigmático, que es la esencia de la predicación, la sustancia
fundamental de nuestra fe (cf. v.11):
1. Cristo murió por nuestros pecados
según las Escrituras;
2. que fue sepultado
3. y que resucitó al tercer día, según
las Escrituras;
4. y que se apareció a Cefas y más tarde
a los Doce;
5. después se apareció a más de
quinientos hermanos juntos, la mayoría de los cuales vive todavía, otros han
muerto;
6. después se apareció a Santiago, más
tarde a todos los apóstoles;
7. por último, como a un aborto, se me
apareció también a mí –dice San Pablo.
Hemos
separado los elementos que componen este kerigma, descomponiéndolo en 7
afirmaciones, de las cuales la primera afirma la muerte de Cristo y la segunda
su sepultura; las otras 5 se ocupan de la Resurrección, por tanto, el corazón
del kerigma es la Resurrección. Queremos poder llegar a afirmar que hemos sido vocacionados
específicamente para difundir un contenido esencial: ¿lo decimos otra vez?
¡Jesucristo fue asesinado pero Resucitó. Vayamos un poco después de la perícopa
que leemos dentro de esta Eucaristía Dominical, se trata de un argumento que es
consecuencia esencial del kerigma, se
refiere a nuestra propia resurrección, vv 12-20:
“Si
se predica que Cristo ha resucitado de entre los muertos ¿cómo andan diciendo
algunos entre vosotros que no hay resurrección de los muertos? Si no hay
resurrección de los muertos, tampoco Cristo resucitó. Y si no resucitó Cristo,
vacía es nuestra predicación, vacía también vuestra fe. Y somos reos de falso
testimonio de Dios porque hemos atestiguado contra Dios que resucitó a Cristo,
a quien no resucitó, si es que los muertos no resucitan. Porque si los muertos
no resucitan, tampoco Cristo resucitó. Y si Cristo no resucitó, vuestra fe es
vana: estáis todavía en vuestros pecados. Por tanto, también los que durmieron
en Cristo perecieron. Si solamente para esta vida tenemos puesta nuestra
esperanza en Cristo, ¡somos los más dignos de compasión de todos los hombres! ¡Pero
no! Cristo resucitó de entre los muertos como primicias de los que durmieron.”
(Quisiéramos destacar la solidez lógico-argumentativa del razonamiento,
polisilogístico, algunos de ellos tomados como entimemas). En esta parte del
capítulo 15 de la Primera a los Corintios, nos alcanzamos a dar cuenta de la
profunda consecuentalidad de la Resurrección de Jesucristo como primicia de la
nuestra, que Él nos participa, como fruto de su Redención y de su solidaridad
con el género humano. «El capítulo 15 proclama la resurrección de los muertos
en forma más desarrollada de lo que Pablo mismo había tratado 5 años antes, en
sus cartas a los Tesalonicenses.»[4] «La resurrección de Cristo
es el punto central de la fe,… Negarla es, entonces, negar la fe misma y poner
una barrera insuperable en el camino de la comunidad. Las consecuencias de esta
negación son evidentes. En medio de una sociedad idólatra, la comunidad pierde
toda capacidad de resistencia y confrontación, porque si es cierto que la
sociedad injusta mató a Jesús para siempre, no vale la pena luchar. El
Evangelio sería mala nueva, pura fantasía. ¿De qué serviría a la comunidad
creer o bautizarse?... La resurrección de Cristo es el motor de vida que vence
la muerte y la injusticia… aquí está la solidaridad de Jesús para con nosotros:
Él es nuestro compañero de camino no sólo en la vida, sino también en la
muerte, que es el paso definitivo hacia la vida de Dios.»[5]
En
la Primera Lectura nos encontramos ante una Teofanía, hemos venido viéndolas
con frecuencia, epifanías, cristofanías: lo vimos en el episodio de los Reyes
Magos, en el Bautismo de Jesús y en las Bodas de Caná e –inclusive- cuando
Jesús tomó el rollo de Isaías y leyó la Palabra. Hoy se manifiesta a Isaías, Dios
se manifiesta en su Palacio, el templo, el templo que tiembla y retumba con la
Voz de Dios. Estos sismos acompañan las teofanías para confirmarlas. El templo
–que tenemos que recordar que no albergaba la comunidad cultual, sino que era
la “morada del arca”- está dividido en
tres áreas: La zona de la Presencia de Dios, el Sancta Sanctorum, que es la zona de la Luz; luego, la zona
intermedia, el Santo, lleno con la Orla del Manto, la parte central del
edificio, en la penumbra, representa
la conciencia del déficit de claridad; el profeta, está en la zona más exterior, en el Atrio, el área que carece de
iluminación, allí donde se requiere la purificación para poderse acercar e ir progresando
hacia el Sancta Sanctorum, donde Dios se hace acompañar por su corte, los seres
resplandecientes, los Serafines (los quemantes), con su triple par de alas y su
canto del Triple Kadosh, que es la manera de construir el superlativo en lengua
hebrea, el “Santísimo” o, como decimos en español, el “Tres veces Santo”. Todo
esto es símil de la realeza oriental y sus cortes.
Observemos
el humilde reconocimiento que hace el vocacionado de su condición de pecador en
el verso 5: “«¡Ay de mí, estoy perdido, porque soy un hombre de labios impuros
y vivo entre un pueblo de labios impuros, y mis ojos han visto al Rey, YHWH de
los Ejércitos!»”; este reconocimiento no de sí mismo sino como órgano-miembro
de la Comunidad, del Pueblo. El estado de impureza es subsanado por uno de los
“quemantes” que toma –con las tenazas- una braza y purifica lo manchado:
aplicando el carbón ardiente a la boca; sobreviene entonces la absolución:
“está perdonado tu pecado” (v. 7d), esta purificación lo consagra; El elegido
tiene que estar libre de pecado, consagrado significa “puesto aparte de lo
profano”, “santificado”. Viene –ahora sí- la vocación, «Entonces, ya
purificado, escucha la llamada de Dios, y se siente capacitado para ofrecerse
con generosidad»[6]:
“¿A quién enviaré? ¿Quién ira por Mí?”. Y reluce la docilidad y la entrega
espontánea de Isaías: “Aquí estoy, mándame”.
Pongamos
en paralelo las otras dos vocaciones que nos ocupan en la Liturgia de la
Palabra este V Domingo Ordinarios del ciclo C:
La
de Pedro (Santiago y Juan), en Lucas 5, 8-11: "Al verlo Simón Pedro, cayó
a las rodillas de Jesús, diciendo: «Aléjate de mí, Señor, que soy un hombre
pecador.» Pues el asombro se había apoderado de él y de cuantos con él estaban,
a causa de los peces que habían pescado. Y lo mismo de Santiago y Juan, hijos
de Zebedeo, que eran compañeros de Simón. Jesús dijo a Simón: «No temas. Desde
ahora serás pescador de hombres.» Llevaron a tierra las barcas y, dejándolo
todo, le siguieron."
«Podemos
imaginar el sentimiento de Pedro que seguramente se alegra porque ha sido
escogida su barca: entonces no soy el peor del pueblo –se habrá dicho-;
probablemente Jesús ha comprendido que hay en mí una persona modesta, pero
digna de ser honrada…Es decir, Pedro vive un momento de euforia… cuando el
discurso termina y Pedro piensa bajar a tierra para recibir las felicitaciones
de la gente, Jesús sin más preámbulos, le dice que siga mar adentro y que eche
las redes… por la respuesta de Pedro se puede adivinar que en su mente nacen
dudas acerca de la palabra del Maestro, porque ya es tarde, se ha terminado la
pesca y hoy no hay peces… Probablemente Pedro piensa en la figura que harán si
después no sucede nada, tiene miedo de que todo el pueblo se burle de él como
de quien se comporta de manera loca, porque se puso a pescar en una hora en la
que ya no se espera una buen pesca… tal vez le convendría decir sencillamente
que no y no meterse en la pequeña prueba, en la prueba que podría dejarlo en
ridículo ante la gente… He aquí el momento delicado en el que Pedro se juega a
sí mismo… “en tu Palabra echaré la red”…”confío
en tu palabra”,… Señor. Tú me has afligido, has permitido muchos sufrimientos,
pero yo confío en tu palabra... En realidad, el evangelizador se ve
precisamente en estos momentos, es cuestión de arriesgar un poco, de echar
hacia adelante, de perder el sentido del cálculo, de perder un poco el sentido
de la medida. El evangelizador queda
siempre caracterizado por este quid irracional:… no en el sentido de algo
que va contra la razón, sino en el sentido de dar algún paso más allá de lo que
es puramente seguro y sólido.
Y
la red echada en la palabra de Jesús se llena, vienen otras barcas y también
ellas están por hundirse. ¿Entonces qué sucede? Al ver esto (he aquí un aspecto
del kerigma: hay un hecho, un hecho notable, imprevisto) Pedro descubre la
manifestación de la potencia de Dios y se echa de rodillas ante Jesús diciendo:
“Aléjate de mí porque soy un hombre pecador”. Algo sucedió. La potencia de Jesús hace resaltar la
pecaminosidad de Pedro… Jesús lleva a Pedro a tener un acto de confianza,
Después de este acto de confianza… para que pueda comprender la misericordia
del kerigma, de la palabra de salvación. Lo lleva de este modo tan humano,
libre, sin traumatismos fatigosos… Jesús forma al evangelizador por medio de
estos saltos de confianza, con la presentación de su potencia; gradualmente
hace emerger un verdadero sentido penitencial… de un Pedro orgulloso de sí,
hace un hombre que sabe lanzarse en la confianza: de este hombre lleno de
confianza, saca un hombre que sabe reconocer espontáneamente la propia pobreza;
ahora, de este hombre humillado en su pobreza, saca un hombre lleno de su
confianza. He aquí lo que quiere decir experimentar la potencia de Dios, he
aquí la formación del evangelista, el que es formado por las innumerables
trasformaciones que el poder de Dios obra sobre nosotros cambiando las
situaciones humanas.»[7]
Ahora,
demos un vistazo a la vocación de San Pablo, que no narra lo sucedido rumbo a
Damasco, sino la percepción propia, rememorada, de aquella vocación, 1Cor 15,
8-11. San Pablo reconoce que la absolución y consagración son gracia de Dios; y
luego, habla de la misión que ha cumplido.
"Y
en último término se me apareció
también a mí, que soy como un aborto. Pues yo soy el último de los apóstoles:
indigno del nombre de apóstol, por haber perseguido a la Iglesia de Dios. Más,
por la gracia de Dios, soy lo que soy; y la gracia de Dios no ha sido estéril
en mí. Antes bien, he trabajado más que todos ellos. Pero no yo, sino la gracia
de Dios que está conmigo. Pues bien, tanto ellos como yo esto es lo que
predicamos; esto es lo que habéis creído."
El
Salmo 138(137) pertenece a la clase de los salmos Hímnicos. Por lo general los
Himnos se refieren a Dios en tercera persona, hay algunas excepciones, y esta
es una de ellas, aquí se le habla a Dios, como dirigiéndose a Él en oración, en
Segunda Persona. Esta oración conlleva su petición: «“¡No abandones señor, la obra de tus manos!” Oración que debemos
repetir, constantemente, en el mundo de hoy.
Dios en acción, hoy. Y si mi oración no es perezosa… yo también en acción
contigo. En “acción”… ¿para hacer qué? Para amar, porque “Dios es amor”…. Pensamos
demasiado en los esfuerzos que tenemos que hacer para amar a Dios. ¡Dejémonos
amar por Él! ¡No sé si te amo Señor, pero si de algo estoy seguro, es que Tú me
amas! Y este amor, el tuyo, es eterno… Aun si el mío es voluble, pasajero,
infiel. Para Ti, lo “dado” es dado. Lo “prometido es prometido”. “Te doy
gracias por tu palabra”… ¡La fuente del amor es Dios! “Todo hombre que ama
verdaderamente conoce a Dios”, nos dice San Juan (Juan 4, 7-8). Hagamos la
experiencia: somos amados de Dios, y “el otro-difícil-de-amar” ¡es también
amado por Dios! Eso cambia todo. Nos preguntamos a veces cómo Jesús pudo decir:
“amad a vuestros enemigos”. Pues bien, meted en la cabeza y en el corazón que
Dios, El ama a vuestros enemigos. Entonces, si decís que amáis a Dios… sacad la
conclusión.»[8]
Podemos
concluir con el mensaje de San Juan Pablo II al acoger este tercer Milenio: «…
resuenan en nuestro corazón las palabras con las que un día Jesús, después de
haber hablado a la muchedumbre desde la barca de Simón, invitó al Apóstol a
“remar mar adentro” para pescar: “Duc in altum” (Lc 5,4).
Pedro y los primeros compañeros confiaron en la palabra de Cristo y echaron las
redes. “Y habiéndolo hecho, recogieron una cantidad enorme de peces” (Lc 5,6).
¡Duc
in altum! Esta palabra resuena también hoy para nosotros y nos invita a
recordar con gratitud el pasado, a vivir con pasión el presente y a abrirnos
con confianza al futuro: “Jesucristo es el mismo, ayer, hoy y siempre” (Hb 13,8)…
Cristo. A él, meta de la historia y único Salvador del mundo, la Iglesia y el
Espíritu Santo han elevado su voz: “Marana tha - Ven, Señor Jesús” (cf. Ap
22,17.20; 1 Co 16,22)…
Alimentarnos de la Palabra para ser “servidores
de la Palabra” en el compromiso de la evangelización, es indudablemente una
prioridad para la Iglesia al comienzo del nuevo milenio… Hemos de revivir en
nosotros el sentimiento apremiante de Pablo, que exclamaba: “¡ay de mí si no
predicara el Evangelio!” (1 Co 9,16).
Esta pasión suscitará en la Iglesia una nueva
acción misionera, que no podrá ser delegada a unos pocos “especialistas”, sino
que acabará por implicar la responsabilidad de todos los miembros del Pueblo de
Dios. Quien ha encontrado verdaderamente a Cristo no puede tenerlo sólo para
sí, debe anunciarlo.»[9]
[2] 1 Cor. 9,
16.
[3] Cf.
Declaración de los Padres sinodales, n. 4: L'Oservatore Romano,
Edición en Lengua Española, 3 de noviembre de 1974, pág. 8.
[4]
Seubert, Augusto y Equipo CÓM ENTENDER EL MENSAJE DEL NUEVO TESTAMENTO. Ed. San
Pablo Bogotá D. C.-Colombia 7ª reimpresión 2002 p. 126
[5]
Bortolini, José CÓMO LEER LA 1ª CARTA A LOS CORINTIOS. SUPERACIÓN DE LOS
CONFLICTOS EN LA COMUNIDAD. Ed. San Pablo Santafé de Bogotá-Colombia 1996. pp.
58-59
[6]
Caravias, José L. DE ABRAHÁN A JESÚS. LA EXPERIENCIA PROGRESIVA DE DIOS EN LOS
PERSONAJES BÍBLICOS. Ed. “Tierra Nueva” Quito-Ecuador 2001 p. 72
[7]
Martini, Carlo María. EL EVANGELIZADOR EN SAN LUCAS. Ed. San Pablo Santafé de
Bogotá-Colombia 1996 pp. 55-60
[8]
Quesson, Noël. 50 SALMOS PARA TODOS LOS DÍAS. Ed. San Pablo Santafé de
Bogotá-Colombia 1996 p. 255
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