1Sam 26, 2. 7-9.
12-13. 22-23; sal 103(102), 1-2. 3-4. 8 y 10. 12-13; 1Cor 15, 45-49; Lc 6,
27-38
Venimos
navegando en un río de Luz, Dios va iluminando nuestra existencia y –conforme
lo que hemos visto- Dios nos dio como contexto existencial la Libertad, que
podemos comprender como un gran bien, un tesoro de inapreciable valor, a la vez
que un referente en el cual el ser humano puede construirse, puede desarrollar
sus “potencialidades” y –en ese hilo de ideas- potenciar los dones recibidos
para poderse poner de pie ante el Rostro Luminoso de Dios con bienaventurado
balance: ¡la Vida tiene sentido, la Vida es un don que no se retira, la hemos
recibido para que sea nuestra, para conservarla! ¡Dios no quiere esclavos! Ahora
bien, la palabra Libertad se puede cargar de muy diversas connotaciones y, de
hecho, sucede que se la aplica subrayando algunas de ellas, pero tendríamos que
procurar entenderla con mayor precisión y no, de pronto, conformarnos con una
oscurecida y reducida definición, que en vez de acercarnos a la Luz de Dios,
nos alejara de Ella. Entre las más menesterosas versiones está aquella de “poder
hacer lo que se nos viene en gana”, otra –muy cercana en su escases de miras-
es aquella que reza “aprovechar las oportunidades que se nos presentan en la
vida”. Realmente cualquiera de estas versiones no parecen provenir de la Luz, y
más bien parecen conducirnos de cabeza contra un peñasco.
Parecería
que en el relato bíblico que nos trae la Primera Lectura el personaje Abisai, quien usa una lógica que podríamos denominar
“oportunista”, cree reconocer en la
situación, que la Providencia Divina les ha entregado en “bandeja de plata” la
cabeza de Saúl, y de esa manera concita a David para que, sin que medie reflexión
ni reparo alguno- cobre su vida. Y, sin embargo, David (el Elegido de Dios) recuerda
y actualiza –de inmediato- que Saúl es un “Ungido de Dios”, lo cual lo salva y
hace que David le respete la vida, a su vez, David –por esa actuación leal-
será honrado por Dios. Notemos que la
indefensión de Saúl es grande, porque Abner y todo su ejército “escolta” estaba
sumido en profundo letargo y no lograron detectar la presencia “enemiga” de
David y Abisai que se infiltraron de noche entre sus filas. El regalo
providente es la profundidad de su sueño, no la vida de Saúl, que Dios detenta
como Dueño Legítimo que es de todas las vidas.
Lo
más interesante –nos parece- es la ética de David, quien no ve, solamente la
situación de indefensión y la vulnerabilidad del “enemigo”, no se queda en la
oportunidad sino que la interpreta y discierne en ella y antepone la óptica de
Dios a la suya propia –y resaltamos la expresión “enemigo” porque en esta
Liturgia es central el tema del “amor al enemigo” como nos lo enseñará Jesús,
en el Evangelio, mostrado como el amor que es esencial, el que de verdad
refleja nuestro discipulado del divino Maestro.
La
condición de discípulo y además de Apóstol viene a lograrse por una metanoia, una conversión que nos
explicará la Primera Carta a los Corintios en la perícopa que leemos este
Domingo (VII Ordinario del ciclo C), de la situación de simple χοϊκοῦ “hombre terreno” (o sea, hecho de
polvo), a la condición de Hombre Nuevo, la heredad que nos trasmite Jesús, la
de ser ἐπουρανίου
“hombres Celestiales” (del ámbito ουράνιος
Celestial). Esto es definitivo, de alguna manera se podría interpretar el
derrotero del discipulado, el proceso de cristificación, como una
“transformación” de lo puramente biológico-material a lo
trascendente-espiritual. Ese proceso es –mucho más que humano, no depende de la
propia voluntad, ni la voluntad más tesonera podría por sus propias fuerzas
“levantarnos” hasta esas alturas. Sólo el Amor-Misericordia de Dios puede “salvarnos”,
el Amor-Ágape es nuestro único recurso-esperanza para poder enderezarnos.
Roguemos y agradezcamos con intensidad y perseverancia para que Dios nos ayude
con su Gracia y su Poder. ¡Señor, asístenos para caminar en pos tuya!
Nos
ocupa, por otra parte, el Salmo 102(103) que pertenece a una clase que
llamaremos Salmos Eucarísticos, precisamente porque son “acciones de gracias”
por todo el Amor que Dios nos da, por todos los beneficios que nos prodiga: Nos
perdona, nos cura, nos rescata, nos provee con abundante gracia y ternura. Hay
aquí, como culmen de la perícopa, una formulación proclamada, que será medular
en el conocimiento que Jesús nos revela de Dios, que ¡Dios es Padre!: “Así como
un padre siente ternura por sus hijos, siente el Señor ternura por sus fieles”.
No es sólo que Dios Padre ve a Jesús como su Hijo, sino que Dios tiene ternura
paternal por todos. Dios siente esta ternura, aun a sabiendas de nuestro origen
del polvo, reconociendo que Él nos hizo de polvo, que sómos frágiles, tiene
Misericordia, e infunde en nosotros -junto con el soplo de vida- la dignidad,
valga decir, la fabulosa potencialidad del Ascenso. Ese sublime Ascenso también
es don de Dios, también es Gracia, también nos lo demuestra Jesús en su propia
terrenalidad, toma su Trono, y con el Trono a cuestas “sube” hasta el Gólgota,
y nos muestra que ¡es posible! Posible, despojándose de su Divinidad.
Por
eso aquí va el Salmo Eucarístico: gracias a Dios por ese Amor que brota –como
el amor materno- de las entrañas, del mismísimo “útero” (vientre materno) de
Dios Padre-Madre, lo que llevo a André Chouraqui a referirse a él como un amor
matricial. Nuestra fragilidad se granjea como rasgo que seduce ese
Amor-infinitamente-desinteresado de Dios, que no necesita nada de nosotros,
pero se complace en nuestro bien y se da, se entrega.
Para
adentrarnos en el Evangelio podríamos segmentarlo en cinco partes:
1. Amen a sus enemigos
2. Traten a los demás como querrían que
los traten a ustedes
3. ¿Qué mérito hay en hacer los fácil, lo
que todos hacen, lo que es natural, lo “terrenal”.
4. El Padre es Misericordioso, la meta
por alcanzar es serlo también nosotros. Asumamos lo que nos compete por ser sus
hijos.
5. Recibiremos en la misma medida en que
seamos capaces de dar.
Pero
al mezclar las dosis convenientes de estos cinco elementos vamos a obtener que
–en nuestro caso personal-individual, y como miembros que somos del Cuerpo de
Cristo, valga reiterarlo, como miembros de la Comunidad, del organismo de la
Iglesia, nos corresponde, nos hace corresponsables de poder dejar brotar desde
el “útero” de cada uno de los fieles discípulos, Amor-matricial, Amor-ágape.
Por
el contrario, «…el amor de intercambio es típico de los pecadores. Amar a uno
que me ama y porque me ama, significa que no lo amo si no me ama… este tipo de
amor es pecaminoso y destinado al fracaso… tiene las características contrarias
a las que se describen en 1Co 13: es siempre interesado, inconstante y
tendiente a la ira, se apropia de todos los bienes del otro y descarga todos
los males sobre él;… rechaza al otro y sus necesidades. Es eros el brazo derecho de thanatos
(muerte), lo contrario del ágape que
da libertad y vida. Como es comercio y búsqueda de sí mismo, no hace feliz a
quien lo da ni a quien lo recibe. Dura mientras hay cómo despojar al otro; cesa
cuando ya el otro no tiene nada que dar… Hacer el bien a quien nos hace el bien,
y porque nos lo hace, no es amor. ¡Es desendeudarse!... Hacer el bien a quienes
nos hacen el bien es un principio inmovilizante, que impide la iniciativa:
ninguno se movería primero… Del bien queda sólo el envoltorio: dentro hay
chantaje, rapiña y muerte.»[1]
¿Cómo
se cohesionan esos cinco componentes, y
como se aglutinan en el Amor-Misericordioso? Por medio de una capacidad de
actualización que tiene la fe. No se trata de recordar, porque el recuerdo
tiene por esencia la clara comprensión de “lo pretérito”; se trata de una
memoria cuya fuerza está en la actualización. Es una clase muy especial de
evocación en la cual lo central no está en entender su rasgo histórico, sino
que lo que se vuelve básico son dos aspectos:
·
Se
hizo por mí, cuando sucedió se tuvo en cuenta mi existencia y que su fruto
sería para mí, alimento, que sus consecuencias me tocarían
·
De
qué manera yo, no soy paciente-pasivo, sino agente-activo.
Es
como viajar en “el túnel del tiempo” para poder asumir y asumirme como
con-structor y participar en lo que de otra manera me resultaría extraño y
extrañante.
Si
Dios toma mis culpas sobre sí, si Dios perdona, la consecuencia es que soy
perdonado y –por tanto- también yo puedo perdonar hasta lo que me sonaba
imperdonable. La voluntad de Dios que no consiste en hundirnos sino en
rescatarnos, esa Voluntad que llamamos misericordiosa, puede ser la nuestra si
podemos despegarnos de nuestra terrenalidad excluyente y, en cambio, alcanzamos
–esmerándonos en ello- nuestro ser-Celestial. Único requisito y condición,
cambiar el corazón de piedra por un corazón de carne: «El cielo entero es mío,
porque es tuyo en primer término, y ahora me lo das a mí en mi vuelo. Mi
juventud surge en mis venas mientras oteo el mundo con serena alegría y
recatado orgullo. ¡Qué grande eres, Señor, que has creado todo esto y a mí con
ello! Te bendigo para siempre con todo el agradecimiento de mi alma.»[2]
Al
elevar esta voz de agradecimiento no se puede dejar de lado zambullirnos en la
profundidad del Mandamiento sinóptico de Jesús, el Mandamiento del Amor.
Venimos repitiendo en todas las tonalidades y con las más diversas palabras que
el Amor Ágape es un don. Y, acabamos de agradecer ese don. No obstante, la
liturgia de hoy da otro paso, entra a hablarnos del Súper-Don, este Don que
está –por así decirlo, por encima de todos los dones y carismas, es el “Don de
todos los Dones”, es el perdón.
Decíamos
arriba, refiriéndonos a la Primera Lectura, que el “enemigo” tenía un papel
fundamental en el contexto trasversal de la Liturgia de la Palabra de este
Domingo. Nos va a decir sobre la esencia del cristiano y del cristianismo. El
amor que Dios nos ha dado, que ha depositado en nuestras manos y que es a
imagen y semejanza suya es el amor que es capaz de volverse súper-don, que no
reclama nada y no pide nada a cambio. Que pasa por nosotros sin venir de
nosotros y del cual somos sólo espejo.