Is
22,19-23; Sal 137,1-2a.2bc-3.6.8bc; Rm11,33-36; Mt 16,13-20.
¿y
vosotros quién decís que soy yo?". No permite que se atrincheren tras las
opiniones de otros, quiere que digan su propia opinión.
Raniero Cantalamessa
OFM Capuch.
La Iglesia no es para
salvarse. La Iglesia es para salvar. No es para salvarme yo, es para salvar al
otro.
Gustavo Baena. s.j.
Así
como la fe puede verse desde un doble ángulo, ya sea como una aceptación
intelectual de los Misterios de Jesucristo –lo cual es sólo una parte de la
fe-, o –además de eso- como un compromiso con el mundo para lograr su
transformación, para hacer de él un mejor lugar para vivir; así también, el
Evangelio puede verse como el recuento de la historia Salvífica de Jesús para
ofrendar su Vida al Padre por nuestra Redención, o –sin descontar lo anterior-
reconocer en el Evangelio un mensaje que se nos ha legado y que constituye la
Misión de la Comunidad Creyente: La Enseñanza de Jesús, “Él es el origen, guía
y meta del universo. A él la gloria por los siglos.” (Rm 11,36), un derrotero
para poder cristificar nuestra vida y hacernos, –no dioses- sino, arropados en
la humilde aceptación de nuestra fragilidad pero asistidos por la Gracia del
Espíritu Santo que nos inhabita, lograr ser imágenes vivas del Hijo. Esa Misión
nos “convoca” –y recordemos que la Iglesia es la Comunidad de los Convocados
puesto que la etimología de esa palabra deriva del verbo griego “llamar”- al
descentramiento de nosotros mismos, en favor del otro, del semejante, del
prójimo, del necesitado, en un proceso de generosa renuncia del egoísmo en aras
de darle a otros esa Herencia que nos dio el Divino Maestro.
En
el Domingo XIX del Año, vimos a San Pedro procurando forzar a Jesús a darle una
prueba que fuera el soporte de su fe, pero, sobrecogido y superado por sus
propios temores, constató su endeblez y la necesidad de estar siempre “cogido”
de la Mano de su Señor. En el Domingo XX vimos con estupor que –en muchos
casos- pertenecer a la Comunidad de Fe, haber pertenecido a la Iglesia “toda la
vida”, no garantiza que podamos adentrarnos en el Misterio de Jesús con mayor
éxito que los foráneos, y eso nos lo mostró la cananea de fe tenaz y con
humildad a toda prueba. Ya en esa
reflexión del Domingo XIX del ciclo A, nos proponíamos no juzgar con excesiva
dureza a San Pedro, puesto que todos a nuestra manera y cada quien en su
circunstancialidad personal, nos hemos hundido y hemos fracasado al tratar de
“caminar sobre las aguas”, y más, cuando el viento de las crudas inclemencias
nos ha hecho trastabillar. Si, hoy, al reflexionar el Evangelio del XXI Domingo
volvemos a identificarnos con Simón-Pedro, al reconocer que Jesús nos entrega
la “Llave” y nos encarga la responsabilidad “administrativa” que conlleva ser
el “mayordomo”. Es así como el “compromiso” se da a San Pedro para que entendamos
que se nos la dio a cada uno de nosotros y comprendamos que la Iglesia no son
sus jerarcas sino que todos somos la Iglesia. [Discerniendo bien lo que se
entregó a Simón-Pedro y a sus sucesores con exclusividad, por su primado]. «
¿Qué significan «comunidad
sacramental» y «sacramento original»? Significan que el pueblo de los
bautizados, reunidos en una misma fe y en una misma obediencia alrededor de sus
jefes, los sucesores de los Apóstoles, es hoy como ayer el signo sensible y el
instrumento de que se sirve el Señor para transmitir a los hombres su Vida
personal y divina, para extenderla cada vez más lejos, para interiorizarla cada
vez más en las generaciones humanas.»[1]
No
podemos desatender la manera –a veces cicatera y encarnizada- como nos
exceptuamos de ser Iglesia para descargar sobre otros nuestra responsabilidad. «…no
debemos mirar la Iglesia con ojos miopes, sino con los ojos de la fe; cada uno
de nosotros debe mirarse a sí mismo y a los demás con los ojos de la fe, para
ver en sí mismo y en los demás la gloria
de Cristo –que ya resplandece en nosotros- con gratitud y con alegría...
debemos, pues, superar la lamentación, es decir, esa actitud que capta sólo la
institución exterior de la Iglesia, con todas sus inconsistencias, sus
incoherencias, sus pecados (los pecados de sus miembros que somos nosotros), y sus
lentitudes… No debemos mirar con ojos miopes solamente los fenómenos negativos
(que son muchos y todos los conocemos y hasta podríamos enumerarlos), no
debemos mirar solamente los fenómenos negativos del mar en tempestad que rodea
esta nave gloriosa y que a veces nos asusta (el avanzar del secularismo, la
pérdida de prestigio de la iglesia en la sociedad, etc.)… no debemos, sin
embargo, desprendernos del sufrimiento y del recto juicio sobre las cosas que
no están bien en la Iglesia…nos damos cuenta, con dolor, de cuánto el aspecto
visible de la Iglesia deja resplandecer sólo en parte esa gloria y, por tanto
justamente, sufrimos y gemimos. Y debemos orar: “Señor, venga tu reino, ¡sea
santificado tu Nombre!”… estamos llamados a empeñarnos para que, en nuestra
vida personal y en nuestras actitudes, resplandezca algo del fulgor de la
gloria de Jesús.»[2]
Tampoco
la profecía de Isaías se refiera sólo a Sebná, mayordomo del palacio, personaje
tristemente célebre en la historia del pueblo escogido por desviar fondos del
“erario público” para construirse una suntuosa tumba. El norte del “servidor”
(un mayordomo no es otra cosa que un servidor, como es el “mayor de la casa”,
tendrá que ser el servidor más comprometido), de estar encargado del bienestar
del pueblo ha pasado a estar comprometido con el cuidado y el culto de la
propia personalidad que no son otra cosa que idolatría, auto-idolatría. Así que
Dios llama a otro, A Eliaquim (cuyo nombre significa “Dios levanta”) que sirvió
en el palacio de Ezequías y figura en la genealogía de Jesús (Lc 3, 30) y quien
también, como San Pedro, fue convocado para llevar en su hombro “la llave”.
También él es una alusión a cada uno de nosotros.
Viene
allí la explicitación del significado de “la llave”, elucidación que sirve al
doble caso de Eliaquim y de San Pedro: “lo que וּפָתַח֙ abra nadie סֹגֵ֔ר lo cerrara, lo que él וְסָגַ֖ר cierra nadie lo פֹּתֵֽחַ abrirá” (Is 22, 22), o, con mayor
explicites, como lo dice Jesús: “lo que δήσῃς
ates en la tierra, quedará δεδεμένον
atado en el cielo, y lo que λύσῃς
desates en la tierra, quedará λελυμένον
desatado en el cielo”(Mt 16, 19). He aquí la trascendencia de la Misión. Las
obras de aquí resuenan con intensa repercusión en el Allá; no son dimensiones
ajenas, excluyentes y disyuntas sino planos resonantes de la realidad-una que es
la vida-empezada-aquí–continuada-Allá. Esta potestad ha sido entregada en la
persona de San Pedro a la Iglesia. «Atar-desatar expresa entre los rabinos la
totalidad del poder, bien sea el de prohibir y permitir (=establecer reglas),
bien el de condenar y absolver (=excluir de la comunidad y admitir en ella). El
poder de las llaves confiado a Pedro, pero también al conjunto d la comunidad
(Mt 18,18) es por tanto un poder espiritual. Lo que constituye su peso es que
Dios lo ratifica.»[3]
Así
pasamos en el Evangelio de San Mateo a la Segunda Parte, capítulos 16 a 28, que
se ocupa de la Comunidad, de su construcción, del cuidado especial de los discípulos
para poderles encargar la obra continuadora. Desaparece de escena la gente y,
permanecen –como co-protagónicos- los discípulos y los contradictores. San
Pedro, toma la voz –a nombre nuestro- para declarar que Jesús es el hijo del
Dios-vivo.
De
esta manera y con esta declaración Jesús deja de ser un salvador en solitario, para
comisionarnos portadores de la salvación, hijos de Dios porque somos hermanos
de Jesús Cfr. Mt 12, 49-50. Es así que al ser Iglesia, al hacernos Comunidad de
fe, nos remangamos y nos ponemos manos a la obra. No nos reducimos al
aleluyatismo estéril sino que, poniendo los pies fuera de la barca, empezamos a
caminar con los ojos fijos en Su Rostro. Sólo así, confiados en la firmeza de
Su Mano que nos coge antes de hundirnos, que nos salva, para que salvemos, que
confía en nosotros y nos encarga sus Llaves, podremos reconocerlo Señor y Dios
nuestro, podremos identificarlo como el Mesías.
«Aparentemente
la fe consiste en suscribir unas verdades teóricas, especulativas e ideales.
Pero hay un gran peligro de querer reducir la fe a una ciencia puramente
nocional y muchos parecen no superar este estadio. Contra esta posición
esterilizante se ha reaccionado afirmando de infinitos modos que la fe es un compromiso,… la fe será inserción en
este mundo o huida de él, o las dos cosas a la vez… No existen, pues, dos
clases de fe católica: una mística e interior y otra comprometida y
conquistadora. Es la misma fe teologal que a la vez busca a Dios e irrumpe en
el universo para mejorarlo en su mismo orden... El compromiso temporal pone a
prueba la fe, pero también pone al descubierto su autenticidad y sinceridad. La
Iglesia cree hasta el punto de querer que sus hijos trasformen las
instituciones deficientes, reformen el mundo, lo dispongan y abran en lo
posible, a su destino total... nosotros debemos dar nuestra vida por nuestros
hermanos, empleándola en el esfuerzo sin desfallecimiento, por un mundo mejor. Esta
continua presencia en el mundo es una viva confesión de la Verdad de la
Caridad: en esto conocerán todos que sois
mis discípulos, si tenéis caridad unos para con otros (Jn 13, 35).»[4]
[1] De
Bovis, André. s.j. LA IGLESIA, SACRAMENTO
DE JESUCRISTO. http://www.mercaba.org/FICHAS/IGLESIA/
i_sacram_de_JC.htm
[2]
Martini, Carlo María. LA IGLESIA UNA,
SANTA, CATÓLICA Y APOSTÓLICA. Ed. San Pablo Bogotá-Colombia 2005. pp. 14-16
[3] Le
Poittevin P. Charpentier, Ettienne. EL EVANGELIO SEGÚN SAN MATEO. Ed Vebo
Divino. Estella
-Navarra 1999. p. 51
[4] De
Bovis, André. s. j. FE Y COMPROMISO TEMPORAL. En SELECCIONES DE TEOLOGÍA Tomo
II Facultad de Teología San Francisco de Borja. San Cugat de Vallés-Barcelona.
1963 pp.296-300