Is 66,18-21; Sal
116,1.2; Heb 12,5-7.11-13; Lc 13,22-30
Bienaventurados los
que buscan la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios.
Mt 5,9
Jesús, en
su respuesta, traslada el centro de atención de cuántos se salvan a cómo
salvarse, esto es, entrando «por la puerta estrecha»
Raniero
Cantalamessa ofm. Cap.
Empecemos
a leer detenidamente el Evangelio de este Domingo XXI del tiempo ordinario, ciclo C. Jesús, en el contexto de
nuestra fe, se nos ofrece como paradigma para nuestra propia existencia. Sus
actos nos brindan un δειγμα (ejemplo, modelo) para sus seguidores. Más aún, se
nos propone como como “Camino, Verdad y Vida” (Jn 14, 6), y digamos que su
validez paradigmática está fuera de toda discusión cuando hacemos consciencia
que Jesús no es simplemente un hombre sino que Él es Dios y Hombre, que Él es
el mismísimo Hijo de Dios.
Va
camino de Jerusalén, y en su recorrido va pasando por pueblos y ciudades,
destaquemos que no simplemente pasa, sino que pasa διδάσκων enseñando (el verbo διδάσκω literalmente traduce “causando
aprendizaje”). Dos aspectos rescatamos de este versículo. Su desplazamiento, Él
no simplemente llega y se queda ahí, en algún sitio, sino que se desplaza, se
desacomoda, vive itinerante, dijéramos que vive en permanente “Éxodo”; nos
propone una existencia dinámica. Esto es, nos enfoca en un estilo para vivir la
fe, no y para nada muellemente apoltronado, sino vital, que va en busca, que
sale al encuentro. Va buscando a “las ovejas perdidas” y no las busca para
castigarlas, para imponerles torturas, ni para venderlas por ser ovejas en
diáspora. ¡Las busca para enseñarles! He aquí el Rostro salvífico de la
enseñanza. Él las va a salvar de su dispersión, reuniéndolas, unificándolas en
un solo rebaño. Para unirlas no se las llevará a un sitio específico, dado que
su reino no es “geográfico”, su reino se edifica en el corazón de los llamados
con esa enseñanza. Ese gesto de Dios-humanado está saturado de ternura, es
equivalente –en la parábola de los dos hijos en Lc 15, 20- a cuando el Padre,
divisa a su hijo a lo lejos, “Y
cuando aún estaba lejos, lo vio su padre, y fue movido a misericordia, y
corrió, y se echó sobre su cuello, y le besó.” Equivale a esa carrera del Padre,
saliéndonos al encuentro. Nos estamos refiriendo a nuestra fe como un
reinado pleno de Misericordia, de acogida misericordiosa.
Y
del otro lado de ese versículo, tenemos hacia dónde avanza Jesús. Nos dice que
se encaminaba hacia Ἱεροσόλυμα
Jerusalén. ¿Qué es Jerusalén? La
palabra traduce “morada de la paz” y nosotros lo entendemos como adjetivo que
califica al “reino”, ¿cómo es el reino de Dios? El reino de Dios se define como
una estancia de paz. Y, entendemos también que no solamente el reino lo es,
sino que el sólo hecho de caminar en su rumbo ya la implica. Quizá no todavía
en plenitud, pero ya en sus primicias. Que, en la Segunda Lectura, tomada hoy
de la Carta a los Hebreos, se llaman καρπὸν εἰρηνικὸν, δικαιοσύνης
“frutos de paz y de santidad”.
No es caprichosa la interpretación, Jesús
mismo la establece como vemos más adelante, en el evangelio de este Domingo, en
Lc 13, 29 donde dice que llegados de los cuatro puntos cardinales vendrán a ἀνακλιθήσονται
(yacer, recostarse, reclinarse)(era la posición en que se ponían para comer) ἐν
τῇ βασιλείᾳ τοῦ Θεοῦ en el reino de Dios. Y es esa expresión
aludiendo a los cuatro puntos cardinales la que nos lleva a entender que la
“enseñanza de Jesús” ha de ser llevada al “oriente, al poniente, al norte y al
sur”. Y que en todas esas direcciones habrá quienes den cabida y acepten oír y
aprender de Él. Porque esta obra de expansión de sus enseñanzas (que nosotros,
para decirlo en breves palabras, llamamos “evangelización”) se nos ha encargado
a nosotros como parte de ese dinamismo de la fe, pero no es obra nuestra, es Él
Quien la realiza. Digamos otra palabra que consideramos pertinente, y, que es
–por lo mismo- en la jerarquía de nuestras labores, la obra principal. Esa es
nuestra competencia.
¿Tendrán cabida todos? Entrar en el Reino no
depende de vivir en tal o cual ciudad, no depende de haber ido a Roma o de
haber visitado Tierra Santa, ¡No! Como nos lo explica el Padre Raniero
Cantalamessa, es el fruto de una «decisión personal seguida de una coherente conducta de vida»[1]. Pues
esta perícopa de Lucas nos habla como de un momento divisorio, un momento en el
que el Padre (Dueño de Casa) se levanta
de la Mesa (porque el Reino es un “Banquete”) y cierra las Puertas. Pero sólo
hasta ese entonces, todos, los de todas las direcciones, “hasta de los países
más lejanos y las islas más remotas” (se nos dice en Is 66,19 que forma parte
de la Primera Lectura de este Domingo XXI), están siendo convidados, y no es de
nuestra competencia establecer discriminaciones, eso sólo le compete al Dueño de Casa. Para
nosotros el tema es que la Puerta, pese a su estreches y al esfuerzo tesonero
que demanda, está abierta para todos. ¡Y eso nos basta!
Pero esos dos aspectos de la Puerta, ese par de
rasgos, forma parte de la Enseñanza, enseñanza que se vigoriza con la expresión
Ἀγωνίζεσθε “Esfuércense”. De ahí inferimos que el Reino
no está ahí botado, sino que amerita un despliegue de “esfuerzos”, que es
demandante, que exige vigilancia, que requiere empeño, tenacidad,
perseverancia, ahínco y firmeza. Ese empeño tesonero para alcanzarlo lo ha
resguardado la Iglesia como uno de los rasgos característicos en la búsqueda y
construcción del reinado de Dios.
Completa nuestra mirada a las Lecturas de este
Domingo, remitirnos a los numerales 781 y 782 del Catecismo de la Iglesia
Católica donde se nos muestra cómo se hizo Dios un Pueblo para Sí y cuáles son
las características que nos identifican:
781 "En todo tiempo y lugar ha sido
grato a Dios el que le teme y practica la justicia. Sin embargo, quiso
santificar y salvar a los hombres no individualmente y aislados, sin conexión
entre sí, sino hacer de ellos un pueblo para que le conociera de verdad y le
sirviera con una vida santa. Eligió, pues, a Israel para pueblo suyo, hizo una
alianza con él y lo fue educando poco a poco. Le fue revelando su persona y su
plan a lo largo de su historia y lo fue santificando. Todo esto, sin embargo,
sucedió como preparación y figura de su alianza nueva y perfecta que iba a
realizar en Cristo [...], es decir, el Nuevo Testamento en su sangre,
convocando a las gentes de entre los judíos y los gentiles para que se unieran,
no según la carne, sino en el Espíritu" (LG 9).
782 El Pueblo de Dios tiene
características que le distinguen claramente de todos los grupos religiosos,
étnicos, políticos o culturales de la historia:
—
Es el Pueblo de
Dios: Dios no pertenece en propiedad a ningún pueblo. Pero Él ha adquirido
para sí un pueblo de aquellos que antes no eran un pueblo: "una raza
elegida, un sacerdocio real, una nación santa" (1 P 2,
9).
—
Se llega a ser miembro de
este cuerpo no por el nacimiento físico, sino por el "nacimiento de
arriba", "del agua y del Espíritu" (Jn 3,
3-5), es decir, por la fe en Cristo y el Bautismo.
—
Este pueblo tiene por Cabeza a
Jesús el Cristo [Ungido, Mesías]: porque la misma Unción, el Espíritu Santo
fluye desde la Cabeza al Cuerpo, es "el Pueblo mesiánico".
—
"La identidad de
este Pueblo, es la dignidad y la libertad de los hijos de Dios en cuyos
corazones habita el Espíritu Santo como en un templo" (LG 9).
—
"Su ley,
es el mandamiento nuevo: amar como el mismo Cristo nos amó (cf. Jn 13,
34)". Esta es la ley "nueva" del Espíritu Santo (Rm 8,2; Ga 5,
25).
—
Su misión es
ser la sal de la tierra y la luz del mundo (cf. Mt 5,
13-16). "Es un germen muy seguro de unidad, de esperanza y de salvación
para todo el género humano" (LG 9).
—
"Su destino es el
Reino de Dios, que Él mismo comenzó en este mundo, que ha de ser extendido
hasta que Él mismo lo lleve también a su perfección" (LG 9).
Nos
dice el papa Francisco[2]: « En la actualidad pasamos ante muchas
puertas que invitan a entrar prometiendo una felicidad que luego nos damos
cuenta de que dura sólo un instante, que se agota en sí misma y no tiene
futuro. Pero yo les pregunto: nosotros, ¿por qué puerta queremos entrar? Y, ¿a
quién queremos hacer entrar por la puerta de nuestra vida? Quisiera decir con
fuerza: no tengamos miedo de cruzar la puerta de la fe en Jesús, de dejarle
entrar cada vez más en nuestra vida, de salir de nuestros egoísmos, de nuestras
tormentas, de nuestras indiferencias hacia los demás. Porque Jesús ilumina
nuestra vida con una luz que no se apaga más. No es un fuego de artificio, no
es un flash. No, es una luz serena que dura siempre y nos da paz. Así es la luz
que encontramos si entramos por la puerta de Jesús. Cierto, la puerta de Jesús
es una puerta estrecha, no por ser una sala de tortura. No, no es por eso. Sino
porque nos pide abrir nuestro corazón a Él, reconocernos pecadores, necesitados
de su salvación, de su perdón, de su amor, de tener la humildad de acoger su
misericordia y dejarnos renovar por Él. Jesús en el Evangelio nos dice que ser
cristianos no es tener una «etiqueta». Yo pregunto: ustedes, ¿son cristianos de
etiqueta o de verdad? Y cada uno responda dentro de sí. No cristianos, nunca
cristianos de etiqueta. Cristianos de verdad, de corazón. Ser cristianos es
vivir y testimoniar la fe en la oración, en las obras de caridad, en la
promoción de la justicia, en hacer el bien. Por la puerta estrecha que es Cristo
debe pasar toda nuestra vida.».
Concluimos
nuestra reflexión con una voz positiva, con una voz de aliento tomada en préstamo
del Padre Cantalamessa que cierra su homilía así: «El
camino de los justos … es estrecho al comienzo, cuando se emprende, pero
después se transforma en una vía espaciosa, porque en ella se encuentra
esperanza, alegría y paz en el corazón»[3].
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