SE LLENARON COMPLETAMENTE
Hch 2, 1-11; Sal 103, 1ab y 24ac. 29bc-30. 31.
34; 1Cor 12, 3b-7. 12-13; Jn 20, 19-23
«…el don de
Pentecostés era una fuerza conferida a los apóstoles, cara a un testimonio, en
un medio con frecuencia hostil.»
Ignace de la Potterie s.j.
Este
verbo griego quiere decir llenar completamente, hasta el borde, “rellenar”,
llenar al tope. Es el verbo que usó San Lucas en el Capítulo Segundo de los
Hechos de los Apóstoles para describir
la acción del Espíritu Santo, al posarse sobre los apóstoles en forma de
lenguas de fuego. Que esa era una teofanía se expresa con el “gran ruido venido
del cielo” y con el “viento fuerte que resonó en toda la casa”. Este “estruendo”
nos dice que es la acción de la Poderosísima Presencia del Señor Dios
Omnipotente.
El
hombre, por haber sido creado carnal, no podría recibir la perfección “de golpe”. A esta perfección sólo puede acceder
paulatinamente, por eso el hombre necesita de un proceso de perfeccionamiento,
esto es, necesita de historia. El proceso de perfeccionamiento es
apoyado por Dios: Hijo y Espíritu son “las dos manos del Padre” con las que
todo lo ha creado y con las que lo apoya en su tarea de irse asimilando a Dios,
así lo explicó San Ireneo. A este propósito previó Dios una economía, un plan
de salvación para que el ser humano pueda unirse a Dios. Nosotros llamamos a
este proceso “cristificación”. Este es el propósito central del Espíritu. El
Espíritu obra en nosotros para que esa asimilación se vaya produciendo. Sin
embargo, la fórmula de Ireneo no se ha promovido porque hace del Hijo y el
Espíritu órganos sub-alternos, sujetos al Padre. Quebranta y vulnera la imagen
Trinitaria de Dios en nuestra fe, nosotros equiparamos las Tres Divinas
Personas, sin “someter” ninguna de ellas a la Otra, nuestra fe establece que son
consustanciales, los Tres participan de la misma Divinidad; en ello insistieron
muy enfáticamente los Padres de la Iglesia: San Atanasio, San Basilio, San
Gregorio Nacianceno. Pero, lo que sí es cierto es que efectivamente Dios-Padre nos
dona su Amor en la acción de las otras Dos Divinas Personas.
El
Hijo es, no solamente revelación humanada del Padre, sino plantilla
paradigmática para nuestro avance en la cristificación. El Espíritu, por otra
parte nos aclara y nos recuerda siempre al Modelo: el logos. Por eso Él es el
Camino, la Verdad y la Vida. No la Vida Bio sino la vida Zoe, la
vitalidad espiritual allende la carne, nos atreveríamos a decir, la Vida-de-verdad.
La
acción del Espíritu Santo en el ser humano es constante, pero tiene sus “picos”
en la vida sacramental. Ya el bautismo nos abre a la prerrogativa de una “vida
resucitada” en Jesucristo, que es una Vida Regenerada y que nos incorpora en el
pueblo de Dios, brindándonos la triple dignidad de sacerdotes, profetas
y reyes. Pero, estas donaciones que nos
hace el Espíritu no se limitan a “dignificar”. Bien que el sacramento “puerta”
nos hace plausibles de llegarlo a ser, vienen los otros sacramentos de
iniciación a “activar” esas potencialidades, a actualizarlas. Está la βεβαιόω confirmación
(en el sentido de ratificación, textualmente quiere decir “caminar en suelo
firme”), pero esa confirmación –en otra parte hemos insistido no se ha de ver
como “la segunda dosis”- sino es un “hacer firme” (retoma la idea de “caminar
en piso firme”) o “fortalecer” para poder cumplir –como si esa fuera nuestra
profesión- el envío, el encargo misionero y profético, se ha cumplir quasi
ex officio, como dice Santo Tomás en la Suma Teológica.
El
culmen de la cristificación se encuentra en el sacramento de la Eucaristía. Ya
que somos lo que comemos, en la Eucaristía nos comemos a Jesús, para que
nuestra carne incapaz se eduque para poder contener al Espíritu. Comemos su
Persona y Presencia verdaderas que han transustanciado el Pan y el Vino para
que, también, nos transustancien, nos “transfiguren”, configurándonos a Jesús. En
esta obra de la bioquímica espiritual la “encima” es la acción del Espíritu
Santo. Al recibirlo en la “Comunión” nos convertimos en el Cuerpo de Cristo,
por la acción del Espíritu Santo.
Este
proceso sacramental que va marcando los hitos de nuestra configuración plena
con Jesús alcanza esta cima en la Eucaristía que es misterio pascual, pascua de
“la nueva Iglesia”. Los tres sacramentos completan nuestra iniciación
cristiana.
Con
el bautismo participamos de la muerte y la resurrección (muerte al ser
sumergidos, resurrección al salir del agua a vivir una Nueva Vida regenerada).
Notemos que en la Segunda Lectura se nos enseña que al participar del bautismo
participamos del mismo Espíritu para formar “un solo cuerpo”, es decir, ser
incorporados en el organismo de la comunidad eclesial, donde no somos
individualidades aisladas, sino que en ella nos hacemos co-corporeos. El
Espíritu, es como agua de oasis, se nos da para que todos bebamos de Él. Y el
beber, no sólo calmamos “nuestra sed”, además somos in-corporados.
Las
células de un organismo no están sueltas y simplemente colocadas la una al lado
de la otra. Ellas están entrelazadas, formando precisamente “tejidos”. ¿Qué nos
une a nosotros para hacernos “Cuerpo”, tejidos del mismo organismo, el Cuerpo
Místico? La comunicación que en Pentecostés está simbolizada por las “lenguas
de fuego”, es decir, un “habla ardiente”, ardiente de amor, dialogo fervoroso.
El amor que nos quema (como en la Zarza ardiente, sin consumirnos), lo que nos
enlaza a nosotros es hablarnos (en los múltiples planos del habla) los unos a
los otros con cariño, con respeto, con ternura, con fraternidad, con paz. “En
cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común, esto nos parece
altamente importante, no es un Espíritu intimista, no es un asunto privatizado,
es –por el contrario- un don para favorecernos como comunidad, no como egoísmo.
«El Espíritu no se da para el provecho personal, sino para la comunicación de
la “Buena Noticia” del Evangelio, que transforma las relaciones y hace surgir
la fraternidad y el compartir, realidades que pueden proporcionar libertad y
vida para todos.»[1]
¡Esa
“habla ardiente” tiene un contenido! No se trata de hablar de cualquier cosa,
en la Primera Lectura, en el último versículo se nos dice de qué contenido se
trata: “De las maravillas de Dios” (Hch. 2, 11). El habla que nos acerca y nos
hermana, que nos une en “un pueblo escogido” no es un habla de indiferente
contenido. Precisamente lo que le da su “ardor” es que discurre sobre Dios y
capta que Dios es maravilloso y habla de esas maravillas testimoniándolas. No
se trata de un cotorreo teológico –que terminaría por ser soso y hasta
desesperante- se puede hablar de todo y de cualquier cosa, haciendo presente
siempre en la esencia del “discurso” las maravillas del Señor. Un ejemplo
flagrante lo encontramos en el Salmo 103 que proclamamos en la liturgia de este
Domingo de Pentecostés: “Señor y Dios mío, inmensa es tu grandeza”. Cuando
oramos este Salmo estamos loando al Señor, cantando sus maravillas, y, por lo
mismo y tanto cuanto, hablando ardientemente.
Notemos,
una vez más, que Jesús sopla sobre nosotros su Espíritu, no para que nos
llenemos de ínfulas y andemos por ahí infatuados (como pasaba con los gnósticos
que combatía San Ireneo, que complicaban las verdades de la fe hasta hacerlas
incomprensibles, para poderlas acaparar), sino para hacernos a) portadores de
Paz y, b) para fortalecernos en el “envío”, que no vayamos aterrados (y vivamos
a puerta cerrada por miedo) y nuestra lengua enmudezca, sino para que nos
alcance el valor y el arrojo para testimoniar sin arredrarnos pese a rechazos, incomprensiones,
burlas y persecuciones como se nos muestra en todo el Libro de los Hechos y en
toda la historia de la Iglesia, aún –y quizás peor que nunca- en nuestras días.
c) Último pero no menos importante -al revés- pasa que muchas veces dejamos
algo al último para que –siendo lo último que mencionamos, quede más vivamente
en el recuerdo, para que seamos capaces de practicar el “perdón”.
Aquí
se debe incluir, extendiendo el perdón fraterno, a ese otro perdón que Dios
mismo nos da y que Él instituyó como otra manera de quedarse entre nosotros, el
“perdón ministerial” que –por ser un sacramento- requiere de un Sacerdocio
Ordenado para otorgarlo, nos referimos al Sacramento de la Conversión que se
nos ofrece a través de quienes por su especial condición sacerdotal, han sido
convocados a obrar en persona Christi. El Evangelio ratifica esta autoridad “delegada”
a la posteridad de los “discípulos”: ἄν τινων ἀφῆτε τὰς ἁμαρτίας, ἀφέωνται αὐτοῖς· ἄν
τινων κρατῆτε, κεκράτηνται. “A los que les perdonen los pecados, les
quedaran perdonados; y a los que no se los perdonen, les quedaran sin perdonar”.
Al
entregarnos el Espíritu Jesús-Resucitado repite un gesto del Padre, el gesto
con el cual infunde vida a lafigura de barro que había forjado con “tierra
fina”. Se trata del soplo que infunde Nefesh y, que en este caso, es
comunicación de un don esencial: el don de la Paz. El “alma” del Hombre Nuevo
es un alma “pacífica”. ¡Jesús muestra en su Cuerpo tatuadas las marcas de la
“violencia” que se le han hecho! Pero a esta violencia Él no responde con
violencia. Responde entregando Paz: Εἰρήνη ὑμῖν. “La paz esté con ustedes”.
Nadie
puede creer si el Espíritu no le abre el corazón a la disponibilidad de la fe.
Mucho menos podremos reconocer y aceptar y vivir en el contexto del señorío de
Jesús si no es el Espíritu el que nos hace dóciles para abrirle nuestro pecho e
invitarlo a constituir nuestro corazón en su “tienda de campaña”. Que el
Espíritu Santo nos capacite para decir ¡Ven Señor Jesús! ¡Venga a nosotros tu
Reino!
[1]
Storniiolo, Ivo. CÓMO LEER LOS HECHOS DE LOS APOSTOLES. EL CAMINO DEL
EVANGELIO. Ed. San Pablo. Santafé de Bogotá-Colombia 1998. p. 33.
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