sábado, 28 de mayo de 2016

EL MISMO AYER, HOY Y SIEMPRE


Gen 14,18-20; Sal 109,1.2.3.4; 1Cor11, 23-26; Lc 9,11b-17

Llamados por la luz de Tu memoria,
marchamos hacía el Reino haciendo Historia,
fraterna y subversiva Eucaristía.
Pedro Casaldáliga

El Evangelio que leemos en esta Solemnidad, tomado del evangelio según San Lucas, es el de la multiplicación de los cinco panes y los dos peces. Lo leemos todo en clave de Eucaristía. La eucaristía es ese Sacramento Central de nuestra fe que nos permite caminar por la Historia, y vivir el tiempo en un proceso de construcción del Reino, haciéndonos pueblo de Dios, y en tanto y cuanto pueblo de Dios, integrándonos en el Cuerpo Místico de Cristo. «La Eucaristía actúa el Reino en el mundo, no por la fuerza del hombre, sino en virtud de la acción del Espíritu del Resucitado.»[1] Este proceso nos lleva de la desarticulación de individuos, del hombre masa, a la feliz condición de Hombres Nuevos, insertos en la organicidad del Cuerpo Místico, “pueblo ordenado”. «El don de Jesús, mucho más grande que el de Eliseo: allá 20 panes para 100 personas (relación 1/5), aquí 5 panes para 5.000 personas (relación 1/1.000)!... esos números son una forma popular de hacer teología: expresan la plenitud sobreabundante del don de Dios para el que escucha su palabra. Los 5.000 están divididos en grupos 50 x 100: recuerda la disposición de Israel ordenada por Moisés (Ex 18, 25). Por la palabra de Jesús, la multitud desordenada se trasforma en un pueblo ordenado y bien compaginado.»[2]  



«Queremos descubrir el valor de la Eucaristía, no limitándonos a repetir todos los domingos el rito de la Misa como un gesto fuera de la vida y de nuestras escogencias cotidianas, sino haciéndola centro, punto de referencia y criterio de búsqueda vocacional, de revisión de nuestra vida cristiana.»[3] Creemos preciso poseer una especie de “mapa mental” de la Celebración para poder “navegar” por ella, sabiendo –no sólo- por donde vamos, sino –además- a qué le apuntamos: derrotero y meta. Sabemos que la “misa” está conformada por dos partes principales: La liturgia de la Palabra y la Liturgia Eucarística. Y dos partes “complementarias”: antes de la liturgia de la Palabra están los “ritos iniciales”; y, después de la liturgia Eucarística, están los “ritos conclusivos”


Los ritos iniciales son: la Entrada, el Saludo, la Señal de la cruz, el Acto penitencial, el Gloria y la Oración colecta. La liturgia de la Palabra está organizada de la siguiente manera: Primera Lectura, Salmo Responsorial, Segunda Lectura, Evangelio, Homilía, Credo y Oración universal. A continuación entramos en la Liturgia Eucarística que sigue los pasos que vamos a mencionar: Rito de las ofrendas, Plegaria Eucarística, Padre Nuestro (también llamado “Oración Dominical”), rito de la Paz, (el rito de la Paz no es obligatorio, es facultativo del Sacerdote, quien puede decidir no hacerlo) y Rito de Comunión: El sacerdote, parte entonces el Pan consagrado y deposita un fragmento en el Cáliz que contiene la Sangre de Cristo, este fragmento es conocido con el nombre de “fermentum”; procede, luego, la doxología final: «Por Cristo, con Él y en Él, a ti, Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos». Acto seguido, sucede allí mismo la “Comunión” propiamente dicha. Esta parte culmina con la Oración Postcomunión que se pronuncia justo después de “purificar” y “reservar”.


Acontecen luego los “ritos conclusivos” que son: Bendición, Despedida y Envío. No debemos imaginarnos que el asunto “terminó” ahí. Por el contrario, el envío nos compromete a ir a poner en práctica y vivir lo que hemos celebrado. Sin esa vivencia la “misa” (palabra que significa “envío”) pierde todo su sentido. Se podría decir que ahí es donde verdaderamente comienza la Misa. El envío es más que una “tarea”, es el modus vivendi del cristiano, obliga e implica.

Quisiéramos depositar toda nuestra atención en la Plegaria Eucarística que no en vano decimos que es el “centro y culmen” de la celebración. Esta Plegaria es exclusiva del Sacerdote. Tenemos que comprender que la Ordenación Sacerdotal es el Sacramento que confiere a todos los presbíteros la facultad de obrar en Persona Christi Capitis, y según el rito de Melquisedec (¿en qué consiste el rito de Melquisedec?, como nos lo presenta la Primera Lectura, tomada del Libro del Génesis, en el capítulo 14, versículo 18, nos dice que “sacó pan y vino”; así el rito de Melquisedec es un rito que consiste en la presentación, como ofrendas, de Pan y Vino). Aun cuando en algún momento el sacerdote dice “decimos”, eso no significa que nuestros labios lo pronuncien, sino que la Boca de Cristo Sacerdote, como Cabeza que es del Cuerpo Místico, al hablar, habla “colectando” nuestras voces, e intenciones. ¿En qué consiste, pues, nuestra participación en esta Plegaria Eucarística? En poner todos nuestros sentidos, nuestra atención, alma, vida y corazón en lo que se está “celebrando”.


Lo primero que pronuncia el Sacerdote es el “prefacio”, palabra esta que significa “introducción”. A continuación viene el “Santo” aclamación que hacemos todos sumando –ahí sí- nuestras voces; a continuación viene la “epíclesis” (esta curiosa palabra griega significa “invocación”) es el ruego a Dios Padre para que los dones presentados sean aceptados y trasformados en el Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo, de ahí la expresión “Corpus Christi”.

Viene a continuación la Narración de la institución que acompaña la consagración, por eso, es  el momento más solemne de la Misa porque en ese momento ocurre la transustanciación que es el misterio de la transformación real del pan y el vino en el Cuerpo y Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo. Momento de adoración por excelencia. Sin solución de continuidad ocurre la Anámnesis.


La Segunda Lectura –tomada de la 1ª Carta de San Pablo a los Corintios- en dos oportunidades nos insiste: “Haced esto en memoria mía”, en griego dice τοῦτο ποιεῖτε εἰς τὴν ἐμὴν ἀνάμνησιν. Esta última palabra suena anamnesin viene del sustantivo anámnesis, “en memoria”, “en recordación”, “en conmemoración”, es “hacer reminiscencia”. Pero este memorial no se debe tomar como un traer al pensamiento, al cerebro, los archivos de memoria de “la institución” del Sacramento; sino, más bien, como llegarnos al momento, por así decirlo “viajar en el túnel del tiempo” a ese momento soteriológico.


¿Cómo entender esto? ¿Cómo es eso de “viajar en el tiempo”? No es que nosotros vayamos físicamente al momento histórico sino que el poder consagratorio del Sacerdote “trae” –místicamente hablando- tanto el momento de la Última Cena, como el momento del Sacrificio cruento en el Calvario “sacrificio puro, inmaculado y santo, pan de vida eterna y cáliz de salvación”, así como la Pascua de la Resurrección, esos momentos de Salvación vienen al Altar, coinciden en Él. Así como en un pliegue, un punto de la tela que está “atrás” se dobla y viene a coincidir con otro punto mucho más “adelante”, así la tela del tiempo se “dobla”, para que el sacrificio incruento actualice el momento del sacrificio cruento, y aquí hemos de comprender muy vivamente que cruento significa “con derramamiento de sangre”.


Pero este plisado de la “tela” del tiempo no se limita a traer un punto de atrás al “ahora”, sino que también anticipa un “punto” posterior, el momento en que Jesús Glorioso retornará, aludiendo al cumplimiento de la promesa, ratificando nuestra esperanza. Ese Cuerpo de Cristo que es el pan consagrado “anuncia la muerte del Señor ἄχρι οὗ ἔλθῃ hasta que Él vuelva” (Cfr. 1 Cor 11, 26).


«… la eucaristía se convierte en un testimonio luminoso y maravilloso de un nuevo modo de entender la convivencia humana, en una fuente impetuosa de justicia, de fraternidad, de caridad que se extiende sobre toda nuestra sociedad.»[4] El jueves 26, en la Homilía de Corpus, dijo Papa Francisco: «Recordemos la primera comunidad de Jerusalén: “Perseveraban [...] en la fracción del pan” (Hch2, 42). Se trata de la Eucaristía, que desde el comienzo ha sido el centro y la forma de la vida de la Iglesia. Pero recordemos también a todos los santos y santas –famosos o anónimos–, que se han dejado «partir» a sí mismos, sus propias vidas, para «alimentar a los hermanos». Cuántas madres, cuántos papás, junto con el pan de cada día, cortado en la mesa de casa, se parten el pecho para criar a sus hijos, y criarlos bien. Cuántos cristianos, en cuanto ciudadanos responsables, se han desvivido para defender la dignidad de todos, especialmente de los más pobres, marginados y discriminados. ¿Dónde encuentran la fuerza para hacer todo esto? Precisamente en la Eucaristía: en el poder del amor del Señor Resucitado, que también hoy parte el pan para nosotros y repite: “Haced esto en memoria mía”... responda también a este mandato de Jesús. Un gesto para hacer memoria de él; un gesto para dar de comer a la muchedumbre actual; un gesto para “partir” nuestra fe y nuestra vida como signo del amor de Cristo por esta ciudad y por el mundo entero.






[1] Martini, Carlo María. POR LOS CAMINOS DEL SEÑOR. Ed. San Pablo. Santafé de Bogotá D.C. – Colombia 1995 p. 249
[2] Fausti, Silvano. UNA COMUNIDAD LEE EL EVANGELIO DE LUCAS. Ed. San Pablo Bogotá – Colombia 2013. p. 293
[3] Martini, Carlo María. Op. Cit. p. 246
[4] Ibid . p. 247

sábado, 21 de mayo de 2016

RETADOS A VIVIR LA VIDA EN COMUNIÓN


Prov 8:22-31, Sal 8, 4-5. 6-7a. 7b-9.Rm5:1-5, Jn 16:12-15

…la persona humana más crece, más madura y más se santifica, a medida que entra en relación, cuando sale de sí misma para vivir en comunión con Dios, con los demás y con todas las criaturas.
Papa Francisco

Nos gustaría empezar con una afirmación supremamente importante para nuestro “ser-comunidad”. Siempre estamos recalcando que nuestra individualidad personal  está vinculada a su pertenencia a un “ser-Mayor” que nombramos: el “Cuerpo Místico de Cristo”. La afirmación importante es que nuestro ser no termina en la frontera de nuestra piel. Nuestro  ser se “extiende” más allá de la frontera determinada por nuestro cuerpo. Tratar de lidiar con este tema resulta muy arduo puesto que nuestras palabras –todas las que usamos- por lo general parten de un “enfoque” que, para poder hablar de los asuntos espirituales, tiene que rebasarse. Cuando entendemos nuestra “yoidad”, ese “yo”, en nuestra mente, tiene un croquis, cuyos límites son precisamente, los de la piel. Insistimos, el prejuicio tradicional considera que terminamos allí donde termina nuestra dermis. En cambio, quisiéramos tomar conciencia que somos más allá de esa frontera.



Quisiéramos remitirnos a la situación cuando vemos un ser querido a quien le pasa algo, por ejemplo, le duele algo, y, a nosotros también “nos duele”. Más aún, pese a la distancia, aun cuando ese ser querido esté distante, en otro país –puede ser el caso-  a pesar de las distancia, la sensación no es menos nítida. No se limita a situaciones dolorosas, somos capaces también de experimentar la alegría, el bienestar, la mejoría; y no sólo de seres queridos, en muchos casos –variará según el desarrollo del sentido de “solidaridad” que hayamos cultivado y desarrollado- somos capaces de co-padecer con cualquier prójimo aun sin conocerlo y ni siquiera saber su nombre.

La madurez de nuestra conciencia “trascendente” nos permitirá menor o mayor identificación con los “otros”, porque cualquier semejante es nuestro hermano y todo lo que le pasa a un hermano repercute en nosotros mismos. Esto nos lleva a recordar el capítulo 4 del Génesis y su interesantísima continuidad con el pecado de sus progenitores. Adán y Eva pecaron queriendo “ser como Dios”, lo que seguramente destaca que no debemos pretender ser lo que no somos, ahí está la esencia de la falta cometida por  ellos. Ahora, Caín anda “malgeniado” porque Dios no le acepta las ofrendas como las recibe de manos de su hermano Abel. Ya a él lo corroía el pecado de envidia, que consiste en “desear tener lo que otro tiene”. Caín peca no envidiando a Dios –como lo hicieron sus padres- sino envidiando al “otro”, a su “hermano”. ¡Ya aquí está explicito que el “otro” es mi “hermano”! Sí, ¡no hay que nacer de la misma madre para ser hermano”. (Es la misma envidia que tiene el hermano mayor del –así llamado “hijo prodigo”, porque no le dan “un cabrito para gozárselo con sus amigos”. (Lc 15, 11-32).



Todos estos conceptos de la espiritualidad nos cuestan mucho trabajo. No menos trabajo nos da aquello de que marido y mujer “ya no son dos sino que son una sola carne”. (Mt 19, 6b) Esta cita nos habla de un desborde de la “yoidad” en dos cuerpos, como resultado del vínculo conyugal. Toda la mentalidad manipulada por el mundo tiende a rebelarse contra esta “unicidad”. El individualismo exacerbado por nuestra cultura promueve una idea de “persona” en la que quepan ideologías como la de la “auto-realización”, la “auto-determinación-personal”, el “respeto al espacio del otro” y todo aquello que “divide” porque el objetivo del Malo es dividirnos, alimentar nuestra “separación”, fomentar nuestra “soledad” junto con nuestra “increencia”.

«Nuestras experiencias directas suelen ser de divisionismo, de separatismo, de sectarismo, de ruptura, de quiebre, de separación, de individualismo. Nada es más extraño a nuestra experiencia directa que la unidad, la solidez, la comunión, la fidelidad, la compenetración, la solidaridad. Presenciamos unidades transitorias, superficiales, momentáneas, puntuales, estratégicas; lo que se da en nuestro mundo de todos los días son las componendas interesadas,…»[1] Nosotros pensamos –en cambio- que lo “sano” es ser capaces de conmovernos, de sentir el dolor y la necesidad del otro como urgencias propias. Pensamos que un organismo sano y salvo es aquel capaz de buscar el bien del prójimo, mucho pero mucho más que el lucro y la gratificación propias. ¿Por qué esto? ¿Qué hace que prefiramos esa óptica a la del egoísta?



Hay un determinante básico: Dios nos hizo a “su Imagen y Semejanza”, lo que para nosotros se debe leer como “nuestra sana manera de ser es parecernos a Él”. Primero que todo, y en esto la Santísima Trinidad es clave, Dios no es soledad, Dios es Familia. Dios desde toda la eternidad ha sido Trinitario. Y esa Trinidad no se caracteriza porque cada Uno esté peleando abierta o soterradamente por ser “independiente”. Por ejemplo, ¿Cómo nos queda el ojo cuando Jesús afirma que Él y su Padre son Uno? (Jn 10, 30) O, si queremos corregir nuestro enfoque sádico que piensa que Dios Padre expuso a su Hijo a la muerte, y pensamos que Jesús nos informó abiertamente que Él daba su vida libremente, que nadie se la quitaba, sino que Él la daba “libremente”, “voluntariamente”. (Jn 10, 18). Y si el Hijo sufrió, ¿no estaba el Padre todo el tiempo sufriendo por Él y con Él? ¿No nos damos cuenta que si “son Uno” no le puede doler al Uno y el Otro mirar indiferente? Todo padecimiento que haya sufrido el Hijo dolió con igual o con mayor intensidad (sic) en el Corazón del Padre. Como “epifanía” de ese dolor del Padre se nos da el dolor de María, la Madre al pie de la cruz: Así como le dolía a la Madre ver a su Hijo morir  clavado en la Cruz, así le dolía el Padre.

Las Tres Personas de la Santísima Trinidad “viven” en intercompenetración plena. De ellos se puede predicar el pleroma de la comunión, lo que implica una armonía perfecta, una comunicación absoluta, un entendimiento reciproco total y un compromiso “eterno” de aceptación, de comprensión, de unidad; ese es su modo de ser el Padre es en el Hijo y el Hijo en el Padre; el Padre es en el Espíritu Santo.  El Padre es Creador por eso los Tres son creadores, el Hijo es Compasivo, por tal, los Tres son Compasivos, pero el Espíritu está en nosotros, nos in-habita, por eso los Tres están con nosotros siempre, Ellos se aman infinitamente, porque Dios es Amor, los Tres se aman recíprocamente y generan un dinamismo hacia el Amor, su Amor solidario es los que los une, los entrelaza, los armoniza; y de su Amor brota la que es su “oferta” para todos nosotros. Son una propuesta, un desafío a optar un estilo de Vida Divino: Papa Francisco en la Laudato si lo ha expresado así: «San Buenaventura llegó a decir que el ser humano, antes del pecado, podía descubrir cómo cada criatura «testifica que Dios es trino». El reflejo de la Trinidad se podía reconocer en la naturaleza «cuando ni ese libro era oscuro para el hombre, ni el ojo del hombre se había enturbiado». El santo franciscano nos enseña, que toda criatura lleva en sí una estructura propiamente trinitaria, tan real, que podría ser espontáneamente contemplada si la mirada del ser humano no fuera limitada, oscura y frágil. Así nos indica el desafío de tratar de leer la realidad en clave trinitaria.

Las Personas divinas son relaciones subsistentes, y el mundo, creado según el modelo divino, es una trama de relaciones. Las criaturas tienden hacia Dios, y a su vez, es propio de todo ser viviente tender hacia otra cosa, de tal modo que en el seno del universo podemos encontrar un sin número de constantes relaciones que se entrelazan secretamente. Esto no sólo nos invita a admirar las múltiples conexiones que existen entre las criaturas, sino que nos lleva a descubrir una clave de nuestra propia realización. Porque la persona humana más crece, más madura y más se santifica, a medida que entra en relación, cuando sale de sí misma para vivir en comunión con Dios, con los demás y con todas las criaturas. Así asume en su propia existencia, ese dinamismo trinitario que Dios ha impreso en ella desde su creación. Todo está conectado, y eso nos invita a madurar una espiritualidad de la solidaridad global que brota del misterio de la Trinidad.»[2]


Si, en La Santísima Trinidad está la clave de nuestra propia realización, que consiste en  salir de sí misma y volcarse generosamente hacia el otro, ejerciendo la fraternidad que a todos nos enlaza; fraternidad que como nos lo enseñó San Francisco es extensible a todas las criaturas de la realidad, porque ¡todas las criaturas son nuestros hermanos!. Buscar esa unidad construida en clave de Amor ese es el reto.









[1] PELICANO. rianchab.blogspot.com viernes, 24 de mayo de 2013
[2] Papa Francisco. LAUDATO SI’. Ed. Paulinas Bogotá D.C.-Colombia 2015 p.198 ##239-240

sábado, 14 de mayo de 2016

ἐπλήσθησαν πάντες


SE LLENARON COMPLETAMENTE
Hch 2, 1-11; Sal 103, 1ab y 24ac. 29bc-30. 31. 34; 1Cor 12, 3b-7. 12-13; Jn 20, 19-23


«…el don de Pentecostés era una fuerza conferida a los apóstoles, cara a un testimonio, en un medio con frecuencia hostil.»
Ignace de la Potterie s.j.

Este verbo griego quiere decir llenar completamente, hasta el borde, “rellenar”, llenar al tope. Es el verbo que usó San Lucas en el Capítulo Segundo de los Hechos de los Apóstoles para  describir la acción del Espíritu Santo, al posarse sobre los apóstoles en forma de lenguas de fuego. Que esa era una teofanía se expresa con el “gran ruido venido del cielo” y con el “viento fuerte que resonó en toda la casa”. Este “estruendo” nos dice que es la acción de la Poderosísima Presencia del Señor Dios Omnipotente.

El hombre, por haber sido creado carnal, no podría recibir la perfección “de  golpe”. A esta perfección sólo puede acceder paulatinamente, por eso el hombre necesita de un proceso de perfeccionamiento, esto es, necesita de historia. El proceso de perfeccionamiento es apoyado por Dios: Hijo y Espíritu son “las dos manos del Padre” con las que todo lo ha creado y con las que lo apoya en su tarea de irse asimilando a Dios, así lo explicó San Ireneo. A este propósito previó Dios una economía, un plan de salvación para que el ser humano pueda unirse a Dios. Nosotros llamamos a este proceso “cristificación”. Este es el propósito central del Espíritu. El Espíritu obra en nosotros para que esa asimilación se vaya produciendo. Sin embargo, la fórmula de Ireneo no se ha promovido porque hace del Hijo y el Espíritu órganos sub-alternos, sujetos al Padre. Quebranta y vulnera la imagen Trinitaria de Dios en nuestra fe, nosotros equiparamos las Tres Divinas Personas, sin “someter” ninguna de ellas a la Otra, nuestra fe establece que son consustanciales, los Tres participan de la misma Divinidad; en ello insistieron muy enfáticamente los Padres de la Iglesia: San Atanasio, San Basilio, San Gregorio Nacianceno. Pero, lo que sí es cierto es que efectivamente Dios-Padre nos dona su Amor en la acción de las otras Dos Divinas Personas.

El Hijo es, no solamente revelación humanada del Padre, sino plantilla paradigmática para nuestro avance en la cristificación. El Espíritu, por otra parte nos aclara y nos recuerda siempre al Modelo: el logos. Por eso Él es el Camino, la Verdad y la Vida. No la Vida Bio sino la vida Zoe, la vitalidad espiritual allende la carne, nos atreveríamos a decir, la Vida-de-verdad.

La acción del Espíritu Santo en el ser humano es constante, pero tiene sus “picos” en la vida sacramental. Ya el bautismo nos abre a la prerrogativa de una “vida resucitada” en Jesucristo, que es una Vida Regenerada y que nos incorpora en el pueblo de Dios, brindándonos la triple dignidad de sacerdotes, profetas y reyes.  Pero, estas donaciones que nos hace el Espíritu no se limitan a “dignificar”. Bien que el sacramento “puerta” nos hace plausibles de llegarlo a ser, vienen los otros sacramentos de iniciación a “activar” esas potencialidades, a actualizarlas. Está la βεβαιόω confirmación (en el sentido de ratificación, textualmente quiere decir “caminar en suelo firme”), pero esa confirmación –en otra parte hemos insistido no se ha de ver como “la segunda dosis”- sino es un “hacer firme” (retoma la idea de “caminar en piso firme”) o “fortalecer” para poder cumplir –como si esa fuera nuestra profesión- el envío, el encargo misionero y profético, se ha cumplir quasi ex officio, como dice Santo Tomás en la Suma Teológica.


El culmen de la cristificación se encuentra en el sacramento de la Eucaristía. Ya que somos lo que comemos, en la Eucaristía nos comemos a Jesús, para que nuestra carne incapaz se eduque para poder contener al Espíritu. Comemos su Persona y Presencia verdaderas que han transustanciado el Pan y el Vino para que, también, nos transustancien, nos “transfiguren”, configurándonos a Jesús. En esta obra de la bioquímica espiritual la “encima” es la acción del Espíritu Santo. Al recibirlo en la “Comunión” nos convertimos en el Cuerpo de Cristo, por la acción del Espíritu Santo.

Este proceso sacramental que va marcando los hitos de nuestra configuración plena con Jesús alcanza esta cima en la Eucaristía que es misterio pascual, pascua de “la nueva Iglesia”. Los tres sacramentos completan nuestra iniciación cristiana.

Con el bautismo participamos de la muerte y la resurrección (muerte al ser sumergidos, resurrección al salir del agua a vivir una Nueva Vida regenerada). Notemos que en la Segunda Lectura se nos enseña que al participar del bautismo participamos del mismo Espíritu para formar “un solo cuerpo”, es decir, ser incorporados en el organismo de la comunidad eclesial, donde no somos individualidades aisladas, sino que en ella nos hacemos co-corporeos. El Espíritu, es como agua de oasis, se nos da para que todos bebamos de Él. Y el beber, no sólo calmamos “nuestra sed”, además somos in-corporados.

Las células de un organismo no están sueltas y simplemente colocadas la una al lado de la otra. Ellas están entrelazadas, formando precisamente “tejidos”. ¿Qué nos une a nosotros para hacernos “Cuerpo”, tejidos del mismo organismo, el Cuerpo Místico? La comunicación que en Pentecostés está simbolizada por las “lenguas de fuego”, es decir, un “habla ardiente”, ardiente de amor, dialogo fervoroso. El amor que nos quema (como en la Zarza ardiente, sin consumirnos), lo que nos enlaza a nosotros es hablarnos (en los múltiples planos del habla) los unos a los otros con cariño, con respeto, con ternura, con fraternidad, con paz. “En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común, esto nos parece altamente importante, no es un Espíritu intimista, no es un asunto privatizado, es –por el contrario- un don para favorecernos como comunidad, no como egoísmo. «El Espíritu no se da para el provecho personal, sino para la comunicación de la “Buena Noticia” del Evangelio, que transforma las relaciones y hace surgir la fraternidad y el compartir, realidades que pueden proporcionar libertad y vida para todos.»[1]

¡Esa “habla ardiente” tiene un contenido! No se trata de hablar de cualquier cosa, en la Primera Lectura, en el último versículo se nos dice de qué contenido se trata: “De las maravillas de Dios” (Hch. 2, 11). El habla que nos acerca y nos hermana, que nos une en “un pueblo escogido” no es un habla de indiferente contenido. Precisamente lo que le da su “ardor” es que discurre sobre Dios y capta que Dios es maravilloso y habla de esas maravillas testimoniándolas. No se trata de un cotorreo teológico –que terminaría por ser soso y hasta desesperante- se puede hablar de todo y de cualquier cosa, haciendo presente siempre en la esencia del “discurso” las maravillas del Señor. Un ejemplo flagrante lo encontramos en el Salmo 103 que proclamamos en la liturgia de este Domingo de Pentecostés: “Señor y Dios mío, inmensa es tu grandeza”. Cuando oramos este Salmo estamos loando al Señor, cantando sus maravillas, y, por lo mismo y tanto cuanto, hablando ardientemente.


Notemos, una vez más, que Jesús sopla sobre nosotros su Espíritu, no para que nos llenemos de ínfulas y andemos por ahí infatuados (como pasaba con los gnósticos que combatía San Ireneo, que complicaban las verdades de la fe hasta hacerlas incomprensibles, para poderlas acaparar), sino para hacernos a) portadores de Paz y, b) para fortalecernos en el “envío”, que no vayamos aterrados (y vivamos a puerta cerrada por miedo) y nuestra lengua enmudezca, sino para que nos alcance el valor y el arrojo para testimoniar sin arredrarnos pese a rechazos, incomprensiones, burlas y persecuciones como se nos muestra en todo el Libro de los Hechos y en toda la historia de la Iglesia, aún –y quizás peor que nunca- en nuestras días. c) Último pero no menos importante -al revés- pasa que muchas veces dejamos algo al último para que –siendo lo último que mencionamos, quede más vivamente en el recuerdo, para que seamos capaces de practicar el “perdón”.

Aquí se debe incluir, extendiendo el perdón fraterno, a ese otro perdón que Dios mismo nos da y que Él instituyó como otra manera de quedarse entre nosotros, el “perdón ministerial” que –por ser un sacramento- requiere de un Sacerdocio Ordenado para otorgarlo, nos referimos al Sacramento de la Conversión que se nos ofrece a través de quienes por su especial condición sacerdotal, han sido convocados a obrar en persona Christi. El Evangelio ratifica esta autoridad “delegada” a la posteridad de los “discípulos”: ἄν τινων ἀφῆτε τὰς ἁμαρτίας, ἀφέωνται αὐτοῖς· ἄν τινων κρατῆτε, κεκράτηνται.A los que les perdonen los pecados, les quedaran perdonados; y a los que no se los perdonen, les quedaran sin perdonar”.

Al entregarnos el Espíritu Jesús-Resucitado repite un gesto del Padre, el gesto con el cual infunde vida a lafigura de barro que había forjado con “tierra fina”. Se trata del soplo que infunde Nefesh y, que en este caso, es comunicación de un don esencial: el don de la Paz. El “alma” del Hombre Nuevo es un alma “pacífica”. ¡Jesús muestra en su Cuerpo tatuadas las marcas de la “violencia” que se le han hecho! Pero a esta violencia Él no responde con violencia. Responde entregando Paz: Εἰρήνη ὑμῖν. “La paz esté con ustedes”.

Nadie puede creer si el Espíritu no le abre el corazón a la disponibilidad de la fe. Mucho menos podremos reconocer y aceptar y vivir en el contexto del señorío de Jesús si no es el Espíritu el que nos hace dóciles para abrirle nuestro pecho e invitarlo a constituir nuestro corazón en su “tienda de campaña”. Que el Espíritu Santo nos capacite para decir ¡Ven Señor Jesús! ¡Venga a nosotros tu Reino!








[1] Storniiolo, Ivo. CÓMO LEER LOS HECHOS DE LOS APOSTOLES. EL CAMINO DEL EVANGELIO. Ed. San Pablo. Santafé de Bogotá-Colombia 1998.  p. 33.

sábado, 7 de mayo de 2016

SOMOS CUERPO MÍSTICO MISERICORDIOSO


Hech1,1-11; Sal 46,2-3.6-7.8-9; Ef 1,17-23; Lc 24,46-53

… la desaparición de Jesús no como un viaje hacia las estrellas sino como un entrar en el misterio de Dios.
                                                                  Benedicto XVI

Su alejamiento de nosotros genera un remolino que nos lleva hacía Él.
Silvano Fausti

καὶ ἦσαν διὰ παντὸς ἐν τῷ ἱερῷ εὐλογοῦντες τὸν Θεόν. “… y estaban siempre en el templo bendiciendo a Dios.” Lc 24, 53; pero en Hechos (dijimos que era el Segundo Tomo del Evangelio según San Lucaso Evangelio del espíritu Santo) Hech 1, 11, leemos: τί ἑστήκατε βλέποντες εἰς τὸν οὐρανόν “Qué hacen ahí plantados mirando el cielo? Recogemos aquí el último versículo del 1er tomo y luego ponemos el verso 11 del capítulo 1 del 2do tomo: Bendecir es bueno, justo es alabar al Señor, Quien es digno de toda alabanza; pero… no basta; mirar al cielo es dirigir nuestra atención a Quien de por Sí, merece toda nuestra atención, pero ¡no podemos quedarnos “congelados” en la contemplación!

Hemos insistido –en otro lugar- que la dicotomía entre contemplación y acción es una falsa dicotomía. Este giro del 1er al 2do tomo de San Lucas, apunta –a nuestro modo de ver- a esa dualidad que se puede plantear mal si se formula en términos de artificiosidad. Esta contemplación, para nosotros, se podría ver como un acto de “carga de la pila”, para así poder con toda δύναμιν energía proceder a la acción, Dicho de otra manera, obtener la fuerza de la contemplación para pasar a la acción fortalecidos. La pregunta sería, entonces, ¿a qué acción?


ἔσεσθέ μου μάρτυρες ἔν τε Ἱερουσαλὴμ καὶ ἐν πάσῃ τῇ Ἰουδαίᾳ καὶ Σαμαρίᾳ καὶ ἕως ἐσχάτου τῆς γῆς. “ser mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta los confines del orbe”. No hay límite para nuestro accionar, testimoniar se debe en toda la tierra, allende todas las fronteras, porque la fe no tiene “divisiones políticas”, abarca el orbe entero; pero si hay una precisión sobre el contenido. Si queremos saber con precisión el contenido del testimonio, debemos ir a Efesios 1, 20-23, a la Segunda Lectura de la liturgia de este Domingo; allí –en el himno que aparece- tocamos  los fundamentos del kerigma, el núcleo de lo que proclamamos:

a)    Cristo fue resucitado de entre los muertos
b)    Fue sentado a la derecha en el cielo
c)    Por encima de todo principado, potestad y dominación
d)    Por encima de todo nombre conocido, no sólo en este mundo sino en el futuro
e)    Y todo lo puso bajo sus pies
f)     Lo dio a la Iglesia como cabeza sobre todo.
g)    Ella es su cuerpo.

Hay que prestar mucha atención a esta feliz frase paulina. Nosotros llamamos a este Domingo el de las “continuidades”: Jesús se va, lo cual no quiere decir que nos abandona (como insistimos rotundamente el Domingo previo); quiere decir que cambia su modo de estar con nosotros, deja de ser Jesús-Resucitado-visible, para pasar a ser Presencia de Espíritu Santo: «la desaparición de Jesús a través de la nube no significa un movimiento hacia otro lugar, sino su asunción en el ser mismo de Dios…»[1] ¡Jesús “continúa presente! Lucas “continua” en su Segundo tomo –el de los Hechos- la evangelización continuando en el Espíritu Santo la presencia que el Hijo no muestra más. La presencia del Espíritu no es un “contentillo” tan invisible como abstracto, nada de eso. Su presencia es ¡concreta y objetivada! Se hace presente en nosotros con sus dones, se hace presente en la Eucaristía, especialmente presentando los dones materiales al Padre, en la epíclesis; también se personifica en las ministros, en los santos, en todas las personas que viven con profunda coherencia su fe, en los mártires.


Pero, de todas estas continuidades es particularmente esencial para nosotros que la Cabeza –Cristo- se continúa en su Cuerpo, y ese Cuerpo es la Iglesia, somos nosotros. La Iglesia pasa a ser la continuadora del accionar de Nuestro Señor en el tiempo post-pascual, ese es nuestro gigantesco compromiso, nuestra misión: Jesús nos envía a ser sus testigos.

El Evangelio nos complementa con otras dos pautas kerigmáticas, que no se deben perder de vista:
a)    En ese Nombre se predicará la “conversión”, es decir, que la conversión se predica en el Nombre que está por sobre todo nombre,
b)    Y en su Nombre- se predicará el perdón de los pecados.

Reclamamos que conversión significa un cambio profundo, no se puede simplificar, reduciéndola a la “confesión verbal” de los pecados. La conversión es (como decímos en aquella oración) “la enmienda de mi vida para nunca más pecar” (nos referimos al acto de contrición). El pecado debe entenderse correctamente para alcanzar la conversión, consiste en hacer daño a otro; no en el quebrantamiento de una “norma”, no se empecina en la formalidad legalista de un elenco regulativo, sino en el aspecto ético, en el sentido de fraternidad, en la consciencia de projimidad. Ampliamos la idea haciendo notar que el pecado es –en particular- un mal que causamos porque perdemos de vista a nuestro prójimo, perdemos de vista que dañamos a nuestro hermano, a nuestro prójimo y eso, no es guardar el mandamiento del Amor, cuando amamos estamos alertas, despiertos y vigilantes para no dañar a nadie con nuestros actos, ni con las repercusiones de nuestros actos. Y aquí hay un compromiso ético-religioso muy profundo: el problema no es si me descubren, si saben que fui yo, si puedo salirme con la mía porque nadie me desenmascaró. Ese no es el punto, ¡definitivamente no! Ser descubierto o quedar impune ante los ojos humanos no nos evita pecar. El pecado está expuesto a los ojos de Dios, y Dios lo mira desde nuestra consciencia, que es el “santuario de Dios en nosotros” (porque Él ha puesto su morada y habita en nosotros.


Por eso al considerar la misión debemos tener en cuenta que «Lo importante es ayudar a nuestros hermanos a descubrir que ellos no son cosas, que no son objetos, que no son sub-hombres, sino que son hijos de Dios y que tienen una cabeza para pensar.»[2] Esta es la misión, ¡a eso nos ha enviado! El encargo de aguardar en Jerusalén hasta que el Padre nos enviara su Espíritu Paráclito, ya se ha cumplido (es la que conmemoraremos el próximo Domingo); por eso, no podemos continuar absortos en el firmamento, engolosinados en la contemplación quietista, aguardando “la segunda venida”. Sino responder y comprometernos con el envío: ir a cumplir nuestra misión, cristificarnos practicando la Misericordia. Así seremos Cuerpo Místico al asumir la reproducción de los rasgos misericordiosos de Aquel que es nuestro Modelo, donde “Nombre por encima de todo nombre conocido” también significa status de modelo perfecto y “perfección en la Misericordia”. La ascensión del Señor, más que el acto de pasar de un lugar abajo a un lugar más alto, es la atracción que ejerce Jesús hacia nosotros y nos inspira a perfeccionarnos a su imagen y semejanza, para lo cual Dios-Padre, al crearnos, nos dio todas las potencialidades: nos creó capaces de Amor, idóneos para la Misericordia y nos llamó a ser cuerpo de la Cabeza que es el Señor. Nos propuso vivir en ascesis –no la del que quiere salvarse sólo y dejar a los otros tirados a la vera del camino- la verdadera ascesis es ascensión moral, espiritual, ascenso en sabiduría, practica de la misericordia y la fraternidad, valga decir, la continua perfección evangélica.



[1] Benedicto XVI. JESÚS DE NAZARET. SEGUNDA PARTE. Ed. Planeta. Santafé de Bogotá – Colombia 2011 p. 332
[2] Câmara, Dom Helder. EL EVANGELIO CON DOM HELDER.  Editorial Sal terrae Santander-España 1985  p. 188